Search
Close this search box.

El horno y el muro


Martin llega a horario, en contra de la costumbre. María lo conoce desde hace muchos años y no acierta cuando se anticipa y dice que Martin no estará en la estación a las 16 hs.

Nos bajamos en una parada del Berlín del Este. Martin me estira la mano y baja la cabeza, en señal de bienvenida. Es alto, delgado y risueño. Su cabello enrulado es negro, en contra de mi prejuicio, y habla todas las lenguas europeas. Ni bien lo miro, muestra sus dientes. Está contento de ver a María. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez. Ella le habla de mí y entonces levanto la mano y digo algo en inglés. Martin es un políglota involuntario. Ha nacido en un pueblo alemán, ha vivido en el sur de Francia, en Gotemburgo, y maneja el inglés como si fuera un yanqui. Pero no habla español. Por eso me dice algo en alemán y yo me sonrío, alelado, extranjero, sin saber qué responder. Martin toma su bicicleta y subimos la escalera lenta, con los escalones gastados, y yo pienso en los soldados alemanes que pisaron esos escalones cuando advierto, casi dormido, perdido en el pasado, que llegamos a la superficie. Caminamos por la vereda derruida y atravesamos el antiguo matadero del barrio donde vive Martin. Los pastos altos y desordenados, las erupciones del cemento y los árboles con las ramas secas me recuerdan a una ciudad de Argentina. Estamos lejos del orden perfecto de Gotemburgo. Estoy en el Este y el Este no se parece a nada. Al poco rato, veo los edificios despojados, sucios y llanos de la zona. Por aquí estuvieron los jefes soviéticos, pienso, pero no lo digo. Martin y María se adelantan y cada tanto me indican con el dedo o con un grito el nombre de la calle y las huellas de los rincones.

Llegamos al edificio en el que vive Martin. Ella se ríe y señala la escalera y la ventana angosta y oxidada desde la vereda. María si habla español pero se contiene. No quiere hablar una lengua ajena para su amigo. De modo que intercala palabras en varias lenguas. Ellos comparten ese código. Y yo me quedo afuera. Entonces decido recurrir a otros artilugios: escucho la sirena desprolija de una ambulancia, el pitido de un chico que canta una canción de fútbol (o yo sospecho que es de fútbol) y de repente veo el cielo, las nubes y los chicos en bicicleta que inundan las veredas vecinas. Me pierdo en el ronroneo de las ruedas desinfladas y el cielo me cubre con su manto límpido y voraz y me traga la mirada. Con la voz ronca de Martin, vuelvo a la vereda y al poco rato estamos en el umbral de un departamento pequeño, acaso una típica casa del barrio.

Las camas desprolijas, la humedad hiriente y el olor a café invaden el espacio. Veo todo escrito en alemán y me mareo. Martin y María se quedan en la cocina. Riéndose, ella prepara café y luego vienen a buscarme. Bebemos rápidamente. La ciudad enorme, bella, solitaria, nos espera.

Yo estoy desesperado. He aguardado treinta años. La ciudad es un enigma que me persigue desde la infancia. No sé qué pasó aquí. No sé cómo pudieron los alemanes elegir a Hitler. No sé cómo pudieron construir el campo de Sachsenhausen. No sé cómo vino después el muro de alambres y los policías fronterizos y los tiros de sangre en el río Spree.

Pero ahora reacciono al llamado de María y dejo la taza caliente y blanca sobre la mesa pequeña. Salimos a la calle. Después de unos veinte minutos en el subte nos bajamos en la Plaza de Postdam. Los edificios enormes, avasallantes, los cristales infinitos, las ventanas infinitas, las puertas inmensas, las calles abarrotadas me erizan la piel. Le toco el hombro a Martin y él se ríe como si estuviera habituado al abandono del Este y a la opulencia del Oeste. María dice una frase en español: “ya sabes quiénes ganaron”. Y no hace falta nada más. Estamos en la Plaza de Postdam. Aquí estuvo el muro, a unos metros de aquí estuvo el buró de Hitler; a metros de aquí está la puerta de Brandenburgo, esa masa monstruosa que divide las ciudades y que enciende los ojos de noche cuando las luces invaden la plaza Pariser y la avenida rosada de los tilos.

 Avanzamos por la avenida y llegamos a un fragmento de muro. Y una idea me ataca como un martillo monótono y sólido: pienso en los muchos que intentaron cruzar. Recuerdo la foto del policía que saltó la alambrada. Tengo la escena: el policía acomoda los alambres, los desordena, los toca, al descuido. Tiene una actitud extraña. ¿Quién quiere tocar los alambres de púas a los pocos días de la instalación del muro de Berlín? El policía acaricia los alambres y luego toma distancia y salta. En el aire, mientras piensa en la huida, en los otros soldados que pueden tirar y matarlo, mientras escucha el grito de los soldados que le advierten que no salte, se le cae la pistola. Y el ruido de la caída es una explosión tenue que atraviesa el tiempo y al segundo él ya está del otro lado. El policía ya está en el oeste y a salvo. Él es una cifra de todos los fugitivos del muro.

Los japoneses le sacan fotos al pedazo de muro. Es un pedazo inerte y pálido de museo. Tiene pinturas, manchas, palabras. Posan, los japoneses, y los flashes iluminan apenas la llama kitsch del pasado. Desde el fondo atruenan los escapes de los autos que corren. María me dice que sólo es una mole para la foto. Y yo la miro y Martin me mira. Nos hacemos señas con los ojos. Los tres entendemos.

Al mediodía comemos en el café Balzac de la Plaza de Postdam. María y Martin siguen su dialogo en varias lenguas. Yo miro los edificios con los cristales como ojos celestes. María se detiene abruptamente y me informa que en esa plaza se hace el Festival de Cine de Berlín. Y entonces pienso, inexplicablemente, en Kluge y en la estatuilla brillante del oso. Como un reflejo torpe, saco la cámara y, en un acto inexplicable, grabo con un pedazo de la plaza.

Martin propone lo que estaba esperando. Tomamos el tren para Oranienburg. El tren tarda veinte minutos. Poco a poco se pierden los edificios y la foresta invade las vías solitarias. Estamos en los suburbios. Los nazis necesitaban la lejanía.

Subimos a un ómnibus. Nos deja en la puerta. El silencio es un mar imponente. El barrio lujoso vive su vida de siesta. En ese silencio entramos al museo. Miro un plano geométrico del campo. El mapa no me dice nada.

Martin le avisa a María que se queda. Le dice que no entra. Ella lo mira con sorpresa. Me mira. Y yo le digo que sí quiero. Entonces avanzamos. El predio es un inmenso rectángulo plano, aislado, casi vacío. Apenas se divisan dos galpones. El mapa nos indica que son la cocina y el lavadero. Empiezo a escuchar las voces agudas de los fantasmas. Y camino como un sonámbulo, como si estuviera dormido. Nunca pensé en ver un campo de concentración. Pero ahora estoy en el centro. Y siento el huracán siniestro del pasado, un remolino de fuego frío me quema el estómago. Miro hacia todas las direcciones. Con la excepción de los galpones, no hay nada. Los nazis borraron todas las evidencias. Y los soviéticos hicieron el resto.

Pasamos un muro y llegamos a la fosa. Sólo una explanada aséptica y desgarbada. Entonces escucho la pesada huella de la carretilla: los huesos crujen y los alaridos tiñen el cielo celeste. Con ese eco fantasmático, entro al predio que tiene una leyenda que suplica a los gobiernos que eviten la repetición del nazismo. Cruzo el umbral alto y ahí lo veo. Es el resto de un horno. Pienso: alguna vez quemaron a miles de cuerpos muertos aquí. Me estremezco. La presencia fragmentaria del horno instala inmediatamente el infierno. Siento el olor de los cuerpos quemados. Pienso en los kilos de cenizas amontonados como fardos de heno. Escucho los alaridos de los agonizantes y las voces estentóreas de los oficiales antes del fusilamiento masivo.

Salimos del campo y me olvido.

Volvemos al centro de la ciudad. En los dos días siguientes acumulo paseos, plazas, cafés.

Al día siguiente subo al avión. Y las preguntas se clavan como dagas filosas: ¿por qué el odio absoluto? ¿Es un horno la forma del infierno? ¿Guarda el Spree la sangre de los que no pudieron huir?

 

 

 

 

 

Relacionadas

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit