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El hombre más peligroso de la televisión

En una foto de secundaria que circula hace años por el ciberespacio, se ve a este chico regordete con espejuelos como lupas que descansan sobre sus colorados cachetes, y una sonrisa despreocupada que exhibe con frescura los frenos de sus dientes.

Pocos hubieran imaginado que esta quintaesencia del “nerdo” terminaría siendo magnate de la televisión y radio estadounidenses. Pero así sucedió con Ryan John Seacrest gracias a su participación en un programa de telerealidad que debutó en este país en 2002, American Idol.

La cadena de TV Fox lanzó esta competencia musical con Seacrest y un comediante del que hoy nadie se acuerda, Brian Dunkleman, como anfitriones. Para desgracia de Dunkleman, mientras su fulgor se extinguía, el de Seacrest brillaba cada vez más.

En 2004, el nativo de Atlanta, Georgia, se convertía en el nuevo animador del programa radial American Top 40, que durante décadas condujo el recientemente fenecido Casey Kasem. Al año siguiente, y bajo la tutela del icónico anfitrión de programas de TV dedicados a la música, Dick Clark, Seacrest figuraba como productor ejecutivo y coanfitrión de los especiales de la cadena ABC, Dick Clark’s New Year’s Rockin’ Eve.

Ya se veía venir el traspaso de la batuta: afectados el habla y la movilidad de Clark por un derrame cerebral, el deterioro sólo empeoró frente a las cámaras y a una nación de voyeurs. Al final, incapaz de dejar a un lado ese canto de sirena llamado celebridad, Clark parecía conservado en formol. Tras su muerte, Seacrest siguió en ascenso.

Con Ryan Seacrest Productions, el susodicho lanzó un ataque frontal a la inteligencia. En 2007 descendía como una bomba de neutrones, ésa que apenas destruye edificios, infraestructura, etc., pero que aniquila a seres vivientes, la serie producida por Seacrest, Keeping Up with the Kardashians.

La ex de un abogado que había defendido a O.J. Simpson – lindo, ¿no? – de los cargos de asesinato de Nicole Brown Simpson y Ronald Goldman, junto a su nuevo marido el una vez atleta olímpico Bruce Jenner, acompañados por sus cuatro hijos, invadirían los hogares de millones y millones de personas.

Probablemente este monumento al tedio de la cadena de entretenimiento E! (¿de Estúpido?) hubiera pasado desapercibido a no ser por un video casero porno de una de las Kardashian, Kim. El atributo mayor de Kim era sin duda su amplio trasero, además de una frivolidad que hacía lucir a Paris Hilton como Marie Curie.

De ese engendro se desprenderían en los años siguientes las series Kourtney and Kim Take Miami, Kourtney and Kim Take New York, Khloé & Lamar, Kourtney and Khloé Take The Hamptons.

El pobre y atontado público norteamericano se enganchó mientras la familia se hacía cada vez más famosa y rica sólo por ser rica y famosa. Los fanáticos escupirán el trillado “Si no te gusta, no lo veas”. Pero no es tan fácil. Aquellos de nosotros que quisiéramos que esta gente se fuera ya para siempre, no podemos escaparlos de las revistas de farándula, periódicos y programas de entretenimiento, y redes sociales.

Atención: se compra respeto

Kim Kardashian desesperadamente ha buscado la legitimidad artística y una mayor exposición en todo lo que hace: rodó un video musical que se engavetó ya que su canto mataba perros; se presentó en otros programas de televisión sin pena ni gloria; salió en alguna que otra película que nadie vio; y se casó con ese ególatra de la música, Kanye West.

Ella se ha tornado en referente para muchos jóvenes en este país, quienes, según informes publicados por diversas entidades encuestadoras, educadoras, o analíticas, no saben, por ejemplo, cuál es la capital de la nación, o quiénes son Anne Frank, Martin Luther King y John F. Kennedy, y sólo sueñan con ser celebridades.

¿Quién los puede culpar, cuando Seacrest, los Kardashian, y tantas otras luminarias se forran de dinero mientras los que estudian se ahogan en deudas?

Hoy, apenas hay un canal de televisión que no tenga algún reality. Entre las aberraciones más recientes: Sex Box, serie británica en la que una pareja se mete en una enorme caja en un estudio y tienen sexo. La llama del glamour tipo Lauren Bacall se extingue. En vez, lo que se esparce es el fuego de la adulación desmedida, la chabacanería disfrazada de irreverencia, y la publicidad férrea para mantener ídolos falsos.

Ya no basta conformarse con los 15 minutos de fama que vaticinó Andy Warhol, sino que el anhelo es lograr una vida completa de flashes de cámara. Para ello, conviene ponerse en bolas y subir una foto a Instagram, a lo Miley Cyrus, Rihanna, Lady Gaga. Y aunque no ha posado desnudo, Seacrest, mientras, se ha estado yendo al banco riéndose de lo lindo: según el portal Celebrity Networth, que analiza lo que ganan las celebridades, Seacrest se embolsilla $65 millones al año y tiene un valor neto de casi $300 millones.

No digo que sea malo hacer dinero. En lo absoluto. Pero, ¿tanto tiene que ganar esta gente embruteciendo al mundo? Tampoco soy comisario cultural. Ahora, ¿en qué momento uno dice “enough is enough”?

Para Seacrest, los Kardashians, y tantos otros, “suficiente” nunca es suficiente. Así, se informó en 2012 que E! le pagaría a Kim y compañía $40 millones con tal de que siguieran en el programa hasta el 2015. Suficiente supongo para que Bruce Jenner continúe sus atroces cirugías plásticas y se convierta en uno de los miembros de The Walking Dead.

Por mi parte, yo también quiero notoriedad y hacer plata a granel. Creo que, de aquí en adelante, me voy a encuerar, voy a tomarme fotos todos los días haciendo “twerk”, y las voy a subir a Facebook. Quién sabe. A lo mejor Seacrest me llama para mi propio programa.

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Muela

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