…me senté a esperarlos en medio de la noche, acuclillado sobre los restos humeantes de las muñecas de Candice. Nunca había estado afuera tan tarde, ni siquiera el día en que me llevaron a emergencias con una fiebre de 40 y el cuerpo morado, cuando tenía cinco años. La ciudad oscura sonaba a bocinas de ambulancias, a gritos, a crujidos al compás del resplandor rojizo y siniestro de las llamas, sonaba, ahora que lo pienso mejor, a varias ciudades juntas. Alcé la cabeza un segundo, pero no veía a nadie, sólo oía el crujir doloroso del barrio envuelto en fogonazos.
Atrás había quedado el dormitorio, gigantesco y solitario, con la cama de más; y las ropas vacías que me daban miedo ya no existían; solo el pijamas a flores rosadas y besos rojos, olvidado detrás de la puerta del cuarto, que parecía cobrar vida en la penumbra. Ya lo había sorprendido más de una vez, reclinado sobre mí, intentando acariciarme la mejilla con una manga. Le daba manotazos y él volvía a su lugar con un susurro de tela espeluznante. La primera noche había gritado. Mis padres acudieron rápidos, sus manos mustias me apretaron la piel de los hombros, podía sentir sus besos pequeños en el pelo, Vamos hijo, es solo una pesadilla, Ya está bien. Y sentía crecer su pena cuando sus miradas se desviaban sin quererlo hacia la derecha, a la cama vacía, avivada por sus palabras de amor cansado. Yo tenía una hoguera en medio del pecho, un incendio oscuro, que podía tragárselo todo. Después me acostumbré a sus visitas nocturnas, era suave, amigable, como mi hermanita, rozaba la punta de mi frente con el dobladillo de la maga derecha y cuando yo abría los ojos se iba volando a su sitio, como temeroso de asustarme. Yo me acostumbraba, pero le temía.
Candice murió en febrero y siempre había sido la favorita; tenía unos ojazos verdes y grandes, como coles. La pluma de canario amarilla chamuscada que ahora atesoro en mis manos era su favorita. La ponía en los sombreros de sus muñecas predilectas, como un adorno francés, decía. Y yo sabía que ella no tenía ni idea de lo que era Francia, pero no la corregía ni la interrogaba, ni siquiera la hacía sentir ignorante con preguntas malintencionadas. Solo un día, cuando cumplió un año, le señalé un elefante y le dije “Culo, cu-lo”, pero ella no supo pronunciar la ele y al elefante se le quedó el nombre de Cuno.
En un principio las muñecas se quemaban bien, empezando por los sombreros adornados de tules, el pelo artificial y las cabeza huecas de goma suiza. Soltaban un humo negro pestilente. Era una pila enorme de más de cincuenta Barbies, paseantes de porcelana emperifolladas con sedas, arlequines y polichinelas. Las empecé a tirar por la ventana hacia el jardín, donde aterrizaban con un rebote inaudible sobre la pila de ropas de mi hermana que yo había desterrado del armario. Los pijamas se habían resistido, abrieron sus mangas largas, planearon en círculos sobre el techo, y en vez de escapar hacia el cielo estrellado, volvieron a entrar y se colgaron en su lugar de siempre. Se resistían con fervor a ser descolgados de la percha, así que los dejé en paz, no sin cierto temor a que intentaran abrazarme.
Una lluvia de muchachitas artificiales. Y en cada personita rubia veía caer a Candice, con su risa de arrullo, de borbotón alegre, y me decían adiós como ella, que no sabía hacerlo bien, a veces quebrando el plástico rígido de sus muñecas de muñeca, y daban contra el piso tranquilas, como mansos títeres mancos.
Bajé los peldaños de la escalera uno a uno. Ponía los pies con delicadeza, para evitar cualquier sonido, acariciando los listones de madera de castaño en plantillas de media. Mi hermana era la experta en el arte del camuflaje y de llegar sin hacer ruido a cualquier parte. Yo recordaba haberla visto flotar muchas veces por sobre el suelo estridente del ático mudando el color del pelo de acuerdo con el tono de las paredes, pero mis padres no me creían.
Mientras bajaba, llevaba en la mano los dibujos horribles y cómicos que siempre me dedicaba. Los terminaba dentro del baúl de los peluches, con la tapa puesta y la luz apagada, escogiendo al azar los colores, dando trazos locos que a veces se perdían más allá de los límites del papel. Algo había de mágico en ellos pues todos terminaban siendo ciudades levitando sobre un mar de colores cambiantes. Apreté esos dibujos contra el pecho y me ayudaron, de alguna forma, a casi flotar sobre los escalones, el entarimado de la sala y el vestíbulo.
Cuando llegué a la puerta de la calle, la abrí y me paré en el umbral, fue que sentí su ausencia.
Candice no estaba.
Y bailé un poco el apache alrededor de la pira de sus recuerdos, muecas imitando sus muecas en mi cara, incapaz de otro movimiento que el de mis párpados abriéndose y cerrándose sin cesar, como un niño loco, tratando de proteger mis ojos, no de las chispas de la hoguera, sino de las imágenes, de mis recuerdos: de la nena frotando su frente contra la mía, de su cara de asco el día que le di a probar una galleta con pasta dentrífica diciéndole que era crema de vainilla. Y sus tesoros ardían, se consumían como mismo se había acabado Candice, hecha una pasita en aquella camilla enorme del pabellón de los incurables, llena de tubos y agujas y pitidos digitales, donde la vi por última vez.
Con la vista hacia abajo, el cuerpo recogido, estuve esperando a que saliera su dulce voz de entre las cenizas, y que algún espectro banco y brillante de contornos parecidos a ella abriese sus brazos de humo frío sobre mi cabeza, como en las películas de fantasmas, y me abrazara. Esperé su manita en mi cabellera, revolviéndola amorosamente, quizás con reproche por haber echado sus ciudades ingrávidas a la candela, pero solo vi el fuego avanzar por el pasto seco del borde del camino de adoquines y avivarse en las paredes de mi casa. De reojo admiré cómo las lenguas calientes lamían la fachada. A mis padres, azorados por la hora y el accidente, marcándoles, insistentes, a los voluntarios de la 5ta estación. Sentía sus voces mezcladas con otras que venían de la cuadra del fondo, de la cuadra de enfrente, de todas las cuadras: la noche salpicada de virutas y chispas, se volvió sofocante y me pareció ver arder también las estrellas.
Mi madre me tomó de la mano, me dijo qué has hecho, muchachito.
Y solo entonces me di cuenta que sin querer, le había prendido fuego al mundo.