Search
Close this search box.

El escritor que leía cine  

Lugar: New York. Medianoche de 1978. El artista hispano-cubano Néstor Almendros, ganador de un Oscar a la mejor fotografía por Days of Heaven, llega a la Gran Manzana luego de un exhausto viaje proveniente de París. Aunque ha reservado habitación en un hotel acepta la invitación de su amigo íntimo Manuel Puig a su pequeño departamento en Greenwich Village. Conversan horas sobre moda y cine. En un momento el escritor argentino señala su admiración por Lana Turner. Almendros le contesta que para él es «simplemente una mala actriz, una prostituta».  Termina el comentario diciendo que la desprecia. Puig, enfurecido, abre la puerta y le grita: «¡Una persona que odia a la Lana no puede estar bajo mi techo! ¡Eres como todas las otras mujeres francesas, desagradable y amarga!». Almendros debe buscar un taxi durante esa noche hostil de invierno.

Nada mejor que esta anécdota para entender el mundo en el que Manuel Puig (General Villegas, 1932 – Cuernavaca, 1990) transcurrió sus cincuenta y ocho años de vida. Para Mario Vargas Llosa fue el escritor que menos le interesó la literatura. Su biblioteca lo confirmaba: biografías de estrellas de cine, libros de fotos, guiones. Puig amó el séptimo arte, se sintió identificado con las grandes divas de la edad de oro de Hollywood. Cuando alguien lo visitaba en las diferentes casas que tuvo en su destino nómade (New York, Londres, Roma, París, Río de Janeiro, Buenos Aires, Cuernavaca) solía mover las caderas e imitarlas de manera escandalosa: sus favoritas eran Greta Garbo y Marlene Dietrich.

La pasión nació en esas tardes de miércoles en que junto a mamá Male –María Elena delle Donne, la mujer más importante que hubo en su vida– iba a la doble función vermut en el cine del Centro Español de General Villegas, un pueblo casi olvidado de la Pampa argentina. Esas historias encendían la imaginación del pequeño Coco  –sobrenombre familiar del escritor–, tanto para deteriorar la crudeza del mundo que lo veía como un niño extraño, ajeno a los juegos de la vida chata de provincias.

Una vez que terminó la escuela primaria – en todos esos años fue el mejor estudiante – Puig viajó a Buenos Aires para iniciar el colegio secundario como alumno pupilo. La burla y la violencia de sus compañeros de clase sólo se mitigaron con el perfeccionamiento del inglés, que había empezado a estudiar desde muy niño, y las salidas al cine.  En los últimos años, como otra de las gratas sorpresas de la vida, empezó a leer a André Gide, Hermann Hesse, Aldous Huxley, Jean-Paul Sartre. El policial Quai des Orfevres, de Henri-Georges Clouzot, lo convenció definitivamente: si había un futuro ése era como director de cine.

La elección, sin embargo, no fue fácil. Su padre Baldomero era comerciante mientras que Male bioquímica, es decir una profesional, algo raro para una mujer de aquella época. Manuel debía ir a la Universidad. Empezó la carrera de Arquitectura menos por ganas que por no lastimarlos. Hizo algunas materias y decidió cambiar por Filosofía y Letras. En pocos años obtuvo un diploma en Lengua y Literatura francesa e inglesa; al año, otro en italiana. Como mejor alumno de su promoción ganó en 1955 una beca para viajar a Italia. Fue la gran oportunidad para no llegar a ser el profesor que hubiera detestado convertirse y abandonar la Argentina que nunca terminó de seducirlo. Pero había más:  de Italia provenía un cine que era internacional y allí sí había una industria.

En Roma se inscribió en el Centro Sperimentale di Cinematografia. Y como el colombiano Fernando Vallejo, que pasaría por sus aulas años después, se desencantó muy pronto: Roma no era Hollywood. De todas maneras consiguió trabajo en tareas de subtitulado y como asistente de diálogos junto a Vittorio de Sica, Luchino Visconti y Roberto Rossellini. En los sets de filmación Puig entendió muy bien que todo proyecto cinematográfico demandaba exposición, entrar en conflicto con productores, sindicatos, artistas. Una tarea exhausta. Él no tenía ese carácter, era una persona orgullosa pero tímida, al fin.

La frustración lo llevó a un vagabundeo por Europa que duró hasta 1960. Durante ese período trabajó de lavacopas, mozo, profesor de español e italiano. En Londres escribió su primer guión, Ball Cancelled. Lo  hizo en inglés, el idioma del cine que más amaba. Hasta ese momento su vida era de una inestabilidad paupérrima. Pronto cumpliría los temidos treinta años y sentía que en verdad nada muy importante había hecho de su vida.  Pero un día todo cambió y, como suele suceder, la revelación tardó en asimilarse. Puig trataba de redactar en español una historia que él hubiera experimentado, algo relacionado con su ciudad natal durante la década del cuarenta.

“De repente pude oír casi claramente la voz de una tía mía”, rememoraba en un reportaje para la televisión italiana.  “Pude recordar exactamente lo que había dicho veinte años atrás y tomé nota de ello. La descripción de mi tía, que debía ocupar una página, ocupó veinticinco, escritas casi sin pensar, como dictadas. Era todo en primera persona, y ya no había duda, a partir del segundo día, de que se trataba de una novela”.

El libro se llamó La traición de Rita Hayworth. Lo  terminó en  New York, la siguiente ciudad que eligió como residencia, mientras trabajaba como empleado de Air France. A fines de marzo de 1965 se lo entregó a su amigo el escritor español Juan Goytisolo. Al leerlo, lo alentó para enviar el manuscrito al concurso de la editorial Seix Barral. No lo ganó pero obtuvo el segundo lugar. El protagonista de la obra es un niño introvertido al que sus familiares le dicen Toto. Su modo de imaginar el mundo es través de los films que suele ver en el cine del pueblo donde vive, Coronel Vallejos.  Es una mirada alternativa a la realidad que siente tan pobre.

¿Novela autobiográfica? Con su debut literario Manuel Puig redoblaba la apuesta al establecer las estructuras de su obra:  una literatura que se desliza precisamente por el filo experimental de la literatura, contaminándose con otros vehículos del lenguaje: el folletín y las revistas de espectáculos, los radioteatros, letras de boleros, tangos y rancheras, las técnicas cinematográficas. La cultura popular del siglo XX.

Según Guillermo Cabrera Infante, La traición de Rita Hayworth (1968), Boquitas pintadas (1969) y El beso de la mujer araña (1976) son las tres obras maestras Puig. Mario Vargas Llosa siempre ha preferido The Buenos Aires Affair(1973). Por este libro el autor sufrió la censura y amenazas de muerte. Así comenzó la segunda etapa de su exilio, la definitiva, que lo llevó a residir en Brasil y luego México. Lo cierto es que Pubis angelical (1979), Maldición eterna a quién lea estas páginas (1980), Sangre de amor no correspondido (1982) y Cae la noche tropical (1988) –ocho novelas integran su obra–  son cada una a su manera tan originales como las primeras, simplemente que no tuvieron en la época el merecido apoyo del público.

Algo similar ocurrió con la crítica que, cuando no lo atacó de cursi, de hacer literatura »popular», lo ignoró. Hoy Manuel Puig goza del prestigio de los grandes autores latinoamericanos del siglo XX y El beso de la mujer araña, que ganó un Oscar por su versión cinematográfica y fue una exitosa comedia musical, es un clásico de la literatura mundial.

Hace 28 años en la ciudad de Cuernavaca, México, el 22 de Julio, Manuel Puig fallecía de un paro cardíaco,  luego de una intervención quirúrgica en las vías biliares.  Tal vez hubiera deseado morir como alguna vez le confesó Adolfo Bioy Casares a quien escribe estas líneas: en el cine, mientras pasan los títulos de un film.

 

Relacionadas

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit