Con esta sentencia pretendí terminar la discusión con Jimmy del Risco -amigo, socio, hermano-, sobre estos dos cantautores no-comparables, y procedí a guardar en mi billetera el producto de la venta ambulatoria de patines coreanos de contrabando -que nos dejara en consignación nuestro proveedor gitano-, cuando de pronto me abordó una joven rubia, acompañada por un trío de bellezas similares a ella.
-Hola, ¿podrías indicarme cómo llegar al teatro Marshall?
-Justo para allá vamos -interrumpió Jimmy-, queda a pocas cuadras, con gusto las acompañamos.
-¿Ustedes también van al casting de El diluvio que viene? repreguntó.
-Por supuesto, hay dos personajes como pintados para nosotros -agregué, mirando sus ojazos almendrados, después de ver su escote- y de hecho formaremos parte del elenco, espero que con ustedes…
Emily -así se llamaba la actriz anglo-judía- sonrió como despejando el cielo, agradeciendo la gentileza y presentándonos al resto del grupo. Jimmy nos indicaba el camino mientras narraba con dramatismo el carácter de su personaje.
Lo que es yo, empezaba a recordar que de actuación no sabía un coño, que -salvo para el dibujo y para bailar salsa- nací negado para el resto de las artes; que no sabía nada del famoso casting y por último, ni siquiera sabía en dónde diablos quedaba el puto teatro Marshall.
Durante las seis cuadras de caminata, me enteré de que El diluvio que viene era un musical de Garinei y Giovannini, que se necesitaban actores de todas las edades, pero principalmente jóvenes que canten y bailen, y que el famoso director y productor, Oswald Catter, había hecho un llamamiento público, por la televisión, para el casting y que no traíamos la indumentaria necesaria para la prueba de baile.
Jimmy se esforzaba para darle forma a su personaje de la obra (que no conocía) y, luego de varias mutaciones, resultado de las intervenciones interrogativas de cada una de las chicas que sí habían leído la obra, lo que empezó como un marino aristócrata y terrateniente ruso, estaba ya convirtiéndose en un tabernero cojo con una mujer medio puta y un hijo tarado que criaba un hámster, así que decidí intervenir, cambiar de tema y empezar a interrogar a cada una sobre sus trabajos recientes, recibiendo la respectiva mirada de agradecimiento de mi socio.
Felizmente llegamos al Marshall antes de que empezaran a preguntarme sobre mi currículo fantasma y pudimos notar el éxito del llamamiento: dos largas colas, una de actores y otra de actrices, salían de la entrada del teatro y se enroscaban al edificio en direcciones opuestas. Estaban llenas de gente rara con ropa ‘de artista’: vestidos y gorros estrafalarios, bufandas de seda enroscadas en el cuello, casi todas con el mismo tipo de nudo, lentes de sol sobre los ojos y anteojos de intelectual, con cordón de seguridad incluido, colgándoles del cuello. Nos separamos de las chicas y quedamos en tomarnos a la salida el café que no nos aceptaron en el camino.
Riéndonos solapadamente de nuestra aventura, entramos a la cola respectiva, en donde conocimos a dos muchachos, uno que estaba peinado y vestido como Elvis Presley -de quien hablaba todo el tiempo- y el otro, Abelito, un afroamericano negro (hay afroamericanos blancos), con porte atlético y cara de sargento. Nuestra risa dio pie a preguntas y bromas y terminamos haciendo un cuarteto muy divertido mientras avanzaba la fila, burlándonos, sotto voce, de los raros especímenes que la conformaban e inventando historias graciosas sobre cada uno de ellos, hasta que pasó por nuestro lado un argentino espectacular, super bien vestido, con cara de artista de Hollywood y cuerpo y caminada de modelo, tan impresionante que se hizo un extraño silencio en la fila de hombres, y a las mujeres les faltó poco para sacarse el calzón y lanzárselo con su número telefónico apuntado en el fundillo. Nadie reclamó cuando entró al teatro sin hacer la cola respectiva.
Lo único que no me gusta de estas vainas es que siempre están llenas de maricones, espetó Elvis, celoso, generando que mucha gente volteara a mirar hacia nuestro sitio, lo cual dio por terminado nuestro jolgorio.
Luego de dos horas haciendo fila, llegamos a la entrada del teatro donde nos dieron una ficha y un bolígrafo y nos hicieron pasar a un hall de espejos en donde canjeamos la ficha llena por un pase con un número, fecha y hora de nuestra audición. Nuestro objetivo principal, las chicas, ya se habían marchado.
Dos días después, entramos al teatro y nos hicieron sentar en las butacas, mientras un elegante Oswald Catter, de completo azul marino, nos daba la bienvenida: »… y les doy las gracias por la fabulosa respuesta a mi convocatoria. Tenía miedo de que no vinieran por que últimamente a la gente se la ha dado por decir que el teatro es solo para putas y maricones… ¡Y TIENEN RAZÓ-ÓN! JAJAJAJA…»
La sala estalló en risas ante la broma de Oswald y su contagiosa carcajada y luego de esta especie de vernisage, la cosa se puso seria y empezó el dengue: nos separaron por grupos y nos dieron unas chuletas (pizarrines) con diálogos cortos que teníamos que aprender. Respondimos a todas las muecas y gestos que nos pidieron hacer e increíblemente superamos la prueba, lo cual nos dio pase a otro grupo en donde probaban las cualidades vocales de los postulantes, con el fin de escoger a los mejores cantantes para grabar la cinta musical de la obra, ya que en el escenario, por seguridad y comodidad, solo se iba a hacer fonomímica de un play back.
El escenario estaba dispuesto de forma impresionante para la obra que daban en esos días, Trampa Mortal, de Ira Levin, y ante un elegante decorado empezó la prueba.
Elvis fue el primero en subir; cantó Surrender -cómo no- una versión del Elvis Presley original de la famosa canción napolitana Torna a Surriento, de De Curtis, y lo hizo tan mal que si no nos dice el título hasta ahora estaríamos preguntándonos qué mierda fue lo que cantó…
»Eeesta tarde vi llover, virgen del correeeer…» empezó Jimmy, sin aviso, destrozando la canción de Manzanero. »NO, NO, NO, NOOO, -zapateaba Oswald- es: »vi gente correr y no estabas tú», huevón, ni estarás en esta obra… al menos, no cantando…»
Luego de la humillación de mis compañeros de grupo, le dije a la coordinadora que yo estaba negado para esto y que mejor pasaran de mí. No se podía, la prueba era obligatoria hasta para los mudos, así que ajusté los esfínteres y subí al escenario, colocándome frente al micrófono, donde me sentía como huevo frito en ceviche… Todas las canciones que me sabía -miles- se me borraron de la mente y lo único que alcancé a cantar -por así decirlo- fue: »Glemo en mi cabello, a la hora del champú, limpia suaaavemente, y ahora sigues tú»… Luego de unos pocos segundos en que todos se quedaron como cojudos al oír el comercial del champú de moda, estallaron las risas y empezaron los aplausos, a nivel de ovación. Oswald alabó mi originalidad y me agradeció por escoger una estrofa tan corta, rogándome que, pase lo que pase, no volviera a cantar… ¡nunca!. Lo comprendí, aunque no pude evitar ruborizarme y sentirme ofendido.
Nos borraron de la lista de cantantes (para siempre) y nos llevaron a la sala de espejos, donde María José, la coreógrafa española, empezó a enseñarnos los dieciséis pasos básicos de la canción On Broadway y luego nos dejó practicandolos, frente a dichos espejos, pasito a paso otra vez.
Estaba que me meaba; me escapé al baño del lobby y al entrar encontré al galanazo argentino enfundado en un enterizo de malla negra, dándole un beso francés a una negra culona de malla fucsia con verde, que a pesar de la peluca rubia, pude distinguir que se trataba del negro Abelito. Azorado, más por la sorpresa que por la vergüenza ajena, me metí al primer cubículo y pasé a lo mío, ante la consternación y la huida disimulada de las dos prima donnas.
A pesar de que mis prácticas de artes marciales me permitían levantar la pierna hasta casi hacer una línea recta con la otra, me sentía ridículo haciendo pasitos de ballerina, y encima no podía concentrarme, al ver a Elvis y Jimmy haciendo huevada y media que nada tenía que ver con los pasos marcados por la coreógrafa.
Sonó la chicharra y el primer grupo de veinte subió al escenario. Empezaron los acordes de la música y pude ver, desde mi butaca, a mis dos compañeros haciendo el ridículo a niveles suma cum laude.
A pesar de los nervios que sentía, pues después tocaba mi turno, no podía parar de reír en cada evolución que daban este par de imbéciles. Uno levantaba las dos manos hacia el cielo, mientras el otro las ponía en el suelo y los otros dieciocho giraban en dirección contraria y les daban la espalda, tal como decía el libreto. Inventaban cada paso, volteaban chocando sus cabezas, mientras los otros estaban de regreso, y, al final Jimmy se enredó con las cortinas del telón y Elvis terminó dándose un volantín tan espectacular, que si lo veían los del Cirque du Solei, lo contrataban (casi incluyen el volantín en la obra y no le hicieron caso a Jimmy cuando reclamó que él lo hizo bien y que los demás se habían equivocado).
No pude escaparme del teatro, porque dos de los actores principales de la obra, reconocidos galanes de telenovelas y ayudantes de la dirección, se me pusieron al lado y empezaron a ‘florearme’: me dijeron con voz melosa un »no te preocupes papito» y me sacaron a un costado, haciéndome repetir los pasos bajo su dirección y con su apoyo. Sentí sus manos extrañas varias veces, donde se supone que solo deben llegar manos femeninas o las mías propias. No podía creerlo, uno era el galán de moda y el otro estaba casado con una de las actrices más despampanantes de la televisión… ambos me preguntaban sobre cómo me alimentaba y qué gimnasio frecuentaba. No sabía como decirles que estaba tan ajustado de presupuesto que si no fuera por mi dieta obligatoria (no hay víveres), los parques deportivos que hay en mi barrio y un par de mancuernas de Walmart, estaría hecho un costal de grasa…
La cosa ya no me estaba gustando y felizmente me llamaron al escenario, pero otra vez se me olvidaron los pasos. Me choqué tres veces, con sendas chicas, a tal punto que me gané fama de depravado. Me perdí en los compases y traté de arreglar la cosa con un par de pasitos de salsa, pero no funcionó. Terminada la música, bajé los escalones del escenario y me dirigí a mis compañeros, que estaban tirados en la alfombra, con lágrimas en los ojos, descojonándose de la risa…
-¿Qué tal lo hice? -pregunté, con poquita fe-
-Cojonudo, dijo Jimmy, eres un Nureyev, ¡un Nijisky!, aumentó el jijunagramputa.
-Nunca había visto levantar así la pata, ¡casi desnucas a la María José! -intervino el cabrón de Elvis- mi inversión está pagada, jajajaja…
-Y eso que ustedes no se han visto, huevonazos, -dije- ¡y todavía tienen la concha de reírse!…
En fin… Nos mandaron a la mierda a los tres. Solo se quedaron Emily y Abelito, con su novio el argentino (Emily se convertiría con los años en una gran artista de teatro y televisión).
Nos fuimos a ahogar las penas al Indianápolis, con Elvis, las tres bellas judías y una mancha de hermosos chicos de lo más gay que puedas encontrar en Miami, a tal punto que adelantábamos el paso abrazando a las chicas, para que los conocidos que pudieran pasar por ahí no vayan a confundirnos.
Cuando empezaba a caer el crepúsculo y todos -incluyendo a los chi-chi-chicos- estábamos sentados en nuestras mesas -juntas todas en una sola fila- mirando hacia el Marshall, comentando los hechos ‘luctuosos’ y con nuestros mojitos de pomgranate en las manos, Jimmy me señaló una pared, con los afiches de Sabina y Arjona, y ya estábamos a punto de retomar la discusión, en el punto en que Sabina es un clochard de mierda y Arjona rima a martillazos, cuando un coro unánime, de lo más rosquetón, repetía a viva voz:
» GLEMO EN MI CABELLO, A LA HORA DEL CHAMPÚ, LIMPIA SUAAAVEMENTE, Y AHORA SIGUES TÚ…» (recontra bis)…
Ginonzski.