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El día que no termina nunca

Disparando sobre David Goodis

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Hay una preciosa foto que ilustra los tiempos felices de David Goodis. Se lo ve sonriente, flanqueado por una espléndida Lauren Bacall y un elegante Humphrey Bogart, poco después de que Delmer Daves llevara al cine la novela Sendas peligrosas (Dark passage, 1947). Bacall y Bogart apoyan sus manos en los hombros de Goodis; parecen sostenerlo suavemente. Los tres están en su apogeo, pero sus vidas tomarán rumbos desiguales. Los actores continuarán con su camino de gloria; Goodis retornará a una oscuridad de la que quizás nunca le estuvo permitido escapar.

Goodis había nacido en el seno de una familia judía en 1917, en Filadelfia. Fue el menor de tres hermanos; uno murió de cáncer apenas cumplido los tres años y el otro, Herbert, cargó con un diagnóstico de esquizofrenia durante toda su vida. Siendo muy joven David partió a Nueva York, donde comenzó a ganarse la vida escribiendo todo tipo de artículos y cuentos para las por aquel entonces prolíficas revistas pulp. Es fácil encontrar en los sitios de Internet que repasan sus primeros años el dato de que llegaba a escribir diez mil palabras diarias, y de que en un poco más de cinco años alcanzó a producir cinco millones de palabras pagadas a unos pocos centavos cada una. A principios de los 40 del siglo pasado se trasladó a Hollywood y comenzó a escribir guiones y a adaptar novelas para la industria cinematográfica, entre ellas La carta, de William Somerset Maugham, llevada luego a la pantalla con una memorable actuación de Bette Davis.

Como casi todo autor de éxito descomunal pero efímero (sus títulos llegaron a vender millones de copias), Goodis no fue tenido en cuenta por la crítica. Depresivo, alcohólico, solitario, su estado anímico invadió a sus personajes sin esperanzas ni futuro, hundidos por caprichosa casualidad y siempre por la fuerza del destino en escenarios sombríos y desangelados, como ocurre en la citada Sendas peligrosas,Viernes negro(o Viernes 13, según algunas ediciones), Camino sin retorno, La chica de Cassidy o La luna en el arroyo. Y lo cierto es que, una vez cumplidos sus treinta y tres años, decidió abandonar el glamur hollywoodense y retornar a Filadelfia para hacerse cargo de sus padres ya ancianos y de su hermano loco.

Allí, en su viejo y fatigado solar, se dedicó a deambular por las noches en clubes, cabarés y bares de mala muerte, penosa reputación y peor semblanza, como si él mismo fuera una de las desafortunadas criaturas de sus libros.“Es viernes 13,y para ciertas personas, este es un día que no termina nunca. Lo llevan consigo permanentemente. Como los portadores de la tifoidea”, reflexiona Hart, el protagonista de Viernes negro que cae sin querer en la guarida de una banda que planea el asalto a un banco. Estén donde estén, y hagan lo que hagan, traen mala suerte.”

Pero la suerte que no tuvo en Estados Unidos lo premió en Francia, donde el reinado del existencialismo y su exaltación de la angustia como sine qua nonde lo humano acogieron con entusiasmo sus libros, publicados por la prestigiosa editorial Gallimard. En 1960 el director François Truffaut adaptó la novela Down there(1946), y la llevó al cine bajo el título de Disparen sobre el pianista, con un notable Charles Aznavour interpretando a un músico en decadencia que entabla un breve y aciago romance con una joven mujer. Pero esos lejanos reconocimientos no fueron suficientes para rescatar al melancólico escritor, ni siquiera cuando en 1963 la cadena de televisión ABC puso en el aire la serie El fugitivo, y él entabló un juicio por un supuesto plagio de Dark passage, por el que exigía medio millón de dólares.

En 1963 falleció su padre y en 1966 su madre. En enero de 1967, antes de cumplir sus cincuenta años, un infarto cerebral terminó con sus días. Hay versiones que sostienen que su muerte sobrevino tras haber sido golpeado por dos ladrones en una de sus tantas caminatas nocturnas; otras, que atribuyen su deceso al pésimo estado de salud provocado por el alcohol y su desordenada vida. Sea como fuera, su adiós, como en la novela de Raymond Chandler, fue triste, solitario y final.

Mientras descendía por la escalinata del frente hacia la vereda, recordó el dinero que había ganado en el partido de póker, diciéndose que tenía más de cuatrocientos dólares en el bolsillo del pantalón.

 Y pensó que quizás eso le serviría para algo.

 Pero por algún motivo esta no fue una idea importante, y después de algunos segundos dejó que se desvaneciese. Estaba caminando muy lentamente, y no sentía la mordedura del viento helado, no sentía nada. Y más tarde, al doblar en las esquinas, no se molestó en mirar los nombres de las calles. No sabía hacia dónde se dirigía, y tampoco le interesaba.

David Goodis, Viernes negro

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