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El comienzo de la nueva humanidad, o como las cámaras registraron el amor puro en los ojos de Zoe

 

Santiago arrebataba de la habitación lo poco que le quedaba de aire. En las grabaciones que se hallaron, puede verse como Zoe permanece quieta observando los espasmos del joven a través de la vitrina. Santiago ya no se retorcía con la violencia que, horas antes, a simple vista la mantenían cerca de él. Ya no habían gritos, solo sus yemas soltando su cuello. Las marcas de los dedos sobre su garganta se disipaban, tallando en su rostro la agonía de la asfixia. En las cintas se aprecia cómo Zoe se levanta del concreto liso. Aún desnuda, recoge un artefacto que hasta el momento, no hemos podido descifrar que es. Sale de la habitación, y deja al cuerpo sin vida de Santiago, encerrado dentro de un gran cubo de cristal.

Las cámaras de seguridad siguieron grabando lo que sucedió. Zoe regresó siete días de haber visto a Santiago morir. Se acercó a la pared transparente, encontrándolo en la misma posición. Se arrodilló y se quedó allí durante cinco años; en perfecta inmovilidad, como la delicada porcelana de una niña a quien le prometieron regresar. Las tomas, adelantadas a velocidad, revelaban partes del cadáver de Santiago haciéndose polvo por el tiempo. Fue aquí cuando nos desconcertó descubrir que en el interior de su cabeza, habían cables de múltiples colores formando una red hasta el interior de su espina dorsal.

En los últimos días del quinto año, Zoe se levantó del suelo y se retiró de la habitación. Solo reapareció frente a las cámaras un par de veces más; esta vez, llevando un vestido con flores azules talladas en su falda. Bordeó la jaula traslúcida y puso sus palmas sobre ella. Pisó el vértice y entró empujando uno de sus lados. Penetró el bulto de tejidos, enredó sus manos en el arcoíris de cables y los arrancó del resto del cuerpo. Nos miró a todos al girar su rostro al lente derecho, y se fue.

Devolvíamos esa toma una y otra vez, pausándola en el momento en el que Zoe se detenía justo antes de irse, revelando un gesto que, luego de mucho debate entre programadores, sicólogos experimentales, e ingenieros de la personalidad; pudimos coincidir en una sola resolución… las máquinas habían aprendido a sentir. Y Zoe, había aprendido a amar mientras dejaba a Santiago morir.

A pesar de que ese gesto que tanto ha dado de que hablar, y que ha sido motivo de mitos urbanos entre los arqueólogos que continúan excavando los pasillos de ese laboratorio; a Zoe, o por lo menos a su última versión, hoy sembrada en las entrañas del mundo, nunca más se le volvió a ver.

 

 

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