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Diez libros esenciales: una selección personal

     Los libros sirven para muchas cosas: para equilibrar el mundo (o al menos una mesa); para clavar clavos en paredes de madera (usando el lomo, por supuesto, con lo que evitas que tus dedos sufran como habría sido si utilizaras un martillo); para matar molestos mosquitos y zancudos (perdón, ecologistas, pero los mosquitos lamentablemente todavía no son especies en extinción); para hacer alteros tan altas como las torres gemelas, los que funcionan como sistemas no electrónicos de advertencia de terremotos; para curar el insomnio de manera total y definitiva (lo mejor es que los libros son una clase de medicamento que no se requiere de  receta médica y puede encontrarse en cualquier puesto callejero); para mantener ocupado a los niños al menos por un minuto (los he visto destrozarlos con envidiable concentración y entusiasmo); para usarlos como gafas contra el sol en vacaciones, como paraguas en días de lluvia y como protectores contra mal del ojo: si un misionero o seminarista te llega con su biblia en alto, uno sólo saca las obras completas del Marqués de Sade y asunto arreglado, o se pone a recitar Aullido de Allen Ginsberg.

     El libro es una manera de avisarle a los demás que, si lo estás leyendo, no te molesten, que prefieres compartir el tiempo con el capitán Nemo o con los hobbits de Tierra Media. Una pausa en medio del mundo contemporáneo, una mirada crítica de la realidad que te rodea con su estruendo. Una actitud silenciosa y alerta al mismo tiempo. Una manera de ser humano desde la experiencia en cabeza ajena, pero que termina siendo tu propia experiencia, tu propio mundo. Y es que leer ha sido para mí, desde que era niño, un acto de comunión con la riqueza cultural de la humanidad en todas sus formas y discursos. Por eso ahora doy cuenta de los diez libros que me han forjado como lector-escritor.

     El primer libro que me impactó lo leí a los nueve años, cuando  descubrí que podía ser pirata y que rebelarse contra el imperio británico era un acto, más que de heroísmo, de amor. Hablo de las aventuras de Sandokan,  El tigre de Mompracem, el ciclo de novelas (al menos tengo ocho de ellas) sobre los piratas malayos que escribiera Emilio Salgari y que me dejaron la pasión por lo exótico. Imagínense: yo vivía (en realidad sigo viviendo) en pleno desierto fronterizo y me encantaba sumergirme en esas selvas llenas de templos en ruinas, tigres, misterios y peligros. Con Salgari aprendí a ser otro sin dejar de ser yo mismo.

     El segundo libro que me impactó fue de ciencia ficción: Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Lo leí a los 15 años y me hizo hacerme crítico de la realidad social y política de mi entorno. Por él sigo siendo un defensor del libro como receptáculo del conocimiento humano, y del ser humano como memoria de la especie. Cada vez que veo una censura o quema de libros (no importa quién la lleve a cabo), sé que estoy en el lado opuesto, defendiendo la libertad de decir lo que nos plazca, de leer la vida para seguir siendo humano.

     Y el tercero lo compré en Guadalajara: Poesía en movimiento, la antología de poesía mexicana elaborada en 1966 por Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis. Ese tomo de bolsillo me dio las coordenadas precisas para saberme parte de una tradición poética de ruptura, con el vuelo de las imágenes y la libertad bajo palabra como mi mejor compañía. La palabra como espejo del cosmos y como retrato vital de nuestras minucias cotidianas.

     El cuarto fue, de nuevo, de ciencia ficción: Duna de Frank Herbert. Esta obra épica me ayudó a comprender que el desierto es tierra de ficciones y espejismos, que el desierto contiene muchas riquezas invisibles, que habitarlo es una ordalía y una oportunidad de poner a prueba tu voluntad de supervivencia. En definitiva, me dio las herramientas conceptuales para escribir desde el desierto, desde su luz implacable, desde su nada llena de todas nuestras esperanzas y quimeras.

     El quinto es El mar de las Sirtes de Julien Gracq, una alegoría del poder, del orden impuesto y la vitalidad juvenil; una novela que habla de las cosas en decadencia y de las fuerzas que rompen con la inercia del mundo. Sólo comparable al ciclo de hielo y fuego de George R. R. Martin, El desierto de los Tártaros de Dino Buzatti y Paises imaginarios de Ursula K. Le Guin. Un relato depurado, cruel y universal. Imperios otoñales que el animé japonés (Hayao Miyazaki) han vuelto a poner en el centro de nuestros sueños y quimeras.

     El sexto libro es Las ciudades invisibles de Italo Calvino. Lo compré en Guadalajara. Estaba publicado por la mítica editorial Minotauro de España. En Calvino descubrí la mirada de asombro que sólo había descubierto en las literaturas grecolatina y oriental con idéntico vigor visionario. Como pocos, en este nuevo relato de las mil y una noches, ahora vuelto las mil y una posibles ciudades de la imaginación contemporánea, Calvino había tejido un tapiz de historias que sentía cercanas porque era, por entonces, hijo de dos ciudades, viajero entre opuestas realidades. Sólo comparable a las novelas anarcas de Ernest Junger y, del lado realista, a ese libro de cuentos maravillosos llamado El mar color de vino de Leonardo Sciascia. Vertiginoso.

     El séptimo libro es Contra la interpretación de Susan Sontag, la primera colección de ensayos de esta autora estadounidense. A Sontag la veo como parte de una trinidad que abrió las puertas al mundo de lo bizarro, lo estrambótico, lo novedoso de la cultura de masas. El ensayista como un ser crítico, lúcido, iluminando los intersticios de nuestra realidad, de nuestro arte y nuestra cultura. Y al decir trinidad la equiparo con la fotógrafa Diane Arbus y con la poeta Sylvia Plath: voyeuristas consumadas de ese siglo XX que aún no hemos dejado atrás del todo. Testigos de cargo de nuestras más sublimes monstruosidades y contradicciones.

     El octavo libro es Babel de Patti Smith, un poemario que me llevó a comprender el mundo en que vivo como una orbe construida con mil voces distintas, con mil culturas diferentes. Una realidad levantada como un proyecto comunitario de cara al porvenir. En la poesía punk de Patti hay no sólo el grito de protesta sino la lectura meditada de la tradición rebelde de occidente: Villón, Rimbaud, los beats, los surrealistas. Una poesía sin medias tintas. Una mujer tan libre como un niño jugando con todas las posibilidades de la libertad (sí, incluso esas que muchos llaman libertinaje). Poesía visionaria en un mundo feo, hostil y despiadado. Poesía de turbulencias eróticas y barcos ebrios.

     El penúltimo libro es No me preguntes cómo pasa el tiempo de José Emilio Pacheco, otro poemario que me hizo ver a la poesía como un ejercicio de lucidez, de sencillez, de apropiación juguetona de la cultura nacional. Pacheco, lo mismo que el Octavio Paz de Salamandra y Ladera este, me pusieron en ruta hacia una poesía que no le saca la vuelta a hablar de su tiempo y circunstancia, un verso que ahonda en lo cotidiano sin perder de vista las transfiguraciones de nuestro entorno, ya sea en una pareja de enamorados que entra a un café (en Paz) como en la valentía de aceptar que a nuestra patria no la amamos en su patriotismo oficialista sino en sus defectos, en sus fallas, en la amistad que nos cohesiona desde las pequeñas cosas que llamamos nuestras (en Pacheco). México no como algo sagrado sino como un ser vivo, en claroscuro permanente; una sombra que destella en el corazón de cada uno de nosotros.

     El libro final es Sueños de frontera de Paco Ignacio Taibo II, una novela policíaca cuya trama está ubicada en Mexicali. Como literatura policiaca, la lección de PIT II fue fundamental para mi literatura: me mostró que no hay mundos pequeños sino imaginación de corto alcance; que una aldea es igual de merecedora de una novela que una metrópoli. Y me puso en movimiento para hacer de mi ciudad fronteriza el escenario idóneo de mis cuentos y novelas. Que tu casa, tu calle, tu barrio y tu pueblo son el humus creativo básico de todo escritor, de todo narrador. Que aquí, en tu propia comunidad, apenas comienza a contarse el mundo entero, el mundo tuyo que es el mundo de los otros. Ese orbe a la vez vivido e imaginado. Esa realidad que, signo tras signo, entre todos la hacemos, la compartimos, la disfrutamos.

     Menciones honoríficas: El desierto de los tártaros de Dino Buzzati, Ciudades invisibles de Italo Calvino, La ciudad y las estrellas de Arthur C. Clarke, El largo adiós de Raymond Chandler y Todos sobre Zanzíbar de John Brunner. Ah, y un cuento extraordinario: Los que se van de Omelas de Ursula K. Le Guin. Todas estas obras son rutas abiertas a la imaginación, senderos donde la condición humana se nos presenta en sus límites más perturbadores y en nuestro anhelo de cruzarlos, de ir más allá. Literatura que aprecia lo extraño, lo remoto, lo inconcebible. Lo que aún no somos pero estamos por ser.

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