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Días para no salir de casa

Casi a la misma hora en que el tío Alberto moría de un infarto fulminante,  Natalia Villaquirán quedaba aprisionada entre el timón de su auto y la trompa de una van que transportaba a unos italianos que venían de conocer Monserrate. A ellos no les pasó nada grave; a Natalia, en cambio, luego de que varias personas ayudaran a remover las latas retorcidas de su Volkswagen, la sacaron inconsciente. Unas horas más tarde murió. Cuando eso pasó ya a nosotros nos habían entregado el cuerpo del tío. Papá hacía muchas llamadas por teléfono;  yo, caminando con mamá por entre largos pasillos, habitaciones y oficinas, no lograba hacerme a una idea clara sobre la forma de ayudar en algo. Nunca podré olvidarme de esa fecha; a veces pienso que con ellos también se fue para siempre ese día. Desapareció del calendario, con la misma facilidad con que ellos se esfumaron de este mundo. A mí, por lo menos, me resulta el día más improductivo del año. Desde que me despierto no hago otra cosa diferente a dar vueltas en la cama. Pienso en lo doloroso que fue todo; pero, principalmente, vuelven a mí, como si un gotero las dosificara con cierta malicia,  esa serie de coincidencias y sucesos extraños que se presentaron ese día. No salgo del apartamento. No leo. No hago zapping en el televisor. No escucho música. No me masturbo. Sólo recuerdo. Cientos de imágenes revolotean confusas dentro de mi cabeza. Me escurro entre las cobijas hasta empaparme de sudor. Vegeto. Así es un doce de septiembre para mí.

 A Natalia la cremaron; el tío Alberto, en cambio, aún estará descomponiéndose de a pocos dentro su ataúd madera de cerezo que el abuelo le compró. Lo que son las cosas, hay ciertas prácticas que la sociedad debería abolir de una vez por todas; por ejemplo, esa de meterlo a uno dentro de una caja hasta que no quede el menor rastro de piel, ni tejidos ni fibras musculares de ninguna índole, únicamente el esqueleto. Es increíble que, después de ser tantas cosas en la vida, uno termine siendo sólo un montón de huesos. Las cenizas de Natalia, por el contrario, están dentro de un cofrecito finamente revestido de terciopelo marrón, que su madre, la señora Marta, que tanto me quiso, dispuso colocar sobre una repisita en la habitación que ocupaba ella en vida. El cuarto donde yo la besaba y la tocaba cuando nos quedábamos solos. Donde pasaron tantas cosas. Su padre, el siempre imponente Miguel Villaquirán, quien siempre me tuvo entre ojos, había propuesto espolvorearlas en el nevado del Cocuy, a donde varias veces fue Natalia enfundada en su chaquetón  rojo, sus guantes y sus botas de alpinista, que le cubrían todo. Cómo se veía de linda. Pero doña Marta no quiso y don Miguel no consideró prudente tratar de imponer su voluntad; al menos no en esa ocasión en que cada uno, a su manera, se descosía por dentro. Todo esto lo supe por Beto, el hermano de Natalia, que pese a todo aún me habla; no como antes, pero al menos no se hace el de la vista gorda cuando me lo encuentro en la universidad o en medio de una rumba en Invitro y nos pedimos perico.

Así como la vida decidió, en una de sus tantas arbitrariedades, que Natalia y mi tío compartieran muchas cosas el día de su muerte, los recuerdos de ellos me asaltan aleatorios, mezclados, sin una lógica o patrón que pueda resultarme entendible; se explayan y se funden instintivos en la zona más brumosa dentro de mi cabeza, donde no tengo ni la más mínima posibilidad de hilar una cosa con la otra. De igual manera en que recuerdo cuando el tío me llevaba, siendo muy pequeño, al Parque el Salitre, aparece Natalia fatigosa y jadeante el día en que lo hicimos por primera vez. Así como recuerdo las muchas veces en que esperamos con mamá, sentados en una banca de hospital, el resultado de un cateterismo del tío, me llegan nítidos los gritos de Natalia la noche en que me emborraché en casa de sus primas, luego de haber jurado no hacerlo. En un momento aparece el tío, una navidad de tantas,  dando brincos para bajar un globo que ha ido a pegarse al techo de granito en la casa de los abuelos; pero, mientras la abuela le dice angustiada que  no lo haga, que por favor no se agite, su voz se desvanece y entonces ya no es ella sino Natalia susurrando por teléfono que me ama y me amará por siempre, haciendo planes, hablando de una posible vejez en Navarra, en el costado sur de los Pirineos Franceses. A veces me llega la voz del tío, que me mira fijamente mientras me pregunta si he seguido leyendo y escribiendo; me pide que le mande algo por correo electrónico, que me quiere leer, me dice. Entonces imagino que saco de mi mochila unas hojas arrugadas y comienzo a leerle el cuento Desasosiegos menores, que tanto me gusta. Pero cuando levanto mis ojos es Natalia la que escucha muy atenta y me sugiere cosas; no comiences así, ese inicio no me gusta, el resto está del putas, dice sonriendo. A veces siento que empiezo a desquiciarme, pues veo a Natalia y al tío en el mismo féretro. Él, inerte, rígido; ella, imperturbable, impasible,  pero algo me hace suponer que viva. Entonces siento que en cualquier momento se echará a reír. Y lo hace. Se ríe. Pero cuando cierro los ojos y los aprieto muy fuerte para no pensar en eso, veo que estamos en un centro comercial y que  no puede de la risa porque me eché el helado encima.

Supe de la muerte del tío en la madrugada. El teléfono sonó; entonces escuché cómo mamá se paraba de la cama y caminaba hasta el pasillo para contestar. Un año atrás, cuando Natalia me había terminado, de manera contundente y definitiva, yo había destrozado el teléfono inalámbrico que mamá siempre dejaba en la mesa de noche al lado de su cama. La voz de mamá soltó un aló algo impreciso, como si algo le hiciera suponer lo que vendría de ahí en adelante; después, se quedó en silencio. Pensé que había colgado, pero luego escuché que dejaba escapar, a intervalos regulares, unos ajás muy suavecitos; ya vamos para allá, dijo después, con una voz que aunque severa ponía en evidencia un derrumbe inminente. Entró de nuevo a la habitación y escuché que hablaba con papá; qué vaina Dios mío, decía él. No pensé que fuera algo relacionado con el tío; es decir, ya para entonces habíamos perdido el miedo a una muerte repentina suya. Durante algunos años ese temor fue una presencia constante, un ronroneo fastidioso en el oído; sin embargo, con el tiempo, luego de varias recaídas que él lograba superar, llegamos a pensar que el tío también se moriría de viejo. No recuerdo bien qué pude haber imaginado. Pero cuando intenté retomar la conversación de ellos, la puerta de mi habitación se abrió. El tío se nos fue, dijo mamá. Me paré y la abracé. Entonces ella, mientras yo le sobaba la espalda, empezó a llorar. En ese momento el tío apareció fugaz en mi cabeza. Luego su imagen se desvaneció. Me concentré entonces en mamá, en sus hombros que se sacudían por el llanto; pensaba en lo mucho que estaría sufriendo.

 Por la noche, en la funeraria, mientras velábamos al tío, me enteré de la muerte de Natalia. Lo supe cuando, en uno de los salones contiguos, vi muchas caras conocidas; amigos de ella que en algún momento habían sido míos. Empecé a mirar  alrededor y todo me desconcertó. Me quedé en un rincón, cerca de la entrada, revisando cada una de las caras; fue entonces cuando descubrí a Beto y doña Marta. Una suerte de vacío me habitó. Me quedé parado unos segundos y, cuando mi cuerpo, de manera totalmente inconsciente, quiso poner uno de sus pies adentro, sentí que alguien me cogió del brazo y me apretó muy fuerte; ni se te ocurra entrar, pedazo de marica, me dijo ese alguien. Era Ernesto, el novio de Natalia. Un tipo que me odiaba.

Natalia me había terminado porque se dio cuenta que me enredé con Lorena, una amiga suya. Ella ni siquiera me gustaba; pero, así son las cosas, la fulana tenía sus mañas y en una rumba a la que Natalia no quiso ir, porque estaba un poquito deprimida, se aprovechó de mí y me llevó a la cama. Yo estaba ebrio por completo y, a duras penas, me acuerdo de sus tetas que me cacheteaban al mismo ritmo con que ella subía y bajaba trepada sobre mí. Según ella, fui yo quien la sedujo, aprovechando que estaba trabada; así se lo dijo a Natalia, llorando, haciéndose la víctima, diciéndole que cómo se le ocurría pensar que ella, buena y sana, le haría una cosa de esas. Hay días en que es mejor quedarse en casa y no salir. Días en que la vida puede vulnerar todas nuestras posibilidades de defensa. Días en que el único refugio posible en todo el mundo es nuestra propia habitación. Ese era uno de ellos, pero nadie se toma el trabajo de advertirnos que afuera las cosas se pueden poner bastante feas y que lo mejor es olvidar que más allá de la puerta la vida continúa. Nunca supe quién se lo contó a Natalia. Siempre supuse que, de alguna forma, sus amigos me llevaban con la doble; claro, según ellos, Natalia había cambiado con todos desde que estaba conmigo. Por lo menos dos, Mosquera y el paisa,  siempre le tuvieron ganas. Ellos eran todos de un mismo parche, un parche de esos en que se conocen desde pequeñitos; yo, una especie de intruso, el tipo que jugaba de visitante y hacía los mejores goles. El que se había levantado a Natalia; a ella, la más mamacita de todas, la más sana, la que no tomaba, la que no le gustaba que metiéramos droga. Sin embargo, siempre parecíamos todos muy amigos. Nos abrazábamos. Nos entregábamos al pogo con mucho entusiasmo en Rock al Parque. Compartíamos porritos, como si fuéramos todos parceritos. Aún así, cuando todo sucedió, me cayeron como aves carroñeras sobre un perro que se pudre en la mitad de un lote baldío. A la historia de Lorena se añadieron otras más, bajo el efecto de la distorsión en la que cada uno aportaba su poquito. Entonces resultó que yo era un perro; claro, el día tal, en la fiesta de fulanito, cuando éste se ofreció a llevar a zutanita hasta la casa, ¡zaz!, se la comió. Ataban cabos, hablaban de llamadas que entraban a mi celular y en las que yo, supuestamente, me ponía nervioso. Noches en las que yo, quién sabe por qué, no había querido salir. Unos inventaban y otros se encargaban de ponerme al tanto de lo que llegaba a oídos de mi novia.

Natalia me terminó de manera contundente, con una convicción tan férrea que no permitía intuir la más mínima fisura. Pero sufrió; mucho hijueputa, me decían al comienzo sus amigos, con algo de risa. Después, como Natalia no daba muestras de recuperarse, el trato hacia mí se volvió bastante hostil. Y aunque en varias ocasiones traté de hablarle, de explicarle, de decirle que la amaba, de recordarle nuestros planes de vejez en Navarra, ella supo acorazarse con su orgullo y yo me sentí incapaz de cuartear su resistencia. Nunca pudimos hablar. Cuatro años de noviazgo se fueron al traste, como un castillo de arena al que le dan un manotazo. Así era ella. Eran rasgos del carácter que había heredado de su padre.

Meses después me enteré de que se había cuadrado con Ernesto. No sé por qué lo hizo; de hecho, varias veces, desnudos, cobijados con sólo una sábana, habíamos hablado de él. Aunque no había sido tan cercano al parche algunas veces había salido con nosotros. A Natalia le resultaba un personaje bastante peculiar. Un tipo que hablaba con una rapidez exasperante. Era como si cada palabra que saliera de su boca sintiera la necesidad imperiosa de huir despavorida. Un tipo paranoico. Algunas veces, cuando salíamos, terminaba a punto de agarrarse con alguien; me estaban mirando rayado, decía, me empujaron, me vieron la cara de marica. Varias veces nos burlamos de lo cómico que resultaba todo. Me dolió mucho que terminara precisamente con él; no sé, a veces pienso que, en un principio, ella trataba de cifrarme algún mensaje, de hacer algo que me hiriera. Pero luego, según me dijeron, se enamoró de él. Para ese entonces yo ya no pensaba tanto en ella; sin embargo, aún sentía que algo se me removía por dentro. Quizá fue que nunca hablamos de nuestra ruptura, que  no nos dimos ese espacio para poner punto final y acordar de una vez por todas que todo quedaría ahí. Cuando me lo contaron traté de buscarla pero el tipo se opuso; intenté explicarle que sólo quería hablar con ella, pero el tipo era de esas personas que no abren la más mínima posibilidad de mediar o de encontrar algún punto de conciliación, y en varias ocasiones trató de zanjar el asunto a los golpes. Nos cogimos rabia. Si llamaba por teléfono a la casa de ella siempre la negaban; doña Marta, sin perder la cortesía, era cortante conmigo. Varias veces fui a buscarla a la universidad. Pero él siempre estaba con ella. Si no la llevaba abrazada la tenía tomada de la mano con mucha firmeza. No era una sujeción natural; quiero decir que, me parecía, él sentía temor de que, en cualquier momento, ella se soltara, echara a correr y se perdiera para siempre de su vida. Entonces opté por alejarme. Natalia era feliz, y eso me bastaba.

Sin embargo, varias veces imaginé discusiones con ella. Mi mente, de alguna manera, como un mecanismo de liberación, reproducía miles de formas en las que yo le explicaba lo que  en realidad había ocurrido; y claro, recreaba también sus posibles reacciones. Cientos de argumentos iban y venían dentro de mi cabeza, colisionaban entre ellos, sacudían estructuras, reverberaban angustiosos. También tuve sueños en los que nos perdonábamos y prometíamos que nada así volvería a ocurrirnos. Esa fue la constante durante algunos meses.

Después supe que Ernesto había dejado atrás un pasado bastante turbulento; un padre en la cárcel y una madre alcohólica y prostituta. Un amigo de colegio lo había metido en un negocio de contenedores en los que traían todas esas baratijas que se venden en la calle; entonces él, poco a poco, se había hecho a un capital que le permitió irse a vivir solo, en un apartamento en chapinero. Un día conoció a Mosquera, pasando un guayabo en una tienda, y fue así como llegó al parche  Su nueva vida era, por así decirlo, como si de un momento a otro hubiese logrado sacar la cabeza de un lago fangoso y putrefacto, donde alguien, con bastante saña, lo había metido de narices. Contemplé la posibilidad de contarle a la familia de Natalia; sin embargo, pensé que no podía arrogarme ese derecho, era su vida, y yo ya no tenía cabida en ella.

Me zafé del tipo. Le dije que no me jodiera la vida. Me di la vuelta y caminé hacia el salón donde estábamos con mi familia. No podía creer que Natalia estuviera dentro de un cajón. Intenté en vano recuperar de mi memoria cómo era su expresión la última vez que la vi. Sentí cómo las palabras que nunca pude decirle empezaron a moverse y deslizarse vacilantes dentro de mi garganta. Me derrumbé en una silla y, al cabo de unos minutos, en los que no hice más que pensar en ella, llegó mamá y se sentó a mi lado; no sabes cómo te entiendo, me dijo, siempre fue tu tío favorito. Entonces levanté mi cabeza y observé la caja que contenía al tío. Unas primas, que venían de lejos, estaban rodeando el féretro. Comencé a llorar. Quizá esa pulsión de mi mente por hacer de mi tío y Natalia una mixtura incomprensible de imágenes, haya tenido en ese instante su primera aparición. Caminé hacia el ataúd madera de cerezo y traté, entre balbuceos, de agradecerle al tío tantos recuerdos que había fijado en mi cabeza. Ahora que lo recuerdo, creo que le dije que aún conservo en mi mesa de noche el álbum de Italia 90 que él llenó conmigo; también, le confesé que no recuerdo un miedo más aterrador que aquel que sentí cuando él, disfrazado de vaquero, desenfundó su revólver y me correteó por toda la casa, mientras yo soltaba alaridos. Le conté que fue él quien sembró en mí ese deseo enfermizo de escribir,  cuando me puso sobre sus rodillas y me leyó el primer cuento del libro de los hermanos Grimm. Pero la cara del tío parecía no comprender nada; en cambio, empezaba a deformarse  y configuraba ante mis ojos la última expresión de Natalia que no había podido recordar. Entonces empecé a hablarle a ella, entre susurros; le dije que me perdonara, que no alcanzaba a imaginarse cuánto la amé, que siempre la recordaría. También le imploré que, por favor, no se fuera con la última idea que tenía de mí. Comprendí que cualquier intento de explicar lo que tantas veces anhelé, no tendría ningún sentido. Le pedí que recordara nuestras tardes de cine. Que pensara en las tantas veces en que no paramos de reírnos. Que tratara de imaginar ese adormecer que sentía cuando mis manos recorrían su cuerpo; y los serios, los campeonatos de serios en los que yo siempre le ganaba aunque ella inflara las aletas de la nariz en forma tan graciosa. Le hablé de la tarde en que prácticamente tuvo que bajarme a rastras porque me derrotó el soroche en el nevado del Huila. Al final, le prometí que escribiría un cuento en su nombre.

Unos minutos después salí y me encontré en el pasillo con Lorena. Fue ella, la misma que nos hizo terminar, la que me contó todo. Me enteró del accidente. Natalia venía por la circunvalar y, a la altura de la calle cuarenta y dos, cerca del desvío hacia el parque nacional, la van de los italianos perdió el control y se dieron de frente. Natalia se dirigía a la Candelaria para entregar un libro a una persona que viajaba muy temprano para Chile; era uno de paisajes y grandes cumbres colombianas que ella quería hacerle llegar a un amigo chileno que vendría en diciembre, para subir a la cima del Cumbal. También me comentó de su última noche. Había estado conversando con sus padres en el comedor. Se la veía tranquila, sonriente. Se había puesto a acordarse de un paseo que habían hecho a la virgen de las lajas cuando ella estaba pequeñita; también, de una vez en que casi pierde el año en el colegio. Fue ahí, sentados en la mesa, cuando les contó del chileno. Después se acostó porque tenía que madrugar; pero, antes de irse a la cama, les había dado un beso muy extraño en la frente. Un beso reposado, detenido. Al otro día, doña Marta la sintió entrar en la cocina y al parecer comió algo rápido; unos momentos después, escuchó que abrió el garaje, prendió el carro y se marchó. Al cabo de una media hora el teléfono sonó; fue entonces cuando alguien, al otro lado de la línea, entre palabras agitadas les cambiaba la vida. Escuchar cómo Lorena me relataba las últimas horas de vida de Natalia me aturdía un poco; sin embargo, sentía una necesidad apremiante de escuchar, enterarme de detalles. Mis ojos se concentraban en el ágil movimiento de lo labios de Lorena. Era como si algo en mí me llevara a suponer que entre esas palabras que me refería estaría también contenido todo el año en que poco o nada supe de ella. Unos minutos después,  me despedí de ella y entré al salón para verla por última vez en mi vida. Doña Marta estaba al fondo del salón. Sus dedos atenazaban y suspendían con dificultad un pocillo de tinto. Tenía la mirada fija en el piso. Alguien le hablaba al oído, pero ella parecía no escuchar.

Creo que estuve casi un minuto parado en medio del salón. Pero, cuando intenté dar un par de pasos hacia el féretro, Ernesto se paró y me dio un empujón. Todos voltearon a mirar. No supe cómo reaccionar. El tipo me estaba negando la última oportunidad que me daba la vida para hablarle a ella y no a la distorsión que mi mente recreaba de mi tío Alberto. Entonces me armé de valor y lo encaré. Lo tomé de la solapa de la camisa y pretendí levantarlo. El tipo, a quien nunca había visto pelear, pues siempre fueron sólo escaramuzas, se abalanzó sobre mí y me arrojó al piso. Me pateó. Yo sólo sentía sus golpes que se propagaban acolchados dentro de mi cabeza. Escuchaba gritos. Mientras me cubría con mis manos alcancé a ver que unos tipos trataban de sujetarlo y de calmarlo. Pero Ernesto, enardecido, con la cara encendida, se liberaba con mucha facilidad y me seguía golpeando. Entre los brazos que pretendían sujetarlo y las caras que con desorden se agolpaban frente a nosotros, pude distinguir la de Natalia, que poco a poco terminó convertida en la del tío Alberto; en ese instante, una fuerza impetuosa, como la avalancha de un tsunami, empezó a emerger de mí sin que algo pudiera contenerla. Me puse de pie y me fui encima de Ernesto. Lancé patadas, puños y mordiscos; tuve que haber parecido una hiena defendiéndose a dentelladas de un guepardo. Pero hubo un instante en que, entre esa sucesión frenética de golpes, mientras comprobaba cómo mis brazos trazaban trayectorias confusas en el aire, para luego estrellarse contra la cara enrojecida de Ernesto, me pareció entender que no era a él a  quien golpeaba; claro, comprendí también que no era de mí de quien él se defendía.

 Este cuento forma parte del ebook Desasosiegos Menores, que puedes descargar desde la imagen.

tapa ebook Andres Mauricio Munoz

 

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