Existe una historia en la que siempre ha sido mi ciudad que es común. La del trepa que sube por un oscuro ascensor que comunica los barrios pobres con los barrios ricos, y que la literatura local ha pretendido narrar, como se observa en la obra fundacional del género: Últimas tardes con Teresa, o en el mejor Carvalho, el principal detective local en la ficción, creado por Manuel Vázquez Montalbán, que se adapta perfectamente al perfil del tipo que, desde unos orígenes humildes, en este caso de excomunista desencantado y exagente de la CIA, acaba investigando las corruptelas de los centros de poder de la ciudad. Historias como esas, de personajes que ascienden fulgentes para luego caer esquilmados de vuelta a su derrota, o de otros que nunca alcanzan el brillo del lujo, son modelos que siguen aún presentes en la literatura autóctona. En realidad, es una narrativa que describe un fenómeno muy común: el del deslumbramiento, la fascinación del pobre ante los escenarios del rico.
La del deslumbramiento era una experiencia que calcaba la historia de mi vida como si de un papel vegetal se tratara. Viví ese trago el día en que fui a dar clase a unos pijos por primera vez. Eran los vástagos de una farmacéutica de Esplugues. Estudiaban en Abad Oliba, uno de los colegios más exclusivos de la ciudad. La relación no fue muy satisfactoria. La propia con los pijos: una niña frívola a la que le costaba ponerse el casco de la moto, embutida en unos tejanos que claramente le habían tenido que acortar por la longitud de sus piernas, que no paraba de achicharrar mis neuronas con sus problemas sentimentales. Y un chaval guapo, con ese característico flequillo de los de su condición cayéndole sobre los ojos, y una comisura de la boca que parecía estar masticando un chicle infinito, que iba de simpático, aunque estuviera hasta arriba de inseguridades. “¿Y esto de la cultura para qué sirve?”, me preguntó en nuestro primer encuentro. Y después, “Me parece algo inútil”.
Aquel día ya no trabajaba pegando carteles por las tiendas. Ni hacía piezas para unos amigos de mi padre. Faltaba mucho para el verano, para trabajar de camarero o de mozo de almacén. Y en casa no me ayudaban más que con la matrícula de la universidad, así que no lo había dudado. No podía renunciar a aquel dinero.
Los dos hermanos me esperaban en el piso de la abuela, en un lujoso edificio de la Avenida Pedralbes, frente a la Facultad de Derecho. Era mi primer contacto con aquel mundo. No fue nada de lo que esperaba, más allá de la ropa de marca de mis alumnos. Sin embargo, ese día, cuando accedí hasta el hall del edificio quedé cegado por el brillo de los mármoles, por el destello de los espejos, por aquel probable confort de los sofás, por el particular fulgor de los cuadros que colgaban de las paredes de aquel vestíbulo, la cornucopia dorada y el bodegón repleto de naranjas, cuadros sin firma, o con una firma desconocida, como los que cuelgan de las paredes de las casas de los pobres que imitan a los ricos en sus lujos, sin llegar a adivinar el peso simbólico y económico de aquellos trazos, pero que en aquel decorado me impresionaron.
Algo debió notar el portero de la finca, porque desde su puesto de mando en el mostrador me espetó “¿Dónde crees que vas?” Por suerte, se apiadó de mí cuando balbuceé lo de las clases. Había superado la primera prueba. Mi estrategia, la de calzarme los zapatos más sosos y vestir los pantalones más aburridos de mi corto vestuario, había surtido efecto. Y me dejó subir por el ascensor de los vecinos, y no por otro del que descubrí su existencia aquel día: el del servicio, ese otro mundo paralelo y oculto de criadas filipinas y jardineros latinoamericanos que había empezado a atisbar en el autobús, cuando comenzaron a constituir el grueso del pasaje conforme nos íbamos acercando al destino.
Un ascensor similar al de aquellos subalternos debió tomar aquel muchacho al que di clases por un curso, pero en sentido inverso, porque años más tarde lo encontré en una fiesta, en el Ateneo Libertario de Nou Barris, mis dominios. Había cambiado su flequillo por unas rastas, también impecables. Y su atuendo era el de un perroflauta tuneado. Pero seguía masticando un chicle infinito. “Me flipa la cultura”, me dijo. Y después, “Formo parte del colectivo de Kultura de una casa okupa de la Bonanova”, que me sonó así, como escribo, con k. Me lo comentó de corrido, impidiendo cualquier tipo de respuesta. Seguía luciendo la misma expresión de seguridad en la cara.