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departure

A la vuelta existían un par de homúnculos callejeros, de esos que se parecen al olvido y se parapetan detrás de la indiferencia y el diario de anteayer. Se les podía oír lanzando improperios, amparados en una tos de noche repetitiva y soñadora de billete encontrado o sustraído o asesinado.

Llegaban a eso de las once, arrastrando el cuerpo detrás de sus carritos destartalados, llenos de bártulos y sábanas asmáticas; los alineaban en perfecto círculo en torno a los tanques llameantes y sacaban las petacas al unísono, provocando un ruido de cañón catarroso que daba la hora.

Yo me asomaba por la claraboya del baño de mujeres y observaba en picada los restos vivientes de la ciudad senil: sus boinas de pana amelcochada, sus calvas opacas, sus carnes desvencijadas y rotas; y trataba de imaginar dos o tres buenas palabras que decirles, pero solo lograba escucharme y sacar un gesto de pobre humillación de gente bien que se arrepiente de sus culpas: una lágrima kitsch intentaba abochornarme la mejilla y yo salía en estampida

hacia la sala de terapia intermedia donde agonizaba mi madre, entre vómitos de unas fiebres de pantano, maldiciendo con los más rebuscados y soeces epítetos que jamás le había oído proclamar.

Los pasillos del pabellón de los desahuciados eran de un blanco nebuloso, cuajados de ideas de muerte y una suciedad ancestral que se remontaba a su antiguo designio de cárcel de disidentes de la seudo república. Por él deambulábamos algunos vivos, y un batallón de espectros infectos de vida: antiguos amores u odios los movían, y, aunque solo eran perceptibles en los albores de la mañana, sus quejidos y la influencia de sus destinos rondaban como bardos de mala suerte, congestionaban las cabezas de los enfermos y nos hacían huir, a los acompañantes, hacia cualquier balcón o a las salas de estar, que eran las áreas de contención entre el exterior y el hospital en sí. Salíamos como perros tristes en busca de aire o de algo en sí que nos recordara que no éramos nosotros los que nos estábamos muriendo. Algunos se fumaban tres o cuatro pacas de cigarrillos en carretilla: encendiendo uno con la colilla del otro; otros empezaban un diálogo de palabras sordas sin mirarse los suficiente a los ojos; yo, vigilaba un cuarto de hora, hasta saber vacío el retrete de señoras, y me asomaba a una ventanucha redonda a observar la ciudad perdida.

Ya esa enésima noche, mientras un ámpula de Diazepan daba una tregua a la guerra contra toda clase de demonios y conjuros de la adolescencia, que obstinadamente peleaba mi madre desde su  imaginación nonagenaria, había escuchado la detonación seca en el callejón que daba al fondo del hospital, justo detrás de la cerca que delimitaba la salida oscura por donde sacaban los cadáveres de los desconocidos hacia los laboratorios universitarios. Se gritaba sobre beisball y sobre la diferencia entre el color de la sangre en las venas y en las arterias; y pude, entre la sombra de la noche amarga de aquellas gentes, identificar algunos sonidos recurrentes de los delirios de mi vieja, no en sus contenidos, que eran más pragmáticos en sí, sino en el estridente chirrido de la muerte en las voces de los vagabundos, en sus mensajes impersonales, descuidados y vacíos. Y pude vislumbrar que los espectros habían confabulado mis escapatorias retretales en un engendro lastimoso, y que todo aquel despropósito tenía como destino el enseñarme que la muerte era multifacética y voraz, y que podía estar viva. Todo aquel mundo retorcido y aparentemente irreal, solo había sido una premonición de la decadencia definitiva de los gritos calientes de mi madre y sus legiones de arcángeles malhablados; y la imagen de la miseria alegórica de aquellos seres me dejó clavado en el antepecho redondo. Y pude dejarla partir sin remordimientos, observando la cúpula de la Habana estrellada, allá a lo lejos, donde quizás en esos momentos deambulaba mi vieja, vestida de percal blanquísimo y una margarita huérfana en la solapa.

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