De las fábricas para fundir metal (a dkl)

     Los postes de la autopista se elevaban uno tras otro como coristas en línea. O como una cadena de ventanas al brincar, de cabeza y en caída libre. O como el celuloide que se suelta del proyector al acabarse, golpeando el resplandor eléctrico, la pantalla en blanco, la audiencia atrapada en el teatro antes del fuego. De allí, los recuerdos; como las películas viejas que encierran a la gente en viñetas sin audio, habitaciones que parecen quemadas en los bordes del filme. Esas donde los desaparecidos aparecen jóvenes, y recorren salones tropezándose entre ellos, y se agrupan sosteniendo sus licores, y habitan esos espacios sonriendo, con los ojos achinados porque el bombillo que hierve sobre la cámara les encandila. En esto pensaba al ver los postes que bailaban desde la vitrina del auto; en quienes desaparecen en fulgores, instantáneamente y a toda velocidad.

    La limosina es larga. En su interior se ve que no tiene final. Colocaría una lámpara aquí adentro, de esas que van sobre una mesa de noche. También unas cortinas rojas para tapar las ventanas. Y la caja azulina, con los bucles de cabello en su interior. La caja la pondría junto a la lámpara.

     Sobre estos asientos pondría a quienes amé. Desnudos, inmóviles; así como cuando nos buscaban en los semáforos y nos quedábamos dormidos en el asiento trasero. Así, pero los acostaría sin ropa. Solo la piel reposando inerte sobre el cuero color vino, profundos entre los cojines, unos en otros hacia la punta de este extraño fuselaje limosínico.

     Antes de entrar a la limosina; cuando bajaba las escaleras, pensé en cómo el hombre que vestía muy bien había muerto. Cuando lo encontré, sus brazos colgaban, sus gafas de sol apuntaban al cemento, y sus piernas afiladas indicaban la dirección hacia su escritorio, allí en donde escribía sobre resurrecciones mal hechas. Era como un mapa secreto para desenterrar los pasadizos escondidos en ese lugar. Su habitación era una fotografía que se detuvo en medio del revelado.

     Sus bolsillos llenos de clavos, esos clavos que sacaba de las paredes al descolgar los marcos. Eso fue lo primero que le vimos hacer cuando empezó a volverse loco. Descolgaba los marcos, los ponía boca abajo y guardaba los clavos en sus bolsillos. Al salir del edificio, de donde muchos habían brincado, caminé al semáforo. Las páginas sueltas de un diario recorrían la calle. Se elevaban, caían al pavimento, y se elevaban de nuevo, cada vez más, hasta perderse entre los faroles que delimitaban la calle abandonada.

     Saliendo de la autopista, los lugares seguían encendidos, pero nadie estaba afuera. Nadie estaba adentro tampoco. Nadie. Como si todo lo que tuvo vida ayer, hoy amanecía como un eco que se descomponía entre las luces de las gasolineras y los dinners.

     El chofer cargaba esta manía de silbar cuando viraba. La cadena de la lámpara penduleaba. Me asomé entre las cortinas de la vitrina una vez más.

     Ya pronto llegaríamos.

     Autos detenidos con las puertas abiertas. Muros que no se terminaron, fábricas para fundir metal, hechas de acero y ladrillos. Pasamos a través de un vapor moribundo que brotaba desde sus torres. Todo el lugar vacío de gente. Más Nadie. Más Nada.

     Cruzando entre dos caminos nos recibió el cementerio. No pude evitar pensar en cómo este lugar, estos lugares, esconden una formidable colección de máquinas de hueso y cenizas; máquinas sin baterías.

     Luego de las rejas, detrás de los árboles, las nubes, violeta y mandarina. Nos detuvimos alrededor de una plaza de mausoleos que también estaban abiertos.

     Apagué la lámpara, cerré las cortinas y salí de la limosina. Se hizo una hilera de puertas abiertas, delante y detrás, pero sin nadie. Nadie bajó de los otros autos que nos acompañaban.

     Hacía atrás, las lápidas se formaban en fila, como aquellos postes de luz. Pero éstas reposaban sin movimiento. Las personas debajo de ellas viven entre los encuadres de una película gastada, un auditorio vacío, las cenizas en el aire; o atrapados entre las páginas de un libro; guardando un secreto. Como escaleras cerradas que se esconden detrás de un ático. Como las valijas metidas en el armario, guardando las prendas de un escritor que parece dormido, aún soñando; pero que ya no respira.

     Atravesando los mausoleos; el campo, creciente. Los bolsillos llenos de clavos. Los clavos de todos estos ataúdes.

     Ahora me sumergen en colores que antes eran invisibles, o colores que no existían. ¿Es esto lo que se vive cuando todo está por apagarse?

     Entonces me pregunto cómo sería si fueran los muertos quienes visitan a los vivos, en estos cementerios que los otros llaman ‘vida’.

 

 

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