Después de la matanza de Dallas, Obama dijo que el país no está tan dividido como parece, pero los hechos demuestran lo contrario: Estados Unidos es una nación que cada día tiene divisiones económicas, sociales y raciales más profundas.
El presidente Obama dijo en Dallas, al rendir tributo a los cinco policías blancos asesinados por un francotirador negro, que “no estamos tan divididos como parece”.
El mandatario pudo haber dicho esa frase en un intento por calmar los ánimos, aliviar la tristeza y contribuir a la unidad de un país que a lo largo de su historia ha estado desgarrado por profundas divisiones económicas, sociales y raciales.
Pero la realidad es que la nación mantiene muros que separan a las razas, muros que existen desde que la victoria del Norte en la Guerra Civil impuso la emancipación de los esclavos. Medio país estaba en contra de liberar a los africanos y descendientes de africanos sobre cuyos hombros se creó la prosperidad nacional, cuyo trabajo forzado produjo la riqueza de muchas familias. Una riqueza transmitida de generación en generación hasta nuestros días, como una afirmación de la famosa frase de Honoré de Balzac: “Detrás de toda gran fortuna hay un crimen”. Los esclavistas consideraban inferiores a los esclavos para poder mantenerlos en la servidumbre; de lo contrario, el cargo de conciencia habría sido insoportable. Ese es el germen del racismo cotidiano que plaga a los Estados Unidos.
Asediado por la policía de Dallas, después de haber matado a cinco agentes y haber herido a varios más, Micah Johnson, veterano de la guerra de Afganistán, desafió a los uniformados que lo cercaban al afirmar que con su acción estaba vengando a los afroamericanos muertos por la policía.
Solo unos días antes, la policía de Baton Rouge, la capital de Luisiana, había matado a tiros a Alton Sterling, un hombre de la raza negra de 37 años que vendía CDs en la calle. Sterling estaba desarmado. Al día siguiente, un policía de Minnesota mató a Philando Castile, también afroamericano, tras detenerlo porque su auto tenía una luz trasera rota. El policía disparó contra Castile cuando este, después de decirle que tenía una pistola y licencia para portar armas, trató de sacar su cartera para darle la licencia de conducir al agente. La novia de Castile, que estaba en el vehículo con la hija de ambos de cuatro años de edad, filmó la agonía del hombre y la transmitió en vivo en Facebook Live.
El propio gobernador de Minnesota, Mark Dayton, dijo que probablemente Castile no habría sido baleado de haber sido blanco.
Las muertes de estos dos hombres se unen a una larga lista de personas de minorías muertas a balazos por la policía en distintas partes de los Estados Unidos. Muchas de esas muertes no se han aclarado. Micah Johnson, el francotirador de Dallas, se impuso la misión de vengar esos crímenes cometidos por uniformados que se supone que tienen la tarea de “servir y proteger” a todos nosotros, independientemente de nuestra raza, del color de nuestra piel, de nuestra procedencia étnica, del idioma que hablamos, de nuestra posición social y de nuestro nivel económico. Lamentablemente, la observación de la realidad nos indica que no siempre es así, que muchas veces unos son más servidos y protegidos que otros.
La acción de Micah Johnson, por supuesto, fue un crimen. Si se quiere considerar una venganza, fue una venganza cruel y además chapucera, porque Johnson no podía saber a ciencia cierta si los policías contra los que disparaba eran racistas. El jefe de la policía de Dallas, David O. Brown, por cierto, es negro, aunque ese hecho no implica que en el cuerpo policial no haya prejuicios raciales.
Pero lo cierto es que en la sociedad subsiste la plaga del racismo, y las instituciones del orden no son inmunes al contagio. La justicia tampoco. Si no, ¿cómo se explica entonces que el policía que mató a Tamir Rice, un niño negro de doce años, en un parque de Cleveland en noviembre de 2014, haya salido absuelto, limpio de toda culpa? Rice jugaba en el parque con una pistola de juguete que parecía real. Los policías llegaron en un vehículo patrullero y abrieron fuego no bien se bajaron del auto, sin preguntar, sin ordenarle al niño que soltara el juguete. ¿Y por qué el policía que mató al joven negro Michael Brown, que estaba desarmado, en Ferguson, Missouri, en agosto de 2014, también quedó libre?
Fue precisamente la muerte de Brown en Ferguson la que causó que la comunidad afroamericana –y muchas personas de piel blanca que no comulgan con las ideas racistas– dijeran basta e iniciaran el movimiento Black Lives Matter (Las vidas de los negros importan). Esa es la convicción que es preciso inculcar en los departamentos de policía y en los tribunales del país, que no se puede matar ni maltratar a nadie porque tenga otro color de piel. De lo contrario, la llama del descontento contra la injusticia seguirá ardiendo, y otro penoso incidente como el de Dallas se podría repetir.
La sociedad norteamericana necesita un profundo examen de conciencia, y a las palabras de consuelo en los servicios religiosos por los caídos hay que sumar la decisión del gobierno y de la gente decente de poner fin al racismo. Que los racistas sepan que su inhumanidad y su odio malsano no se van a tolerar, que las vidas de todas las personas importan.