Santa mala onda. Con la reciente muerte del actor Adam West, el eterno Batman de la famosa serie estadounidense del mismo nombre de los años 60, se fue otro pedacito de mi niñez y de la de millones de personas en todo mundo.
El año pasado fue uno devastador en muchos frentes, sobre todo en el ámbito de la cultura y la música populares. Este año va por el mismo camino, simplemente porque la vida es así. Termina. Pero esa obviedad no deja de sacudir a uno, por más consciente que estemos sobre la realidad del fin o por más saturado que nos sintamos ante el aluvión diario de noticias devastadoras y desalentadoras.
Mi reacción ante el fallecimiento de West a los 88 años tras una breve lucha contra la leucemia, fue como la de tantas otras personas que se volcaron a las redes sociales para comentar al respecto. La noticia provocó una curiosa pero ya típica combinación de tristeza y nostalgia, lo mismo entre colegas y admiradores de West en Hollywood, que entre los que disfrutaron desde sus casas del trabajo del actor en este colorido programa que hacía del absurdo un arte en la pantalla chica.
Locura sicodélica
Estrenada por la cadena de TV ABC en 1966, y con sólo tres temporadas al aire, Batman reflejó la locura sicodélica de la época, y luego la trascendió para encumbrase como verdadero y duradero fenómeno cultural. West, quien tras la cancelación del programa irónicamente tuvo dificultades para conseguir trabajo, dado que había sido encasillado como el Bati-actor, llegaría a convertirse en ícono de la cultura pop.
El irresistible anzuelo de los episodios de 30 minutos en realidad siempre fue los villanos, encarnados por una constelación de estrellas del viejo Hollywood en una estrategia que nunca ha sido igualada desde entonces con tal éxito.
Entre los muchos roles memorables: Una artista negra, Eartha Kitt, encarnó con gran sensualidad a la Gatúbela, o Catwoman, luego de que lo hiciera Julie Newmar; un latino, el actor de origen cubano César Romero, dio vida al Guazón (The Joker), en una actuación maníacamente deliciosa; un europeo, el legendario director de cine Otto Preminger, en otra selección actoral tan demente como brillante, fue el Señor Frío (Mr. Freeze); y una de las sirenas de Hollywood, Joan Collins, se prestó para hacer de eso mismo, la sirena Lorelei.
Pero dentro de este vertiginoso entra y sale de celebridades haciendo de malos, los anclas fueron West y su contraparte Burt Ward como Robin, tan serios dentro de lo irrisorio que todo parecía realismo mágico. Cuando vi la serie por primera vez, doblada al español, me impresionó tanto como debió haber impresionado al público televidente americano que vio en su estreno una ruptura con la televisión conservadora en blanco y negro que imperaba hasta ese momento.
El tema musical de la serie – Na na na na na na na na na na na na na na na na… BATMAN! – que se le metía a uno en la cabeza desde el primer momento que se escuchaba; los títulos de apertura en los que Batman y Robin corrían como dibujos animados; y las exclamaciones onomatopéyicas superpuestas sobre escena cuando los héroes y los maleantes peleaban – Pow! Boom! Crash! Zap! – fueron revolucionarios, e imitados, luego ridiculizados, y finalmente, valorizados.
Batman, aunque no lo parezca hoy, fue una apuesta riesgosa en su momento que rindió fruto, y que sembró pánico en series de canales competidores. Así, otro programa que calaría con el público de igual manera por décadas, Perdidos en el espacio (Lost in Space), de la cadena CBS, tras su primera temporada en 1965 cambió el tono de serio a cómico y de blanco y negro a color para mantenerse a la par con el héroe enmascarado de Ciudad Gótica. La decisión, a corto plazo, beneficiaría las aventuras de la familia Robinson en el espacio, pero a la larga, ocasionaría el deceso abrupto del programa, al igual que con Batman.
Después de un rato, la novedad dejaba de serlo y el televidente cambiaba de canal.
De la Bati-cueva al espacio
En una de esas extrañas vueltas de la vida, hace 25 años pude entrevistar para el diario The Miami Herald a uno de los actores estrella de Perdidos en el espacio, Jonathan Harris, quien interpretaba magistralmente al villano del show, el Dr. Smith.
Nuestra charla fue con motivo del 25 aniversario de la serie, y me di cita con Harris en un restaurante de la ciudad de Boston, adonde el actor había acudido a una convención de fans de ciencia ficción. Al igual que West después de sus momentos de gloria, Harris encontró una segunda carrera asistiendo a convenciones para fanáticos a lo largo del país.
Fue enternecedor ver el respeto y el cariño que todo el mundo en el restaurante le mostraba a Harris, un caballero como pocos. Después mantuvimos durante años una amistad por correspondencia, en tiempos previos al Internet, que nunca dejó de hacer sonreír mi corazón ante su bondad y amabilidad. Sentí su muerte como si hubiera perdido a un amigo cercano.
Y ahora, con la partida de West, así como con la de Roger Moore, uno de los James Bond o el Agente 007, fallecido hace poco también, si bien nunca tuve la oportunidad de entrevistarlos, me sucede algo similar.
Actores que me asombraron como niño con sus aventuras en pantalla, y que en el caso de West me hicieron reír, que transformaron la fantasía de los cómics en una cuasi-realidad, y que me mostraron con guiños que el bien siempre triunfaba sobre el mal, se han ido. Y la realidad vuelve a ser la de un mundo cada vez más feo, incierto, violento, cruel, vulgar y menos colorido.
Van desapareciendo quienes de alguna manera hicieron mejor nuestra infancia, niñez, o juventud, ya fuera por el mismo Bati-canal, a la misma Bati-hora, o por algún otro medio. Quedan los recuerdos, y el recordatorio de nuestro propio paso inminente por el tiempo.
En esta época en la que desesperadamente hacen falta héroes de verdad, duele incluso cuando se van los que son ficticios. Hoy más que nunca, necesitamos de alguien así, pero parece que no lo hay. Es como si los villanos tuvieran todas las de ganar, sin que nadie los detenga. Y esa es una santa tragedia.