Al hilo de los conflictos raciales que están sacudiendo, una vez más, los Estados Unidos (cuando esto escribo una nueva víctima negra refuerza las protestas en todo el país por la brutalidad policial en esa democracia con tantos puntos oscuros y no menos contradicciones) bueno sería acordarse de uno de los escritores más malditos que dio la literatura negra (lo de negra es en todas sus acepciones) de ese país convulso que en realidad son muchos.
Hablo de Chester Himes, claro, que vino a la luz en julio de 1909 en Jefferson City, Missouri, en el seno de una familia de clase media. El muchacho era una bala perdida que fue expulsado de la universidad de Columbus en 1926 por un robo. Su inclinación por los ambientes sórdidos del delito y el juego le llevó dos años más tarde a cometer un robo a mano armada por el que fue detenido y condenado a 20 años de cárcel. Sorprende la dureza de la condena; el color de su piel tuvo que ver en ello. Seguramente al asesino, o a los asesinos de George Floyd, no les pondrán tantos años encima: el sistema judicial americano deja mucho que desear. Excepcionalmente la literatura lo redimió en su encierro. En esos años de privación de libertad, el joven Chester Himes empezó a escribir y a publicar relatos.
Cuando sale de la cárcel en 1935 (cumplió la mitad de su condena) publica la novela Si grita, déjalo ir, que le permitió vivir de la literatura (sí, también pasan esas cosas buenas en Estados Unidos, que los escritores pueden vivir de su pluma). Como otros muchos escritores y artistas norteamericanos, y en su caso harto del racismo de su país, levanta el vuelo y se instala en Francia, y es en París en donde nace el Chester Himes autor de género negro que empieza a escribir una serie de novelas duras, directas, dotadas de humor (negro) y protagonizadas por dos insólitos personajes, los detectives de Harlem llamados Ataúd Ed Johnson y Sepulturero Jones cuyos apodos describen sus métodos expeditivos. De esa época, en la que Chester Himes goza de una bien ganada celebridad, son las novelas Por amor a Imabelle, Todos muertos, El gran sueño de oro, Empieza el calor, Un ciego con pistola o Algodón en Harlem, entre otras, muchas de las cuales se vertieron al cine en una época en la que se llevaba el blaxploitation, cine con negros y fundamentalmente para negros que surgió en la década de los setenta.
La cárcel para Chester Himes no fue una academia de delincuencia, como desgraciadamente es en el 90 por ciento de los casos, sino la puerta hacia la literatura que lo convirtió en un ser digno. Seguramente sus novelas interpretadas por esos peculiares detectives de Harlem se nutrieron de las fechorías que le contaban sus colegas de encierro. Debió ser rica en anécdotas su experiencia carcelaria. De él dijo Manuel Vázquez Montalbán que era “un exiliado voluntario de la cultura norteamericana que se dedicó a escribir una novela policiaca desde París, planteándose a distancia el espacio físico de Harlem y el tema de la negritud urbana americana.”
Yo descubrí sus novelas gracias a la colección Etiqueta Negra que capitaneaba Paco Ignacio Taibo II en la editorial gijonesa Júcar de Silverio Cañada. Allí, junto a otros autores norteamericanos (James Ellroy, por cierto, cuando nadie hablaba del pitbull de la novela negra), y me fascinó su estilo directo. Luego Akal recopiló en una colección espléndida sus obras.
El vagabundo literario que fue Himes, recaló en España (Sitges, Marbella, Mallorca…) y se afincó finalmente en la costa de Levante, en Moraira, en busca del sol. Allí se compró una villa en donde residió junto a su esposa británica Lesley y su gato de angora Griot, y se paseaba a bordo de un jaguar descapotable. Como consecuencia de una operación en Londres, el escritor quedó impedido y pasó sus últimos nueve años de su vida en una silla de ruedas. Allí está enterrado este escritor de raza negra, vida negra y género negro. “Nunca he encajado en ninguna parte” dejó dicho para la posteridad.