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Carlos Olvera y la ciencia ficción mexicana

En nuestra patria, desde que México era la Nueva España, la literatura reclama el viaje visionario que rompe los tabúes del momento, las restricciones de la época, y ante la falta de estímulos intelectuales apuesta por la ciencia y la razón frente a la superstición y las ideas clericales absolutistas, jerárquicas, divinas. En el México del siglo XVIII, a un paso de la explosión de independencia, estas nuevas realidades chocan con el sistema colonial establecido, con el orden político y religioso que se atiene a las figuras de autoridad y que recurre a la represión total ante la crítica, la duda y el escepticismo.  Así, los mexicanos que ponen su sable o su machete al servicio de la independencia nacional en realidad están llevando a cabo la puesta en práctica de la utopía de la libertad de pensamiento y del justo gobierno.  Por eso es por lo que la ciencia ficción mexicana es hija de la utopía de Tomás Moro y de las ideas de la ilustración de la Enciclopedia francesa.  Y tiene como pioneros a un fraile procesado por el santo oficio, Manuel Antonio de Rivas, a quien se considera el autor pionero de este género en nuestro país con sus «Sizigias y cuadraturas lunares» (1773), que nos revela un peculiar viaje a la luna, lo que le acarreó la ira de la santa inquisición, y a un periodista censurado, José Joaquín Fernández de Lizardi, que promovió la independencia nacional desde el humor utópico.

      Para el siglo XIX, la fe en el progreso, leve flama en un mar de supersticiones se halla cuestionada en varios frentes.  En lo político, el México independiente es un caos, una guerra civil inacabable, una serie de desastres financieros e invasiones extranjeras que le bajan a los nacionales de aquellos tiempos sus aires de grandeza.  En lo literario, el romanticismo imperante es un retorno a lo fantástico sobre lo racional, a las emociones sobre los conceptos materialistas de la ciencia.  De ahí que la ciencia ficción de entonces conciba el futuro más como una enfermedad del alma, como una locura capaz de vislumbrar lo que hay más allá de nuestros sentidos, en vez de imaginar, con bases firmes, las posibilidades reales del viaje espacial o la vida que nos aguarda en los años venideros.

      De todas formas, ya sea Pedro Castera o Amado Nervo, entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX, en esa república restaurada que pronto asumirá aires de dictadura militar con el general Porfirio Díaz, la ciencia ficción mexicana hace esporádicas apariciones en la escena literaria nacional, sin que su escasez sea motivo para desdeñarla, pues obras de distinta factura, entre relatos, cuentos, ensoñaciones y poemas, dejan una huella perdurable en temas como la exploración del universo y los misterios a descubrir en el espacio exterior, la sociedad que viene con todos sus avances tecnológicos o científicos y la irrupción de movimientos sociales reivindicando los derechos de las minorías oprimidas.

      Y ciertamente, el siglo XX mexicano comenzó con la muerte a la vuelta de la esquina, con el camarada Mauser escupiendo el futuro. El propio Amado Nervo, seguido de Francisco L. Urquizo, Martín Luis Guzmán, Eduardo Urzáiz, el Dr. Atl y Guillermo Zárraga pasaron por esa ordalía y nos entregaron obras donde la violencia era un elemento esencial del porvenir y compartieron, desde las invenciones de la ciencia, sus especulaciones filosóficas, sus deseos de igualdad y cordura. De la psicología a la manera romántica del siglo XIX con sus inventores tratando de suplantar a Dios, se pasará, en la primera mitad del siglo XX, a la razón en busca de soluciones a los problemas sociales inmediatos, al realismo de la ciencia que cree en el milagro modernizador. He aquí, entonces, los autores pioneros de un género que apenas iba adquiriendo un nombre, un contorno estilístico, una definición de cara a los avances de la ciencia y la tecnología en un país que buscaba desarrollarse como parte del mundo contemporáneo.

      Las ideas de cambio y progreso dan paso a visiones más extremas y radicales durante el transcurso del siglo XX. De ahí que el movimiento revolucionario en su etapa armada (1910-1920) sirve de plataforma vivencial para que una ciencia ficción menos etérea y más consciente de las implicaciones políticas de una era donde los nuevos totalitarismos y la siempre en crisis democracia sirvan de caldo de cultivo para repensar el futuro y, por eso mismo, la literatura de ciencia ficción sirve para cuestionar la realidad imperante o para simplemente escapar de ella. Para apostar por lo revolucionario sobre lo tradicional.

      Ya en novelas como Eugenia. Esbozo novelesco de costumbres futuras (1919) de Eduardo Urzáiz Rodríguez, El tío Juan (1934) de Francisco L. Urquizo, El réferi cuenta nueve (1943) y Palamás, Echevete y yo (1945) de Diego Cañedo (seudónimo de Guillermo Zárraga) y Yo he estado en Marte (1958), podemos constatar que temas de sociedades utópicas, viajes por el tiempo, experimentos científicos, historias alternativas de nuestro país conforman una literatura que comienza a desplegar sus alas y que, en ocasiones, incluso son obras que críticos de la talla de Alfonso Reyes reseñan y aplauden por lo que de ella se puede aprender sobre la condición humana y sobre la sociedad en que se vive. Un mundo que pasa de la conmoción revolucionaria a la utopía agrarista, del México con aires rurales a la ciudad cosmopolita, de las tradiciones inamovibles a la multitud anónima.

      En esos cambios y transformaciones, la ciencia ficción funciona perfectamente como un catalizador de las angustias de una sociedad que evoluciona a marchas forzadas, que se adapta mal que bien a un nuevo mundo feliz donde el futuro se aparece en todas partes: en la publicidad de nuevos productos como la televisión, las naves espaciales o los robots, en la propaganda con los proyectos monumentales del régimen de la revolución mexicana y, sobre todo, como paisaje cotidiano en revistas, cómics, series de televisión y películas que dan por un hecho que el progreso es indetenible, que el cambio es lo habitual, que México es la modernidad que avanza hacia un porvenir promisorio.

      Para comprender estas décadas finales del siglo XX es necesario recordar cómo surgió la ciencia ficción en nuestro país y cuáles fueron sus temas y propuestas desde la época colonial tardía hasta el año olímpico de 1968, en el que el gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz esperaba como el año en que México sería el mejor ejemplo de un país progresista, dinámico, moderno. Y, en cierta forma, este concepto de un mañana prometedor, de una nación que le esperaba el mejor de los escenarios sociales a futuro, ayudó a propulsar la ciencia ficción dentro de un doble esquema cultural: el de que la ciencia ficción era, a la vez, una obra popular, unida a los cambios de la década de los años sesenta en liberación de costumbres, en apuesta por los jóvenes, en horizonte de especulaciones y placeres en la música, el cine, la televisión y el cómic.

      Y, por otro lado, la ciencia ficción, con su parafernalia de ideas prodigiosas sobre contactos con seres extraterrestres, viajes iniciáticos bajo el influjo del ácido lisérgico, transformaciones corporales, cuestionamientos a la autoridad, devino parte de la escena vanguardista vía dos creadores sudamericanos afincados en México: el director teatral y cinematográfico Alejandro Jodorowski (1929) y el escritor Rene Rebetez (1933-1999). El primero contribuiría a la ciencia ficción nacional con la publicación de la revista Crononauta (1965-1967), donde la fantasía desbordada y la ciencia ficción tuvieron amplia cabida, y el segundo publicaría el libro La ciencia ficción. Cuarta dimensión de la literatura (1966), que sería una obra pionera en el ámbito hispanoamericano, para el estudio y apreciación de esta literatura.

      A todo esto, en agosto de 1967, Emmanuel Carballo (1929-2014), el crítico literario, acudió a la ciudad de Toluca, a la inauguración de una sucursal de la Librería de Cristal. Allí conoció a un grupo de escritores jóvenes, entre ellos al teatrista Carlos Olvera (1940-2013), a quien consideró una especie de genio. Un año más tarde, Carballo se convirtió en el editor de la primera novela de Olvera, Mejicanos en el espacio (1968), que cambió el rumbo de la ciencia ficción nacional. En cierta forma, Mejicanos en el espacio es la primera novela posmoderna de la literatura mexicana: en ella se mezclan, con absoluto desparpajo, la cultura culta y la cultura de masas, el Laberinto de la soledad y el pachuco a la Tin Tan, los dibujos estrambóticos de José Luis Cuevas y los paisajes futuristas del cine de Hollywood, las reivindicaciones revolucionarias del momento y el gozo pop de la música de los Beatles. Una novela que no sólo intenta unir a México a la carrera espacial entre las superpotencias, tan en boga entonces, sino que alude a que el futuro nacional será un reflejo del presente circa 1968 en sus cursilerías, sueños y apetencias. Ya el propio Emmanuel Carballo, en su libro Diario público 1966-1968 (2005), en una entrevista a Carlos Olvera, le pregunta cómo definía su ópera prima, a lo que Olvera respondía:

«No sé a ciencia cierta lo que sea este libro, porque siempre he querido escribir ciencia-ficción y aquí solamente se esbozan las circunstancias que pudieran hacerlo aparecer dentro del género. Es más bien una especie de anticipación colocada dentro de nuestra particular visión de las cosas, sin discriminar los elementos familiares a nosotros ni descartar de antemano las posibilidades mejicanas de saltar al cosmos. Ultimadamente, ¿por qué no ha de haber una base militar mejicana en Plutón? Por otro lado, traté de despojar a ciertas palabras de su natural grotesco. Doy como ejemplo el nombre de una de las naves espaciales mexicanas: la Consentida. A primera vista causa risa porque uno imagina una astronave decoradita como nuestros camiones de segunda clase. Pero después de varias páginas estos nombres se aceptan y se ven como lo más natural del mundo. Así, poco a poco, el lector se acostumbra a llamar al héroe Raúl en vez de Johnny o Paul.»

 

       Al final de la entrevista, Olvera definía su labor creativa como una especie de ciencia ficción impregnada del espíritu nacional en su experiencia cósmica. Hoy podemos leer Mejicanos en el espacio como una especie de La tumba de José Agustín en plan de ópera espacial, una oda al ser mexicano en su desastrosa travesía por un cosmos que explota al máximo, que consume en todas sus delicias y placeres. La novela prima de Olvera rompe con las formas y estrategias narrativas de sus antecesores nacionales: no se toma en serio, no quiere más que jugar con los lectores, ofrecerles guiños de complicidad, darles esquinazo bajo cualquier provocación. La conquista del espacio, por los aguerridos astronautas mexicanos, es sólo un tema tangencial frente al gusto por disfrutar la aventura misma con un lenguaje despreocupado, irónico, adaptado al universo sin dejar de ser mexicano en sus giros, chistes y gracejadas. El futuro es una edad de oro, pero los mexicanos del porvenir son idénticos a los mexicanos de la época de la escritura de la novela de Olvera en su deseo de pasarla bien, de aprovechar todas las ventajas de su combativa juventud. En buena medida, esta novela publicada en el verano de 1968 peca de optimista y poco tiene que ver con las sombras represivas que ya se cernían en todo el país por aquellas fechas y que culminarían con la matanza de Tlatelolco el 2 de octubre de ese año.

      Por eso mismo, en las dos décadas siguientes, las de los años setenta y ochenta, la ciencia ficción mexicana se decantaría en obras de crítica social y política al estilo de Manú Dornbierer, Edmundo Domínguez Aragonés, Marcela del Río, Gerardo Cornejo o Paco Ignacio Taibo II, a la vez que varios escritores del mainstream literario nacional incursionarían en el género como una manera de vislumbrar lo que le esperaba a nuestro país. Pero la huella de Olvera queda en pie como una ópera espacial a la que los escritores mexicanos de ciencia ficción siempre hemos regresado. Y lo hemos hecho por su humor corrosivo, su mexicanidad sin excusas ni pretextos, su ánimo exacerbado por un progreso que ya no es extranjero, sino que está abierto a los modos, costumbres y tradiciones latinoamericanas, a la vida en muchedumbre que rompe y rasga los paradigmas de la ciencia ficción al uso en los años sesenta del siglo pasado.

      Todo esto ha llevado a que, poco a poco, se vayan reconociendo las notables aportaciones de Carlos Olvera a la ciencia ficción nacional. Ya en 2020, por parte de Ophellas Editorial, se publicó el libro Más mejicanos en el espacio. Un tributo al legado artístico y literario de Carlos Olvera. Aquí, en esta obra colectiva, editada por los estudiosos del género Samuel Manickam y Miguel Ángel Fernández, que cuenta con una presentación de Patricia Maawad, su viuda y albacea, y con ilustraciones del propio Olvera, podemos advertir el impacto perenne de su novela pionera en las siguientes generaciones de autores de este género. De ahí la presencia en sus páginas de escritores como Gabriel Benítez, Héctor Chavarría, Marcela del Río, Gabriela Damián Miravete, Antonio Malpica, Gabriel Trujillo Muñoz, Federico Schaffler, Jorge Sánchez Quintero, Abraham Martínez y José Luis Zarate, y que incluye dos minicuentos del propio Olvera.

      Como lo dice Samuel Manickam en su concienzudo ensayo introductorio: «Existen varios temas que sobresalen en Mejicanos, y que serían dignos de una investigación metódica: la exploración espacial y la consecuente colonización de otros planetas; el encuentro con el Otro, aquí en forma de un extraterrestre; el viaje del héroe o, más bien, del antihéroe en el caso de Raúl Nope; la brecha generacional entre los jóvenes y sus padres; México frente a los EEUU y toda la historia dolorosa implícita en esta relación siempre problemática; los gobiernos dictatoriales, etc.» Pero más allá de la indagación de temas y estilos que la prosa de Olvera muestra en esta novela, habría que señalar lo que Patricia Maawad describe en su veraz y entrañable retrato de nuestro autor: «Desde niño, Olvera, inventaba naves que hacía con papel cartón e invitaba a sus amiguitos a jugar, los que lo conocieron en aquel entonces dicen que tenía una gran imaginación, que le gustaba mucho hablar de platillos voladores y de naves interplanetarias, viajes al hiperespacio y de espionaje, que les despertó la imaginación a varios de ellos». Y Patricia añade: «Descubrí en Carlos Olvera a un hombre sensible, amable, con un sentido del humor cáustico y una despiadada autocrítica, siempre tenía la palabra justa y el pensamiento abierto y aprendía todo con gran facilidad. Carlos Olvera fue un devorador de libros, siempre estaba leyendo lo que le atraía, especialmente la ciencia ficción, y los fines de semana veía, en la televisión, películas mexicanas de ciencia ficción y se aprendía el reparto y hasta los diálogos, y si había algún estreno de película de ciencia ficción, en el cine, pues ahí estábamos, hacíamos el viaje a la Ciudad de México para verla en megapantalla y con sonido especial». Tal era Carlos Olvera: un hombre que anhelaba viajar por el futuro, un escritor de extrema curiosidad, un creador de mundos nuevos y mexicanos tercos en seguir siendo lo que son. De él proviene la ciencia ficción hecha en casa. La que imagina el cosmos desde el horizonte de nuestras tradiciones y costumbres, de nuestros mitos y creencias. La ciencia ficción mexicana. La nuestra.

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