Bucarest

   Llegamos a una desconocida ciudad de Bucarest. Viajo con mi esposo. Él ha nacido en una pequeña ciudad de Argentina en la que nadie hace el mal con pasión. Él, mi amado esposo, no conoce el daño.

   Descendemos del avión y nos topamos con el mapa de la desesperanza. Tenía razón mi amigo Emil Cioran: las tierras arrasadas nunca dejan de ser eso, tierras arrasadas.

   Mi esposo me ha pedido que visitemos las calles de mi infancia. Y vuelvo solo para complacerlo. Yo he nacido en la hermosa ciudad de Bucarest, pero cuando me topo con ella siento que es otra: algo ha cambiado, no sé por qué, pero es otra. La ciudad que dejé ya no existe. Dejé Bucarest al subirme al barco junto a mis padres, desilusionados y tristes, aquella mañana pletórica de nubes de hace ya tantos años. Será por eso que nunca quise volver.

   Los días con mi esposo son maravillosos pero las noches son heladas y solitarias. Hay noches en las que no puedo dormir; no escucho pasos en las calles cercanas al hotel. El silencio estremecedor agiganta la soledad. El día que visitamos la calle de mi antigua casa me llevo una desilusión enorme: las paredes ya no existen, los patios han sido ganados por el polvo, la realidad ha adquirido el tinte feroz de lo perdido. Todo tiene el deslucido vapor del ayer. Solo siguen en pie la melancolía y la derrota. Le pido a mi esposo que no volvamos nunca. Esa calle se convierte en el nombre de la pena.

   En el marco del desencuentro con la ciudad, paso días basados en un raro esplendor, un brillo menguado por la nostalgia. Visitamos las calles céntricas y los barrios aledaños. Mi esposo, fresco y optimista, y yo –saturada de la neblina– recorremos los edificios oficiales y las casas antiguas –aquellos espacios de los que tanto hablé– y vemos en el museo algunos cuadros, esas imágenes que mi padre auscultó con su ojo de crítico entusiasta.

   Llega el día del regreso a Argentina.

   En el aeropuerto se presenta un guardia fornido que nos pide los documentos. Se demora en el pasaporte y, sorpresivamente, se pone rígido al mirar la cara y el nombre; se queda tensamente callado. Lee atentamente los datos. Miro los gestos de su cara y descubro una extraña perplejidad. El guardia habla un rumano tosco y pedante. Yo siento que he perdido cierta sintonía con el idioma: en Buenos Aires no oigo con frecuencia la lengua que me acunó. Percibo que estoy entrando en una zona intermedia, el purgatorio de la lengua, en donde habitan los ciudadanos mixtos, aquellos que conservan su origen y que conviven con las palabras de la nueva tierra.

   El guardia me dice en ese rumano rústico que debo apartarme de la fila, me pide que ingrese a un cuarto al costado. Mi esposo me mira, asombrado. Quiere acompañarme y el guardia le dice que se aparte. Lo miro, el guardia me observa con cierta impaciencia.

   El cuarto es estrecho y penumbroso. Solo hay dos sillas y una mesa rígida. Como un robot anacrónico, el guardia me increpa. Reconozco algunas palabras, pero confieso que otras se pierden en el aire rancio de la sala. Pide una explicación de la huida del país. Para mi sorpresa, él dice que la partida con mis padres fue un escape. Sospecha que integro una red de espías. Me cuenta que han descubierto una célula de apátridas y sé, por el retorcido movimiento de sus labios, que cree que soy parte de ese grupo. Le aclaro en una media lengua –no puedo aceptar que mi fluido rumano originario se haya convertido en una lengua lenta y trabada– que no formo parte de ninguna célula terrorista, que solo he salido del país con mis padres en un barco hacia Buenos Aires hace varias décadas, que mi esposo me espera, afuera, que mis padres eran ciudadanos orgullosos de Rumania y que se vieron obligados a partir dejando atrás el patrimonio cultural en una casa que es solo un puñado de ruinas. Para aliviar la tensión horrible, le cuento que mi padre era crítico de arte y que acompañó a muchos artistas rumanos en el país y en el doloroso exilio.

   El guardia respira hondo.

   Luego dice con un insuperable acento rumano, Buenos Aires. Buenos Aires, repite. Dice que allí le dieron a Ceau?escu el Doctorado Honoris Causa, que el líder comunista es un ciudadano ejemplar, que todos los rumanos del mundo debieran estar agradecidos por la grandeza de su país.

   Lo miro. No digo nada, apenas muevo los labios para humedecerlos. Le digo que no conozco a Ceau?escu, que solo soy una humilde escritora rumana que ha tenido que soportar el aleteo ardoroso del exilio, la pérdida de la lengua materna, que la casa de mis sueños es ahora el territorio de la pesadilla.

   El guardia se para, corre la silla, me pide que lo acompañe.

   No sé qué ha sucedido, no sé por qué me agarra del brazo y me indica la salida.

   Mi esposo me abraza, no digo nada, solo le indico el camino. Y seguimos temblorosos hasta llegar a la puerta que nos lleva al avión.

   El vuelo es largo y aterrizamos en Buenos Aires en el centro de una tormenta.

   Cuando llegamos a nuestra casa ingreso en un estado de profunda pena. No puedo soltar la experiencia en Bucarest. El horror me perfora la piel. Necesito hablar con una amiga, tengo la sospecha de que si le cuento lo que he vivido podré aliviarme.

   Hablo con ella en una mañana ganada por la neblina, ese conjunto tímido de nubes blanquecinas típicas de Buenos Aires. En la cascada de la confesión se mezclan el reciente pasado, el presente y el pasado anterior. Le cuento la llegada a Buenos Aires con mis padres: como si fuera la luna en el cielo nocturno, recuerdo mis primeros pasos en el colegio secundario. La lengua española es un látigo que me golpea en la cara, en todo el cuerpo. No logro descifrar las palabras. El mundo habla y es un torrente animado y vacío. El mundo se ha tornado desconocido, es una equis que barre mis sentidos. El ujier del edificio habla con una tonada rara, la monja superiora pronuncia el castellano de otra forma –algunos dicen que es alemana–, las compañeras gritan como si arrastraran las palabras, la torre de Babel se erige como una torre infinita, toco los peldaños inferiores de la torre, soy la habitante de una ciudad hecha de una lengua que no me pertenece. En ese instante se dibujan los recortes involuntarios de mi infancia, el color del aire, los patios de tierra, las paredes de la casa de mis padres, el cielo de verano, la poesía del jardín eterno. Yo soy una niña que camina en la calle de mi casa. Las nubes apenas se mueven en el cielo limpio, la voz de la monja se ha ido, los gritos de mis compañeras se han perdido, la palabra del ujier se ha ido, camino por un pasillo blanco y me quedo sentada en el suelo de un cubículo blanco. Solo queda el eco tímido de las lenguas que se mezclan en el vacío. Me tapo los oídos y espero que llegue el futuro.

 

 

 

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