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Baile bajo la lluvia de Nueva Orleans

    En el tranvía 47 hay pocos concurrentes, sólo una pareja de ancianos y unos jóvenes afroamericanos. No hablan entre ellos. Nosotros vamos en silencio. La situación cambia cuando suben dos chicas vestidas de forma estrafalaria que conversan en inglés. Llevan unos pantalones coloridos y unas remeras con un diseño para la ocasión. Forman parte de una parade.

   El chófer del tranvía anuncia que es la última parada. El tranvía se detiene antes y no cumple su recorrido habitual.

   Llueve, pero en la calle se respira un aire de expectativa. Es el inicio del Mardi Gras.

   Nos ubicamos en la esquina de Canal Street y Saint Charles Avenue. En la vereda el agua acumulada aumenta y con ese fenómeno sube el riesgo de que suspendan el desfile. Pero eso no ocurre.

   Cerca del mediodía, entre los altos edificios, se escucha una sirena grave y estridente que proviene de un camión. La muchedumbre se alerta. Es la señal de que algo está por empezar.

   Los niños, los adultos y los jóvenes se acercan a la valla provista por la policía para separar a la concurrencia de la calle preparada para el desfile.

   En medio del repentino bullicio, suena, lejos, una banda de vientos. Los ecos tenues y estridentes marcan el anticipo de la fiesta popular.

   Al rato, entre el estruendo y los charcos, un grupo de chicas de color despliega sus pasos al ritmo de los bronces y de la aguerrida banda de percusión.

   La parade sigue por dos horas. Pasan exveteranos, grupos de blancos sonrientes y carrozas con mujeres glamorosas. Pero hay una chica que me llama la atención en el centro del despliegue kitsch: es una negra que baila envuelta por el agua y el ritmo frenético de los tambores. Parece que está sola, ensimismada, atrapada por un estro personal. Es en el momento de más intensidad de la lluvia, el cielo cae a borbotones mientras los collares y los objetos de plástico son tirados al azar desde las carrozas. Ella va envalentonada, poseída por los golpes en los parches, como si hubiera sido abducida por el antiguo demonio musical africano, como si en un instante se hubiera conectado con los ancestros inesperados.

   Aún ahora, de noche, con el golpeteo persistente del agua en la ventana (la lluvia no se detiene mientras escribo), tengo conmigo el fraseo de sus pies como un solo de jazz en mi corazón anegado.

 

 

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