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Asesinos que no lo son en serie

La guerra se ha inventado para

matar con la conciencia tranquila.

Eugene Ionesco

 

Soy egocéntrico—y mucho me temo que mi ego nunca se ha correspondido con mi talento—, así que comenzaré, como siempre, con una anécdota personal. Había llegado a una república centroamericana y en mi primera noche en Santa Axxx, la segunda ciudad del país, me invitó a cenar Edward C. que después sería asesor del ejército y moriría a manos de la guerrilla, pero que entonces era sólo una especie de gurú local a medio camino entre Mussolini y Pablo Coelho.

Conocí a Edward en su casa. Era un caserón antiguo de los típicos en gran parte de Hispanoamérica, crecido en torno a un patio central. Su habitación estaba llena de libros—una pared llena de libros. Crecido yo mismo en una casa llena de libros, en una ciudad de abundantes bibliotecas y librerías, no comprendí sino mucho después lo grande que era realmente aquella biblioteca en un país sin editoriales propias, donde el libro era un objeto de lujo, normalmente importado, y ante la falta de divisas las librerías habían acabado por convertirse en papelerías.

Lo conocí sentado en un cómodo sillón bajo, debajo de un poster de dioses y diablos orientales que le permitía exhibir a la vez una escena de sexo tántrico y una esvástica sin que nadie le acusase ni de pornógrafo ni de fascista—y pornógrafo no era. Estaba rodeado de jóvenes a los que acababa de dar una charla sobre los chacras—era aficionado al esoterismo y las tradiciones precristianas de cualquier parte del mundo—a los que ahora estaba dando material de estudio. No un mismo texto a todos sino lecturas pensadas para cada uno de ellos. A uno le prestó El Aleph de Borges, a otro El libro de la muerte tibetano, a otro una copia del Libro de caballería de Raimundo Lulio. A cada uno de ellos les dio una serie de instrucciones sobre lo que debían buscar en el libro, a todos les recordó un mismo punto: el libro era un préstamo y tenían que devolverlo si querían que siguiera prestándoles libros.

En una ciudad de provincias aislada de Centroamérica aquello era lo más parecido a una logia, una escuela mística y un centro de iniciación. En medio de un mundo que era rutinario y a la vez peligroso, porque pocas cosas son más rutinarias que la vida de una sociedad agrícola y pocas más peligrosas que una guerra civil en una sociedad pequeña y cerrada, donde todo el mundo conoce a todo el mundo desde hace generaciones, los odios se cuecen lentamente y nadie puede esconderse cuando finalmente estalla la violencia, aquel lugar era para muchos chicos del país un refugio, sino de la violencia sí del aburrimiento, de la rutina.

Al acabar su sesión salimos a pasear. El toque de queda se había levantado meses atrás y ya se podía salir a pasear en aquellas frescas noches que te reconciliaban con un país demasiado caliente.

Santa Ana era, es, una ciudad de trama ajedrezada, propia de la colonia, crecida en torno a una plaza central en la que pueden verse la catedral y la alcaldía frente a frente, en dos de los cuatro lados de la plaza, el teatro y la comisaría central en los otros dos y un kiosco de música en el centro. Era una ciudad ordenada y tranquila. Las calles estaban limpias y se podía pasear con la mayor de las tranquilidades. Sólo una patrulla de soldados de la Segunda Brigada desplegada aquí y allá dejaba saber que estábamos en medio de una guerra civil.

Cenamos en la terraza de una casona colonial reconvertida en restaurante. Comida del país, cerveza del país, tipo Pilsener. A la hora del café—que mal preparan el café los países que lo producen—le felicité por su ciudad, tan limpia, tan ordenada, tan tranquila. En España la gente pensaba que el país, en medio de una guerra, era un completo y continuo caos, pero allí, aquella noche, en aquella terraza, solo se respiraba paz. Y entonces él me contestó. No creo que estuviera presumiendo, porque siempre negó sus contactos locales; no creo que tratara de asustarme porque era el hombre más gentil y agradable que he conocido jamás; y no creo que tratara de ridiculizarme aunque lo hizo: “Sí esto está tranquilo… el Escuadrón limpió mucho por aquí el año pasado…” Después, como si hubiera hecho un comentario sobre el tiempo, ordenó una segunda taza de café.

Su afirmación era cierta. La ciudad que por un momento, a finales de los setenta, había tenido un grave problema de drogas, porque las distintas policías habían dejado de perseguir a los vendedores de droga para perseguir a los subversivos, ya no tenía problemas de drogas, ni graves ni de ningún otro tipo, ni vendedores de droga si a eso vamos.. consumidores molestos porque incluso algunos consumidores… los pobres, los que necesitaban robar para poder seguir consumiendo habían desaparecido.

Poco antes de las navidades, treinta distribuidores y vendedores de droga habían sido decapitados. A veces en Internet he visto t-shirts que piden KILL YOUR LOCAL DRUG DEALER. No digo que la idea sea mala, pero la ejecución—y esto, aquí, no es sólo un juego de palabras—puede ser a veces sucia y caótica. La palabra decapitado es violenta, deja suponer todo tipo de horrores pero hasta que no has visto un cadáver decapitado no la puedes comprender plenamente. Creerme, llegué tarde para ver aquellos cadáveres pero vi otros. Treinta cadáveres, tirados en distintas partes, sin sus cabezas, en una zona relativamente limitada de la ciudad, el barrio de Santa Bárbara, era terror en estado puro. ¿Y las cabezas? Bueno, muchas habían acabado sobre un mojón kilométrico en las cuatro entradas de la ciudad. Suena horrible, pero yo era tan joven, y estúpido, que también yo seguí bebiendo mi café. Crecido entre novelas de Sven Hassel y Jean Larteguy —hay que buscar buenos ejemplos si se quiere escribir— estaba finalmente en una de ellas.

Aquella fue mi primera noche en aquel país. Viví así pues en un lugar en plena guerra civil. ¿Por qué? Poco antes, cuando a los veintitantos años me encarcelaron casi todo un verano, había descubierto que —¡oh, sorpresa!— no me gustaba estar encerrado. No es que mi historia carcelaria fuera horrible, largas tardes de verano tumbado en el patio jugando al ajedrez, una celda compartida con tres amiguetes de mi misma cuerda, y ni siquiera las duchas asustan cuanto te protege en ellas media docena de los tuyos, pero las rejas, la excesiva cercanía de la gente, el contacto continuado, y la ausencia de una biblioteca digna de ese nombre, no me gustaron. Así que me fui de España y acabé primero en Guatemala y después en El Salvador. Mi llegada a Guatemala es uno de mis grandes hits de narrador borracho en fiesta de intelectuales (otro día quizás la cuente). Mi llegada a El Salvador apareció en mi novela La muerte de héroe y otros sueños fascistas. No bebáis antes de viajar, ni mucho menos antes de hablar con un aduanero, es el mejor de los consejos que puedo daros al respecto.

El país en 1981 y 1982, el tiempo que pasé allí, estaba en un momento de cambio, entre la extrema violencia de los años anteriores y la extrema violencia que aún estaba por llegar. Por difícil que sea incluso para mí comprenderlo, y vivír allí, aquel periodo de bombas diarias, desapariciones y asesinatos políticos, no fue el peor de la historia del país.

De derechas como era, alguien tiene que serlo para que haya de todo, acabé con un grupo de amigos igualmente de derechas que habían sobrevivido la Ofensiva Final, la lanzada por la guerrilla poco antes de la elección de Ronald Reagan, el periodo de violencia que precedió y siguió a la muerte de Monseñor Romero, y los meses iniciales de la Alianza Republicana. Las historias de aquellos chicos, no mucho mayores que yo, un par de ellos incluso menores, eran el retrato de una sociedad enfrentada, donde matar se había convertido en una rutina diaria.

En una sociedad sana los asesinos son criminales o gente enferma, en una sociedad enferma por la guerra civil, seres perfectamente sanos pueden convertirse en asesinos sin darse cuenta de que están haciendo algo malo porque gente más lista, educada y poderosa que ellos—y sí, se puede ser poderoso incluso sin tener dinero, como se puede ser poderoso estando en la oposición—les dice que todo está bien. La mayor parte de la gente que mata en una guerra civil, que mata a sus vecinos, a sus antiguos compañeros de estudios, incluso a familiares lejanos, no se ajusta al modelo de asesino lombrosiano, suele ser gente perfectamente normal que cuando regresen los tiempos normales tratará de adaptarse a los mismos y olvidar, que incluso sentirá remordimientos. No remordimientos demasiado profundos porque las guerras civiles en sociedades agrarias y cerradas, donde todo el mundo conoce a todo el mundo, son guerras en las que la decisión final de matar a alguien puede acabar resumiéndose en la frase de “mejor él que yo…” y esa frase, por desgracia, puede/suele ser certera.

Háblale a un ciudadano de aquel país de “El escuadrón de la muerte” y si no es izquierdista recurrirá a una defensa en tres fases diseñada en los años ochenta por los empleados locales de una agencia de publicidad internacional que algo sabían de hablarle a la gente. Os diría cual pero esos son de los que demandan y ganan.

Primera fase: “El escuadrón de la muerte” no existe, lo que en realidad quiere decir que no existe un grupo que tenga ese nombre. Lo que es cierto, jamás ha existido un grupo que llevase ese nombre.

Segunda fase: Si alguen insiste en que aunque no exista un sólo “Escuadrón de la muerte” si han habido muertes irregulares y escuadrones, el interlocutor reconocerá que a veces la gente tiene que defenderse y pudieron existir grupos de autodefensa que perdieron el control, lo que está bastante cerca de la verdad. Los escuadrones, y nunca emplearon ese nombre, eran una red informal de grupos de autodefensa locales, empleados de confianza de algunos cafetaleros, oficiales pasados a la reserva de forma involuntaria, que cubrían un amplio espectro que iba desde ultraderechistas politizados de la ciudades a pequeños campesinos reservistas del ejército, protestantes que veían en el comunismo a la Bestia bíblica—y la presencia de jesuitas en las filas revolucionarias demostraba lo real de esa afirmación—y católicos no menos integristas, de pequeños propietarios de negocios y de gente golpeada directamente por la guerrilla.

Tercera fase: El tercer paso de la defensa del Escuadrón, después de la negación y el medio reconocimiento, es la afirmación de que sus víctimas eran necesarias. Hay gente mala que está mejor muerta.

La lógica interna de este tipo de afirmaciones —el Escuadrón no existe, a lo mejor sí pero no…, y, finalmente, la gente que ha matado ese no existente ente merecía morir— puede parecernos rara pero es parte de una propaganda de guerra. Y la propaganda de guerra es muy a menudo una propaganda que no está destinada a convencer al enemigo, y a veces ni siquiera al neutral, sino a tranquilizar al partidario.

Dicho esto, como evidentemente no existe el Escuadrón no puedo afirmar ni negar haber conocido a ninguno de sus miembros, pero sí conocí a gente que había estado metida en aquella guerra irregular. Gente que había tenido que escoger entre “yo o él” y puesto que seguía viva, y bebiendo cerveza junto a mí, e invitándome, obviamente había escogido su vida sobre la ajena.

Las cosas como son, me contaron muchas cosas divertidas que acabaron en mis libros.

Edward C. tenía un pasado. Anticomunista desde siempre, había viajado y sido secretario de Oliverio C., el jefe de la Mano Blanca guatemalteca,

A Oliverio lo habían matado un día, en un restaurante argentino de Ciudad Guatemala. En el momento de morir estaba pensando seriamente en invadir Costa Rica —un país sin ejército al que con cien o doscientos de sus chicos, el apoyo tácito de don Tacho y un mes de tranquilidad, contaba en limpiar de comunistas—, era también un alto cargo de la Cámara Legislativa y uno de los líderes del MLN, el partido formado por los antiguos soldados del ejército con que Castillon Armas había derribado a Jacobo Arbenz años atrás.

Curiosamente la causa de su muerte tuvo menos que ver con sus planes de invadir un país vecino —insoportable y presuntuoso pero país hermano a fin de cuentas— que con una pelea personal con el hijo del Presidente de la República, Arana Osorio.

Estaba en un restaurante de la capital y según se iba le tocaron su canción favorita —dada la pieza interpretada es más que posible que eso sea solo parte de la leyenda— el Adiós muchachos  ¿Había contado que era un restaurante argentino? Sonaba el tango, se iba Oliverio y dos de los miembros de la seguridad personal de Arana se le acercaron, se disculparon por las palabras del hijo de su patrón —“Chicos jóvenes y sin modales, ya se sabe, es lo que tiene tener un taita demasaido importante…”. Hablaron un momento, amigablemente, y a la hora de darse la mano en la despedida uno de los guardaespaldas presidenciales le sujetó con fuerza su mano mientras se la estrechaba, y el otro dió un paso atrás, desenfundó y le disparó en la cabeza. Así Arana Osorio se convirtió en el involuntario salvador de la neutralidad costarricense con un gesto que no ha entrado en ningún libro de la historia de Costa Rica —país de ingratos—, ni tampoco en los de Guatemala.

Durante las semanas anteriores al asesinato de don Oliverio, Edward había visto pasar por su despacho en la Asamblea Legislativa a toda clase de gente. La mayor parte eran veteranos del Ejército Libertador que no sabían muy bien que quería hacer Oliverio pero sabían que algo iba a hacer porque se había corrido la voz. Inicialmente iban a verlo a su despacho personal, pero este estaba en su misma casa y, francamente, la señora C. estaba un poco aterrorizada viendo de cerca a la gente a la que su esposo debía su carrera política, así que al final los aspirantes a invasor habían acabado haciendo cola en los pasillos de la Asamblea. Cada vez que contaba aquella historia Edward recordaba a aquel muchacho, hijo de un veterano de Castillo Armas, que para insistir en que debía ser parte de lo que fuera a pasar, fuera lo que fuera, le había dicho a don Oliverio: “Patrón, lléveme… mire ya tengo hasta mi propia arma”, sacando de debajo de su camisa una pistola que había puesto debajo de la nariz de Castañeda. “Nunca supe ni como la había pasado por delante de la seguridad de la Legislativa ni cómo los guardaespaldas de Don Oliverio no se lo llevaron allí mismo”.

Dos cosas respecto a esta frase de “se lo llevaron”… La primera, gramatical, que Guatemala es uno de esos países en que cualquier verbo de la primera conjugación suele/puede ser, en caso de duda o si lo ves mal empleado, sinónimo de matar; la segunda, política, que dada la manera en que mataron a Oliverio Castañeda la incompetencia de sus guardaespaldas se puede dar por supuesta.

Edward me contaría después otra anécdota que puse en boca de uno de mis personajes en una novela que a duras penas se distribuyó: La Ofensiva. Oliverio como jefe de su grupo parlamentario tenía una serie de votos seguros en la Legislativa guatemalteca… le dejo la palabra a la memoria. Esta es la historia tal y como se la oí a Edward:

un día, en una votación celebrada de forma anónima Don Oliverio quedó un voto corto. Dos días más tarde supo quien se había vendido. Estaban por Ciudad Guatemala dos chicos buscando trabajo… sobrinos de un pariente, ahijados o algo así. A los políticos les gusta ahijar muchos chicos porque en este país nadie mata a su padrino… el caso es que aquellos andaban buscando trabajo y Don Oliverio estaba hablando con ellos cuando le llegó la noticia del chivato. Bueno, pues ya tenían con quien demostrar que valían para algo. Les dijo como era el hombre—bajito, regordete, repeinado hacia atrás, con bigotito—, donde vivía, y les dijo que se lo llevasen (¿debo recordar aquí el uso habitual de los verbos de la primera conjugación en los países violentos?)… Los chicos volvieron aquella misma tarde… No es que costase mucho matar a un político en Guate, pero aún así, considerando que eran de fuera de la ciudad, que era su primer trabajo y todo eso, era un buen trabajo. Se habían perdido varias veces, habían acabado por tomar un taxi hasta la dirección… pero no eran del todo tontos y lo habían despedido a pocas puertas de distancia. Habían tocado a la puerta y les había abierto el mero mero, bajito, con bigotito, repeinado hacia atrás, gordito y torpote. Le habían preguntado el apellido y le habían matado allí mismo, empujado el cadáver dentro de la casa y cerrado la puerta… No era cirugía pero tampoco un trabajo de carnicero. Estabamos en el patio de la casa de Don Oliverio festejando cuando nos llamó el votante traidor. Alguien había matado a su hermano en la puerta de su casa. Don Oliverio le preguntó quien más lo sabía —¿nadie?, ¿seguro que nadie?—, y entonces le dijo que no avisase a ninguna persona, despidiera a su familia y se encerrase en su casa, que le mandaba dos guardaespaldas con su secretario —ese era yo—y que no le abriese a nadie más la puerta… Después se volvió a nosotros y le dijo a ellos. `Ahora vuelven allí y esta vez no me fallan´… Y la segunda vez no fallaron

8.

Años más tarde, más viejo sino más maduro, me desperté una noche y me di cuenta de lo horribles que eran aquellas historias en realidad.

Como es natural todo lo antes narrado es ficción. Y si no me creen –mi familia no lo hace–, antes de acostarse repitan diez veces “No vivo en el mismo mundo que gente así… gente así no existe”.

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