Con esto de las redes sociales uno puede caer en el morbo más absoluto. Y uno es el que está escribiendo esto. Andan algunos amigos míos alarmados porque un tipo enloquecido que asesinó a un policía en Valencia, tras descuartizar en la bañera a su pareja sentimental, un peluquero, escribió durante su estancia en presidio una serie de novelas negras a cuatro manos con un colega de celda que llora ahora la muerte del violento criminal. Pierre Danilo, que así se llamaba el letal personaje que fue abatido por el compañero del policía acuchillado, era un sueco de origen argentino de gran envergadura pero aspecto inofensivo. Su perfil con una serie de fotos suyas en las que posa alardeando de musculatura de culturista aun cuelga de Facebook.
No hay que fiarse de las apariencias. Aribert Ferdinand Heim, el protagonista de mi última novela El rastro del lobo, un sádico médico que experimentaba con cobayas humanas (algunos republicanos españoles) los límites del dolor, era un tipo guapo, seductor y encantador que descuartizaba presos en frío, no como el demente Pierre Danilo. Richard Kuklinski, el mayor asesino en serie de la historia criminal de EE.UU, era un cariñoso padre de familia cuando no estaba trabajando con el hacha o el cuchillo.
Hoy por hoy el oficio de escritor está muy denigrado, en horas bajas y corroído por el intrusismo, así es que no extraña que Pierre Danilo, para matar el aburrimiento en prisión, escribiera con un colega de celda tres novelas negras que no voy a leer ni juzgar. En un mundo en el que se venden como rosquillas los libros de Belén Esteban escritos por su negro, las memorias de Mike Tyson o de un youtuber que suelta un montón de estupideces por la red, poco podemos hacer los que intentamos llevar esto de la escritura con dignidad.
El doble crimen espantoso de este demente escritor ocasional de novela negra me lleva a recurrir a la memoria para localizar a autores que no se limitaron a matar en la ficción sino que llevaron el crimen al plano real. Y no se asusten, los hay pero pocos.
Encabeza esa lista una escritora archiconocida y autora de bestsellers, la londinense Anne Perry, que fue encarcelada después de asesinar a la madre de una íntima amiga suya a muy tierna edad. Las niñas hicieron gala de una crueldad extrema: 45 golpes de ladrillo en la cabeza de la infortunada mujer. Tras cinco años en un reformatorio, la futura autora de Sangre en el Támesis se limitó a asesinar en la ficción. Conozco visualmente a Anne Perry, porque ha estado en la librería Negra y Criminal y en la Semana Negra de Gijón, y no me tomaría el té de las cinco con ella por si acaso.
El caso del macedonio Vlado Tanevski fue muy sonado porque escribía sobre crímenes que había cometido, y lo hacía con tantísimo detalle que alertó a la policía y fue atrapado: murió en circunstancias extrañas, ahogado en un cubo de agua en su celda. El polaco Krystian Bala cometió la misma imprudencia parecida que su colega macedonio: escribió con pelos y detalles una novela sobre un crimen que había cometido. El talento del austriaco Jack Unterweger, el asesino del cinturón porque asesinaba a prostitutas con el cinturón de su pantalón, llevó a la intelectualidad austriaca a pedir su libertad tras escribir la notoria pieza La comedia infernal que llevó a los escenarios el propio John Malkovich. Siguió escribiendo, y matando, una vez accedió a libertad por lo que fue de nuevo apresado, juzgado y condenado, esta vez, cadena perpetua: se dio muerte con su cinturón.
José Giovanni, que fue tanto escritor como cineasta de cierto éxito, fue un mafioso corso que estuvo condenado a la pena capital por una muerte causada en un atraco. Se salvó de la guillotina desminando las playas de Francia después de la Segunda Guerra Mundial, una lotería de la que salió entero. Luego se reintegró a la vida civil y escribió numerosas novelas sobre los ambientes mafiosos que había conocido de primera mano y sobre su estancia en la cárcel y su intento de fuga.
El venerable y sabio filósofo Louis Althusser, que transitó del cristianismo al marxismo y sufrió la persecución de los nazis, estranguló en un arrebato de locura a su esposa, pero no fue encarcelado al ser diagnosticado como enajenado. Los años de cautiverio le causaron una serie de paranoias que motivaron un trato benevolente: fue internado en un psiquiátrico y entre sus cuatro paredes permaneció hasta el día de su muerte.
De esa lista no se escapa el gurú de la contracultura y de la generación beat William Burroughs. El autor de El desayuno desnudo, habitual consumidor de drogas y atildado escritor que siempre iba con traje y chaleco, era un enfermizo amante de las armas de fuego (pocas fotos hay de él sin su revolver), y un día que estaba convenientemente colocado en México con los habituales combinados de alcohol y otras sustancias, confundió la cabeza de su esposa con una manzana y le metió un disparo entre los ojos. Como el crimen /accidente sucedió en México, el autor de Yonki pudo librarse de la justicia de aquel país suponemos que por un buen soborno.
Quizá a algún editor perturbado le dé por reeditar a título póstumo las tres novelas escritas a cuatro manos por el descuartizador de Valencia y seguro que tendrá perturbados lectores que las compren y las lean.
Para los que andan preocupados por autores que se vuelven criminales, o viceversa, criminales que se vuelven autores, les diré que estén tranquilos por lo que a mí toca. La literatura actúa infinidad de veces como terapia para perjuicio económico de los psiquiatras que tienen a poquísimos escritores como pacientes. Los tipos más pacíficos y risueños que he conocido en mi dilatada vida como escritor son precisamente los que llenan de muertos las páginas de sus novelas. Matando en la ficción nos ahorramos muertos en la vida real. A veces, les confieso, me entran ganas de abandonar la ficción, pero me reprimo.