Nunca me habían mirado de esa manera tan tierna…
Era la mañana de uno de esos viernes grises, que son como para suicidarse. Sin trabajo, con poco dinero en la bolsa, facturas vencidas y un clima extraño, de esos que presagian una tormenta tropical… Desde la mesita veladora, me miraba una agenda llena de teléfonos interesantes, que no sirven de nada cuando estás sin dinero y con el auto malogrado.
Decidí levantarme y salir a correr para generar un poco de endorfinas que me levantaran el ánimo. Me calcé los tenis y minutos más tarde, cuando estaba en pleno trote, recibí, en mi celular, la llamada de Carmen, una linda amiga dominicana, invitándome a desayunar a su casa, cerca de mi ruta. Acepté la invitación, advirtiéndole sobre las fachas en las que estaba y me ofreció su ducha y una camiseta limpia para sentarme a la mesa, si es que me aparecía con una baguette recién horneada y algo de prosciutto, para acompañar su queso manchego y el café colombiano de su cafetera francesa, así que seguí trotando de frente hasta Sedano’s, donde se quedó uno de mis últimos retratos del presidente Hamilton, el cual había puesto en el bolsillín de mi short deportivo, por si se me antojaba comprar un Gatorade Zero por el camino.
Al llegar a la casa de Carmen, con la compra en la mano, justo cuando estaba tocando la puerta, una jauría de perros se me abalanzó ladrando, pero sin acercarse demasiado.
Era media docena de chihuahueños, al parecer cruzados con salchicha, multicolores, más pequeños que un gato e increíblemente lindos.
Carmen me contó que un gringo loco los criaba y todos los días los botaba a la calle y no los recibía hasta la noche, para dormir, si es que estaba sobrio. Los vecinos los alimentaban por pena y nadie daba parte a la policía, por miedo a que los matasen en la perrera; además no faltaba gente que parara y se llevara uno o dos, a pedido de sus niños, pero nunca se acababan porque se reproducían como conejos, sin medida ni control.
Luego del desayuno mediterráneo y de la despedida de rigor -que realmente fue bienvenida, antes del desayuno y en la ducha- empezaba el regreso a mi casa, en plan de caminata, cuando me percaté de que una linda chihuahueña, color caramelo y pecho blanco, de grandes ojos cafés, orejona y con una carita tan fina que cualquiera de las divas ridículas de la Tv matarían por llevar en sus brazos, me había estado esperando y se disponía a seguirme.
Paré a mirarla y la ‘chihuahua’ se sentó y me puso la mirada más tierna que haya recibido en mi vida, levantando una patita y juntando ambas, luego, en su pecho, para quedar en una pose de lo más coqueta, fina y no exagero si digo sensual. No pude evitar el sonreirle y mandarle un beso volado, haciéndole ademanes con la mano para que regrese a su calle. Volteé un par de veces, para verla alejarse, con pena.
Recordé que no me gustan las mascotas, es decir, las soporto, y hasta me dan pena, pero no me gusta la responsabilidad de tenerlas; además, estaba trabajando on call y en cualquier momento me llamarían y tendría que dejar mi casa, sola, por uno o más días. Años atrás había rechazado la oferta de un amigo, cuya perra había parido, de obsequiarme un bebé chihuahueño, diciéndole que yo no era marica para pasearme con uno de esos ridículos pericotes por la calle…
Seguí acelerando el paso y luego de casi diez cuadras de la Miller Drive, no podía dejar de pensar en su mirada, en su carita dulce, más dulce aun que la perrita de La dama y el Vagabundo. Recordé que, en la película de Disney, la perrita se llamaba »Lady», Lady and the Trump. Terminé mi recorrido por la 147 avenida y crucé la pista de la Sunset. Segundos después, el chirriar intempestivo de los frenos de un coche, me hizo voltear sobresaltado: »Lady», la ‘chihuahua’, salía debajo del Audi y corría hacia mí, desesperada; no paró hasta chocarse con mis piernas…
Luego del susto, sentí un tremendo alivio de verla sanita y coleando, pero a la vez un ligero fastidio y la preocupación de no saber que hacer con la perrita, que no se me despegaba.
Regresé, con ella en los brazos, crucé la pista y la deposité en la acera, dándole un palmazo en las ancas y un grito para que regrese por donde vino, pero después de un minuto, tuve que volver a darle el encuentro, justo cuando se disponía a cruzar otra vez, con el semáforo en rojo.
Lady me siguió los tres kilómetros del camino de regreso, entró en mi condominio y se sentó frente a mi puerta, sin atreverse a ingresar. Decidí tenerla hasta el día siguiente en que la llevaría de regreso, así que la hice pasar a mi casa, venciendo su desconfianza al ofrecerle un hot-dog crudo.
Lady no ladraba, ni gemía, solo miraba con ternura. No olía bien, pero no podía contener las ganas de acariciarla, así que la metí conmigo a la ducha y le di un baño tibio, con mi mejor champú, masajeándole la nuca con mi pulgar y mi índice, para quitarle la tensión del baño, al cual parecía no estar muy acostumbrada.
Lady no protestó, no dejaba de mirarme a los ojos y posaba su carita en mi pecho mientras la enjuagaba. La envolví en una toalla mullida y la sequé concienzudamente, verificando que no tenía bichos (milagro) de ninguna clase. Coloqué una almohada vieja en el piso y acomodé sobre ella a Lady, cubriéndola con una camiseta seca. Le serví agua fresca en un pequeño tupperware y le calenté media pechuga de pollo en el microondas, lo piqué, y, a pesar de su tamaño, se tragó hasta el último trozo. Estaba realmente hambrienta. A los pocos minutos se quedó dormida y me pareció ver, en su hociquito tan fino, una leve sonrisa de bienestar, de paz, de felicidad perruna… Un extraño sentimiento me invadió y me acerqué a acariciar su cabecita, muy suavemente, con dos dedos. Lady parecía estar en su propio Nirvana, feliz, plena…
Pasaron las horas y mi teléfono móvil sonó otra vez. Requerían que me presentara al día siguiente en un nuevo empleo, de esos temporales que pagan mejor que los fijos. La recepción de mi móvil chino no era muy buena y salí al jardín para captar mejor la señal. Mientras avanzaba hacia la piscina del condominio, entretenido, finiquitando los pormenores de la llamada, noté que Lady se escabullía por una de las rendijas de la baranda de mi pequeño zaguán y venía corriendo a darme alcance.
Un fiero boxer, se le abalanzó ladrando desaforadamente con intenciones de morderla. Lady dio la vuelta y salió disparada -parecía volar- con dirección a los exteriores. Por más que me apuré corriendo detrás de ella, no pude darle alcance. El maldito boxer regresaba satisfecho y de Lady no había ni rastros… Ni siquiera me percaté de las disculpas de su dueña vecina. Tenía que encontrar a Lady.
Llegué hasta la cabina de los vigilantes (securities) y junto con ellos empezamos a buscarla por todo el condominio, subidos en un carrito de golf, sin suerte alguna. Un vecino me llevó en su automóvil a dar vueltas por el barrio hasta la casa de Carmen, para ver si había regresado, pero la tierra se la había tragado.
Esa noche no pude dormir bien, ni las siguientes. Encargué a todo el mundo que si la veía, me la guardase.
Pasaron los días y cada vez que veía a un perrito parecido, me acercaba a revisarlo, ante las miradas de fastidio de sus dueños, a quienes terminaba entristeciendo, al contarles mi Love story…
No podía olvidar esa carita, esa ternura infinita que no había visto jamás en una mirada. Un cariño inmenso, nacido de repente, me hacía sentir más culpable… Trataba de racionalizar mi culpa, pensando que seguramente algún buen samaritano la tendría bien cuidada, pero miraba las veredas y las calzadas, buscando rastros de sangre o de restos perrunos, entre los charcos de lluvia.
Más de un mes estuve en ese trance, hasta que una tarde de invierno -de ese invierno miamense que dura una semana o dos- al pasar trotando por un parque cercano, unos agudos chillidos me hicieron voltear la cabeza: una perrita chichuahueña luchaba a hocico partido por soltarse de la correa que la sujetaba. La niña que la llevaba no podía con ella y su madre se la quitó y la cargó en sus brazos.
Me acerqué, la perrita saltó hacia mí y tuve que sostenerla como a una criatura; se subía por mi pecho moviendo sus patitas y me lamía la cara desesperada… »Por favor suelte a mi perra» me dijo la niña, en tono algo descortés. Le pedí un minuto para revisarla. Tenía una especie de chalequito de tela escocesa rosada, imagino que para el frío, una ridícula gorrita, tipo boina o vasca, de la misma tela, con un »pompóm» rojo y un collar de cuero en el cuello con una plaquita dorada, en forma de hueso, que llevaba inscrito »Shasha». Una gran alegría me invadió, devolví a Lady, perdón, Shasha, a sus nuevos dueños, a pesar de sus protestas, y me alejé. Esperé hasta que subieran a su camioneta y encendí mi viejo Volvo, estacionado al final del parque, con el cual las seguí subrepticiamente hasta su casa -que »por casualidad» quedaba al fondo de mi propio condominio- notando el inmenso cariño con el que la trataban y lo saludable y bien cuidada que estaba.
Cada vez que salgo a correr en las mañanas, me desvío hasta la casa de Lady-Shasha y, cuando cruzo por delante de su jardín, siento -feliz- sus ladridos. Un día tuve suerte y la vi subida en la ventana, con su tierna mirada, ladrándome…