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Agnès de Catherine Pozzi, o volver a la vida

La literatura europea del siglo XX nos ha ofrecido varias ficciones en las que se cuenta la búsqueda incesante de algo o alguien, entendidos como instancias de redención, descubrimiento o conquista. Desde À la recherche du temps perdu hasta No soy Stiller —acaso una de las más radicales—, pasando por Retrato del artista adolescente, El lobo estepario, entre otras que sería prolijo enumerar, se nos plantea la necesidad de afirmarse (o no) mediante la búsqueda de absolutos (o espejismos). Podemos preguntarnos hasta qué punto se trata de una herencia decimonónica o más bien de una inquietud netamente moderna: la necesidad de explorar los alcances de la subjetividad. Dentro de esta temática, descubrí hace algunas semanas el relato Agnès (1927), publicado y recibido en circunstancias más que azarosas, de la escritora Catherine Pozzi (1882-1934) y que la editorial Periférica ha tenido a bien entregarnos a los lectores hispanoamericanos.

Agnès es un texto breve escrito bajo la forma de un particular intercambio epistolar. Digo particular pues no existe intercambio en sí, sino una serie de prosas que se presentan como cartas a un destinatario desconocido, pero no por eso mismo menos existente. Así comienza el relato: “Mi querido, querido amor, mi amor de dulce sonrisa:/Te escribo; demasiado pronto. Pero hay muchas posibilidades de que no eche esta carta al correo este año, amor mío./Quizás nunca. La conservaré hasta que existas”. Lo que en un inicio puede dejar perplejo al lector, por lo inesperado y singular de la situación —escribir a alguien que no existe— , bastante rápido se entiende dentro de la lógica de la narradora. La joven de diecisiete años busca cierta forma de absoluto vital que no encuentra en su condición social, los suyos ni lo que posee, pertenencias, vivencias y conocimientos que juzga limitados, imperfectos. Dicho absoluto la lleva a formular mediante las palabras los contornos de un ideal. Ese ideal es el amor al que se dirige. Un ideal vacío y lleno a la vez. Vacío pues no corresponde a nadie concreto, lleno porque en él la narradora invierte sus emociones y expectativas más intensas.

Se trata de una escritura que, por más paradójico que pueda parecer, establece la distancia a la vez que acota la intimidad. La palabra es una presencia vicaria, la de alguien que no existe pero que, con cada oración se inventa, se delinea. El ser amado, de esta manera, es una proyección íntima en el doble sentido que puede adquirir la palabra. Por un lado, se construye al destinatario-amante con el fervor más intenso —“Quiero que encuentres en mi todo el pensamiento y toda la gracia del mundo (p.24)—; pero, por otro lado, se le da los rasgos personales: “En definitiva, tú eres precisamente lo que yo quiero ser” (p.18). Escritura que es reflexión del ser en el mundo, pero también reflejo de lo que la joven anhela para sí. Lo que anhela no es otra cosa que un afán de totalidad y de éxtasis ajeno a lo que su experiencia ha aprendido hasta ese momento.

Cuando se trata de Agnès, hay que saber disociar saber de conocimiento. El primero es la acumulación de datos e informaciones de manera casi mecánica, que no cuenta con el carácter volitivo, la necesidad de búsqueda, el esfuerzo de revelación que tiene el conocimiento. Para alcanzar el verdadero conocimiento —que es encuentro con lo deseado— la joven narradora busca perfeccionarse en los saberes diversos, pero al mismo tiempo despojarse de todo lo que no es esencial. Lo que le importa no es tangible ni terrenal. Eso explica el significativo desdoblamiento, hacia la mitad del relato, del destinatario de sus letras (por lo tanto el depositario de su deseo): “Porque el incierto Dios está formado por todo mi deseo como también TÚ. Mientras que Cristo es alguien diferente”. La búsqueda, a partir de este momento, adquiere una doble cualidad, como si, de pronto, los límites del conocimiento de ésta se hubieran dilatado hasta el infinito y, desde luego, lo eterno. El afán de trascendencia física, manifestado mediante la palabra, se vuelve también anhelo de un absoluto mediante el amor. De ahí, que Cristo encarnado, hombre al fin de cuentas, sea evacuado del triángulo planteado por Agnès. Como alguna vez fuera hombre, tuviera un físico, no hay necesidad de vestirlo mediante las palabras, a diferencia del ser amado.

Escritura cristalina, deslumbrante, Agnès es un libro de una modernidad única. En la prosa de Catherine Pozzi existe un fulgor permanente que es, a la vez, calmo y desesperado. Por eso, este relato no puede dejar indiferente al lector atento a las ficciones que son una búsqueda no sólo en lo contado sino también en su forma. Mientras varios libros publicados el año pasado ya parecen gastados —es tan convencional su propuesta— en Agnès parece latir una fuerza misteriosa, incognoscible, que interpela pese al tiempo transcurrido desde su publicación. Acaso, por eso mismo, es más marcado el extrañamiento y la fascinación que provoca en el lector. La búsqueda doble de su narradora resuena mucho después de terminada la lectura, como si de pronto se hubiese cuestionado nuestro aprendizaje burgués, nuestras renuncias de siglos, ese lento caer en lo que no es esencial. O bien, como dice la joven Agnès: “Cuando se acabe, volveremos a la vida”.

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