La Sayona de Chicago
El día de la reunión de Caracruz siempre me da un enorme fastidio ir: domingo en la mañana; la mayor parte del año hay que salir en medio del frío de Chicago; el par de meses de verano nos perdemos o llegamos tarde a alguna de las numerosas actividades que ofrece la ciudad; ir a pesar de no tener el texto listo, el tema pensado, las correcciones hechas; sin embargo, si me preguntan cuál es mi día favorito del mes, sin duda respondería el de la reunión de Caracruz. Los días de Caracruz son mejores en el recuerdo: los recuerdos lindos, libres, sin preocupaciones, conversando sobre los artículos que queríamos escribir y los números que teníamos que coordinar sin siquiera molestarnos por preguntarle a Margot si había presupuesto para el siguiente número; siempre hay dinero, Margot lo consigue, qué tal si hacemos un número sobre los programas de escritura creativa en español de las universidades de Estados Unidos; no sé cómo lo logra Margot.
En la reunión de diciembre se planifican los temas centrales de los números de todo el año; luego, una vez al mes se hace la reunión del número en elaboración, donde los coordinadores de los temas centrales del mes en marcha y del siguiente notifican cómo van mientras se pasa revista de las otras secciones y del material disponible para el número correspondiente. Así, en diciembre ya sabíamos que el número de octubre de este año iba a estar dedicado a mitos, supersticiones y espantos.
Desde que los Cachorros ganaron la Serie Mundial quería escribir sobre el final de la maldición de la cabra. Siempre me fascinó esa historia y todas las reafirmaciones posteriores que explicaban el porqué de más de un siglo de futilidad del equipo. Por años se construyó una identidad de equipo derrotado mas no perdedor, pues las razones de esas derrotas iban más allá del deporte, más allá de cualquier racionalidad. Fanáticos devenidos historiadores y viceversa, eran capaces de enumerar eventos, momentos, lugares y personas que se interpusieron para evitar la victoria de los Cachorros y con ello confirmar su destino, su condición de equipo maldito. Y de pronto, ya, se acabó, todo eso quedó borrado así, con un chasquido de dedos, por algo tan efímero como el título de campeón de una temporada. Ese vacío después de la victoria me
parecía no una liberación sino una nueva condena.
Me tomó algo de tiempo proponer el artículo, quería que fuera parte del tema central para que el texto tuviera un lugar destacado en la revista y no me iba a ser fácil convencer a la mesa si la propuesta no trascendía el tema deportivo. Dándole muchas vueltas a la cabeza, se me ocurrió la idea de hacer un dossier en el mes de octubre sobre las distintas costumbres y fiestas de Estados Unidos, México y el resto de Latinoamérica, aderezado con leyendas e historias que no necesariamente estuvieran relacionadas con esas fiestas, pero que serían perfectas para contar en la época, y luego de casi un año de hablarme frente al espejo del ascensor, me atreví a hacer la propuesta en la reunión de diciembre. La reacción general fue de aprobación y complacencia, aunque nadie comentó con entusiasmo posibles temas que se pudieran tocar, cosa que solía suceder, pero mejor así, la propuesta quedó ratificada y yo tenía en mi cabeza suficiente material en potencia para trabajar.
Uno suele cometer los mismos errores. Todavía estaba en la universidad la única vez que he logrado trabajar como jefe de redacción, en un periódico para estudiantes hecho por estudiantes, ese era el eslogan; duré dos números en el cargo y porque fueron generosos dándome la segunda oportunidad. Me interesaron solo ciertos artículos, ciertas ideas, lo demás lo dejé a la improvisación y eso se notó en ambos números bajo mi mando: completamente desiguales, desbalanceados, con unos artículos desarrollados hasta el último detalle, donde no había un solo cabo suelto, y otros por completo superficiales y editados a machete. Eso mismo parecía que me iba a suceder con mi tema central. El artículo sobre la maldición de la cabra apuntaba al largo aliento; cada anécdota investigada al detalle; fotos recién tomadas de los lugares si todavía estaban en pie, de archivo si ya no existían; entrevistas y testimonios de exjugadores, periodistas y fanáticos del equipo sobre cómo la cabra había marcado su relación con los Cachorros y sobre qué pensaban que vendría de ahora en adelante; comparaciones con otras pseudomaldiciones, porque hasta esa conclusión incorporaba, que los Cubs eran el único equipo que había tenido que enfrentar una maldición propiamente enunciada. Todo eso, por supuesto, en detrimento de cualquier otro aspecto del tema central. Llegó la mitad del año y no había avanzado mucho más allá de las otras tres primeras ideas sobre el dossier. Por suerte, cuando contacté a las tres personas que había pensado como posibles escritores de los artículos, aceptaron hacerlo sin ninguna objeción. Y por sorpresa, recibí un correo electrónico de Lea, la otra venezolana del consejo editorial de Caracruz, pidiéndome que le reservara espacio para un artículo.
Casi un mes después me volvió a escribir diciendo que aunque todavía no lo tenía para nada claro, pensaba escribir sobre una sayona de Chicago. No agregó más detalles, pero tampoco los necesité para aprobar entusiasmado y confirmarle que sería parte del tema central.
Llegó agosto y en la reunión le conté al grupo que tenía cuadrados un artículo sobre los orígenes de las celebraciones de Halloween y del Día de los Muertos; otro sobre el chupacabras como fenómeno cultural de la televisión hispana de Estados Unidos; un ensayo sobre el terror tanto sobrenatural como político-social en las obras de Samanta Schweblin y Mariana Enríquez; mi artículo sobre el fin de la maldición de la cabra y el reto de construir una identidad sin mitos fundadores; y una historia que todavía estaba en pañales que me propuso Lea sobre una sayona de Chicago. Aquello sacudió a la mesa, nadie había escuchado nunca hablar de una sayona de Chicago, y en esa mesa se sentaba gente que conocía la historia, cultura, mitos y leyendas populares de la ciudad como solo la llegan a conocer los que escogen vivir en un lugar por lo que este tiene para ofrecerles.
A pesar de la expectativa general, Lea no añadió mayor información, dijo estar apenas comenzando a investigar sobre el asunto. El que estuviera tan cruda en la idea me resultó un tanto descorazonador, el primer correo que me envió fue a principios de junio, en dos meses no había progresado más allá de la idea general. Con todo y lo prometedor del tema, no había nada que me dijera que Lea escribiría un buen artículo, ni siquiera estaba seguro de que llegaría a escribirlo, por lo que tampoco me preocupaba demasiado si llegado el momento tenía que sustituirlo por otro.
El artículo de la maldición de la cabra estaba terminado salvo por el exceso de palabras, con una tarde de revisión lo dejé listo y archivé todo el material extra para un proyecto futuro, quién sabe si un libro a publicarse en la conmemoración de una fecha significativa de la historia del equipo. Entonces, para estar preparado en caso de que a última hora hubiera que llenar espacios, comencé a trabajar en un texto sobre las pequeñas diferencias en las tradiciones supersticiosas latinas y anglosajonas: el gato con sus respectivas siete o nueve vidas, el día 13, martes o viernes, y otros ejemplos.
Las semanas posteriores a la reunión recibí un par de comentarios de miembros de la revista comentando que el número había generado buena expectativa, en especial el texto de Lea. Tenían razón, la sayona de Chicago, o más bien la sola idea de que existiera, le daba al dossier una fortaleza y un atractivo que los demás temas no poseían. Por eso le escribí varias veces a Lea para alentarla-presionarla a que escribiera el artículo, ella seguía sin soltar prenda, la imaginaba estancada, mensaje tras mensaje lo único que obtenía de ella era un “estoy investigando” bastante evasivo. Pero en la reunión de septiembre, Lea ni siquiera me dejó presentar el estado general del dossier, tomó la palabra y lo que contó nos dio a todos la sensación de que podía convertirse en el texto central del número.
La historia de la sayona del lago se la contó a Lea su casero, el señor Porras. Lea vivía en un cuarto de la casa de Porras, en la calle Throop, muy cerca de la 18 y de la sede de Caracruz, tanto de la actual como de la anterior. Porras y Lea conversaban todo el tiempo y en su casero Lea había encontrado un excelente termómetro de los temas de la revista. Cuando a Porras le interesaba el tema central, Lea hacía lo posible por escribir, cuando no, Lea ni opinaba. Con el dossier de espantos y supersticiones, Porras tuvo una reacción inmediata, “herejías” sentenció y le preguntó a Lea si era cristiana. Para no desviar el tema, Lea, que solo había llegado hasta la primera comunión, dijo que sí, pero el otro no estaba tan interesado en la condición de practicante de la religión de Lea sino en el sermón general: “Si es usted una verdadera cristiana, más aún si es católica, no debe andar en busca de espantos, el que busca espantos no sabe qué espantos encuentra”. Porras le habló por enésima vez de su trabajo en la iglesia ayudando a inmigrantes, indocumentados o no, a dominar el inglés y a llenar las planillas de ciudadanía, de impuestos, de asistencia social, de lo que necesitaran, “ahí nos conocimos, ¿se acuerda?” intentó atajarlo Lea. Pero Porras continuó con su perorata ahora centrado en las numerosas iglesias de Chicago y le reiteró que cuando quisiera le hacía un recorrido por ellas, que la oferta siempre estaría en pie. Fue un largo preámbulo para llegar de manera por completo inesperada al tema de la sayona; cuando ya Lea no prestaba ninguna atención, el señor Porras le dijo que le iba a dar una historia para su revista.
Entonces Porras le contó de Cañitas, el primer inquilino que tuvo Porras, el único venezolano hasta que llegó Lea; por eso le contó la historia, eso pensó Lea. Cañas tenía dos trabajos, de parquero y de ayudante de fotógrafo. Mr. Smith, así se apellidaba el fotógrafo, tenía mucho trabajo en la temporada alta, el verano, con el poquito tiempo que dura y todas las novias de Chicago queriendo tomarse fotos al aire libre. Todos los días del verano tenían una o dos sesiones, y en el camino a cada una de ellas, Mr. Smith le preguntaba a Cañitas si creía que iba a haber niebla, “porque si había niebla eso significaba que podía aparecer la sayona del lago”. Según Porras, Cañas le contaba la historia con rabia, Porras estaba seguro de que era rabia contra Smith, estaba harto de él, no era para menos, todos los días, como si se tratara de un niño capaz de repetir lo mismo una y otra vez y reaccionar siempre con la misma emoción, Smith le decía que los días de niebla la sayona del lago se aparece vestida de novia esperando al novio que nunca llegó y si un fotógrafo descuidado la retrata morirá al revelar las fotos, porque nadie puede verle la cara a la muerte y vivir para contarlo. Lea supo enseguida que ahí en efecto tenía una historia para el número y le preguntó a Porras si mantenía alguna seña de Cañas. “No tuvo tiempo ni de despedirse. Se había comprado una nave y yo le decía bájale, veneco, que no eres güero, pero no le bajó y un día el camión de la migra estaba esperándolo frente a la mismísima puerta de la casa de usted”.
Lea investigó, no demasiado porque no tenía tanto tiempo, pero sí lo suficiente como para darse cuenta de que la historia de la sayona de Chicago no era tan conocida como le habría gustado, si es que no se trataba de una especie de chiste privado que el tal fotógrafo Smith le echaba a sus ayudantes con el único fin de exasperarlos. Aunque no había material para escribir un artículo, la historia era buena y Lea quedó convencida, a pesar de la falta de pistas o evidencias, que valía la pena buscar a la sayona. El plan que puso en marcha nos cautivó:
—Como la sayona se le aparece a los fotógrafos de boda, ahí es donde estoy buscándola. Llevo tres meses haciendo el mismo recorrido para preguntarle a los fotógrafos si han escuchado hablar de la sayona, pero nada, la única respuesta que he obtenido hasta ahora son unos “I’m working here!” a veces hasta violentos, pero voy a seguir intentándolo hasta el día que tenga que entregar el artículo.
La sensación general, no obstante, fue de satisfacción, lo que contó Lea nos pareció en sí misma una gran historia, suficiente para lo que le pedimos a los artículos del tema central. Sin embargo, Lea esperó a que la reunión se disolviera para acercárseme y preguntarme si podíamos hablar un poco más.
La invité a un café en el Jumping Bean. Cuando estuvimos sentados y servidos me confesó que estaba preocupada, quería escribir del tema, pero no avanzaba, nadie en la ciudad sino el señor Porras había escuchado sobre una sayona del lago. No quería comenzar a dudar de su casero, todavía estaba segura de que la historia era cierta, Porras no la habría inventado.
—Y sin embargo, ya me siento ridícula, no debí haber llegado tan lejos.
—Mira, te entiendo perfectamente, a mí también me ha pasado, cuando me obsesiono con un tema no quiero soltarlo por nada del mundo, pero la verdad es que ya tengo material listo en caso de que un artículo se caiga, si es el tuyo, bueno, para el próximo escribes otro.
Aquello a Lea no le gustó nada, que yo me tomara con tanta tranquilidad su posible incumplimiento debe haberla herido en el orgullo, como si de pronto hubiera descubierto que la misión que se había puesto a sí misma no era importante para más nadie; de inmediato entendí que por una cuestión de puro carácter seguiría buscando a la sayona del lago y que no pararía por algo tan arbitrario como una fecha de entrega.
—Pero, ¿se te ocurre alguna alternativa?
—Honestamente, estoy ya seca de ideas.
—Bueno, no sé si te diste cuenta de que la mesa estaba fascinada con tu historia. Quizás debas convertirla en un tema central, así puedes seguir tu investigación hasta el mes que le toque, y tienes hasta diciembre para encontrarle un dossier que le sirva de marco.
No sé si la convenció mi propuesta, pero se relajó un poco. Continuamos tomando el café y comentamos que el frío todavía no había entrado con fuerza. En efecto, cuando nos terminamos el café y ya estábamos por despedirnos, la sentí más tranquila, confiada, tenía un plan, si no aparecía la sayona de todos modos podría seguirla buscando un tiempo más hasta que tuviera una historia que contar y eso le permitió irse satisfecha. Todavía me cuesta creer que esa fue la última vez que la vi.