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a la guerra


Yo quería que algo grande pasara, como que se cayera el sol, soltando ráfagas o cometas enormes y amarillos en el cielo dominical. Que el cielo se rajara con las marcas de unas garras de monstruo enorme y, a través de ellas, en medio de tanto azul, se pudieran contar las estrellas proyectadas en el fondo negro de la noche cósmica. Deseaba que el mundo empezara a irse por esas aberturas grotescas en torbellino insaciable, violento, a lo balón pinchado, llevándose los semáforos, las casa, las verjas, los perros vecinales, hacia el triste y helado infinito.  Imaginé a una niña vestida de carmesí, aferrada al paraguas de su padre, blanco, cual carpa de circo minúscula, propulsarse verticalmente hacia su perdición con una sonrisa traviesa, con un goce auténtico de mueca vivaracha, abriendo bien las piernas, para que la falda formara campana, tipo película…

Entonces apareció el ángel, dio tres volteretas cómicas de paracaidista a la altura de unos tres pisos y se lanzó hacia mí en picada, detuvo su nariz a tres centímetros de la mía, el cuerpo una tilde suspendida sobre mi cabeza, tal parecía acentuarla… sus ojos sonreían entre parpadeos veloces una luz azul, una luz interesante.

­—¿Ha muerto alguien? —preguntó.

—No, nadie, al menos no ahora. —respondí.

—Pero sí se murió alguien en algún momento. —daba vueltas alrededor de mi cabeza como un satélite.

—Pues claro, siempre hay alguien que se muere. —repliqué.

—¿Tú madre? ¿Tú padre? ¿Los dos? —yo dije que sí a la última pregunta. —¡Uf, ¿hace cuánto?!

—En la primavera. —contesté y la mueca de pena que hizo parecía sincera.

—¿Un accidente? —revoloteaba moviendo las manos, como ansioso por saber los detalles.

—No, los mató un ladrón de coches. —manoteé para quitármelo de encima, pero era persistente.

—¿Y tú qué hiciste? —chilló.

—¿Qué voy a hacer yo? Yo tengo 14 años.

—¿Y al ladrón, lo apresaron?

—Pues no, pero todo el mundo sabe quién es.

—¿Quién?

—Seguro fue El Kilo, el ladrón del barrio, yo lo sé.

—Pero no tienes pruebas…

—No… pero lo sé.

—Pero no lo viste…

—No, pero tiene esa cara de… yo sé que fue él, tiene que ser —contesté.

Me miró y sacó una sonrisa de sabelotodo, se elevó bien alto hasta hacerse un puntito en el cielo, regresó en un instante, se posó frente a mi y sacó dos pistolas relucientes. Me las puso en las manos y metió una caja de balas en un bolsillo de mi pantalón.

—¿Tú sabes que yo soy un ángel? —dijo.

—Me lo imaginaba, como brillas y tienes alas enormes y blancas… —la superficie pulida de las armas reflejaba mi cabeza, alargada, arremolinado el reflejo, borrados los rasgos de la cara en una amasijo inquietante.

—Soy un ángel de calidad, uno de los mejores, certificado A. Pero eso no importa, lo importante es que el salvaje asesinato de tu familia no quede impune. ¿Ves estas pistolas? Son pistolas divinas, cuando las usas, desaparece la injusticia sin dejar rastro…

—¿Y este gorro raro para qué es? —dije.

—Es un pasamontañas que me prestó un querubín. Si te lo pones, nadie recuerda haberte visto. —respondió el ángel y se paró en la punta del dedo gordo del pie derecho, como un bailarín de ballet.

—¿Y qué se supone que haga yo con esto? —un ligero temblor empezó a nacer en mi columna.

—Pues dale lo que se merece al Kilo ese, por supuesto. Él es un homicida, un asqueroso asesino, un bicho, un reptil.

—Pero yo no puedo hacer eso…

—Claro que puedes, no seas cobarde, ¿vas a dejar que mate a otros? ¿Qué acabe con otras familias?

—Pero… —no era descabellado lo que me decía el ángel.

—Le harás un gran favor a la humanidad. Los liberarás de una carroña sin valor. Además, vengarás a mamá y a papá…

—Pero… ¿y?

—Recuerda, nadie te verá, las pistolas desaparecerán, nadie te podrá hacer responsable… nadie. Te lo digo yo, que soy un ángel…

Yo quería que algo grande pasara, así que lo esperé escondido en unos arbustos frente a su casa. Llegaron en un auto grande, del que se bajaron el Kilo y su mujer, se besaban con desfachatez, luciendo sus tatuajes, el rap a toda bocina, el carro brincando… y me acerqué lento, arrastrando los pies, por la acera, bajé el contén hacia la calle en una zancada que me pareció nunca se acabaría y le puse 1, 2, 3, 4, 5 balas en el cuerpo al Kilo y a su mujer… los disparos resonaban en la calle muerta, oscura. No los miraba a la cara, sino al suelo, les disparaba con mi mirada periférica, con el rabillo del ojo.

—6, una por mi madre,

—7, otra por mi padre,

—8, otra por mí,

—9, 10, 11 tres por las humillaciones en el orfanato,

—12,  por los abusos…

—13, por el dolor que no se iba,

—por el vacío de mi pena que no se llenaba con ninguna alegría, ni con sus gritos culpables ¡No me mates, chiquillo!, ni con la imagen rara de la sangre corriendo por el pavimento como un arroyuelo perverso y sin rumbo.

Entonces reparé en una carita pegada al cristal del asiento de atrás del auto, la carita de una niña, de la hija del Kilo, mirando, horrorizada, no a mí, ni a los restos moribundos de sus padres que descansaban sobre la calzada, sino hacia el reflejo de un ángel oscuro, de ojos de fuego, garras enormes para rasgar el cielo y una risa malévola, que miraba y se retorcía complacido, suspendido en el aire, su sombra acentuando mi sombra a mis espalda.

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