Una noche, cuatro leyendas: la historia como diálogo

 

En One Night in Miami, la directora Regina King imagina un encuentro íntimo y profundamente político entre cuatro íconos de la historia afroamericana: Malcolm X, Muhammad Ali, Sam Cooke y Jim Brown. La cinta, basada en la obra teatral homónima de Kemp Powers, imagina una conversación privada entre cuatro figuras clave del movimiento afroamericano, en la que el debate político y las tensiones personales revelan las distintas formas de enfrentar la lucha por la igualdad.

La premisa parte de un hecho real: el 25 de febrero de 1964, Cassius Clay (aún no Muhammad Ali) venció a Sonny Liston y se proclamó campeón mundial de los pesos pesados. Aquella noche, en lugar de ir a festejar en los clubes de Miami Beach —donde no se le permitía la entrada por las leyes de segregación racial de Jim Crow—, Clay se reunió en el Hampton House Motel de Overtown con tres de sus amigos: Malcolm X, activista y figura clave de la Nación del Islam; Sam Cooke, cantante de soul y empresario musical; y Jim Brown, estrella de la NFL y actor en ascenso. Lo que ocurrió exactamente dentro de esa habitación es desconocido. Pero lo que Powers y King hacen es tomar ese momento como punto de partida para una conversación especulativa y al mismo tiempo urgente, en la que las tensiones raciales, la fama, el poder económico y el deber moral se entrelazan sin escapatoria.

Cada personaje representa una forma distinta de pensar la libertad. Malcolm X (interpretado con intensidad por Kingsley Ben-Adir) es el militante radical, convencido de que la revolución no puede esperar. Sam Cooke (un Leslie Odom Jr. carismático y vulnerable) defiende el poder transformador de la música y el capital negro. Jim Brown (Aldis Hodge) observa desde la distancia, con un pragmatismo estoico. Y Cassius Clay (Eli Goree), joven, confiado, a punto de convertirse en Muhammad Ali, es la síntesis viva del espíritu de cambio.

El gran mérito de la película está en su guion: aunque basada en una obra teatral, nunca se siente estática. La conversación entre los cuatro se despliega con ritmo, ironía, y sobre todo, una inteligencia política notable. No hay moralejas forzadas ni héroes sin contradicciones. Cada uno de ellos se enfrenta a sus propias limitaciones: Malcolm, acorralado por la inminente ruptura con la Nación del Islam; Cooke, incómodo ante las acusaciones de complacencia; Clay, dudando entre la lealtad religiosa y la presión mediática; Brown, desencantado por el racismo soterrado que persiste incluso en el elogio blanco.

King dirige con elegancia y respeto, sin caer en la tentación del biopic tradicional. Se concentra en los gestos, los silencios, los matices de una conversación que es tanto personal como histórica. La fotografía cálida de Tami Reiker y la música de Terence Blanchard sumergen al espectador en el ambiente del Miami de los 60, sin convertirlo en postal nostálgica. Y si bien hay momentos donde el discurso puede sentirse demasiado explícito, la película nunca pierde su tono sincero ni su compromiso con el diálogo.

 

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