En La balada de Narayama, de Shoei Imamura, la impactante vieja protagonista justifica el robo por hambre ante su hijo. A punto están de pelarlos los campesinos, con esa crueldad propia de los que habitan una tierra yerma y han sido desposeídos de lo poco que tenían para pasar el invierno. De hecho, la miseria que se muestra durante toda la película sobrecoge. Más allá de si lo justifica o no, cuestión que requeriría por sí sola de una columna, ¿son la miseria y la injusticia social los primeros motores del crimen? Y si parece que es así en el Japón rural que muestra el filme, ¿ha sido también protagonista de la crónica negra barcelonesa? Para encontrar la tensión que el crimen confiere a las desigualdades sociales, el germen de los quinquis, no hay que remontarse muy lejos en el tiempo en la Barcelona de la segunda mitad del siglo XX. Concretamente, basta con ir al 4 de abril de 1974. Ese día actuó José Luis Cerveto, el Asesino de Pedralbes. Entró a robar en la casa en la que había estado trabajando de mayordomo hasta su despido. Antes afinó la maquinaria criminal hasta el detalle para que se convirtiera en un artefacto perfecto. Compró ropa negra. Adquirió zapatos negros de suela de goma de una talla menor para evitar la identificación de sus pisadas. Alquiló un coche y se acercó a aquella casa, un lujoso chalé en la calle Alós número cinco, en medio de Pedralbes. Sabía dónde se guardaban los objetos de valor. Y había calculado su huida y su coartada, tratando de justificar su ausencia de la Ciudad Condal con el kilometraje y la devolución tardía del auto. Ni siquiera tenía que acuchillar a sus víctimas. Pensaba simular una deflagración de gas, un estallido que hiciera saltar por los aires sus rastros junto con la vivienda y sus habitantes. Pero, cuando tiró al suelo el vaso de agua que reposaba en la mesita de noche del señor, Joan Roig en busca de unas llaves, justo las que abrían la caja fuerte, lo despertó. Entonces no dudó en asesinarlo para quitarlo de en medio. Lo mismo sucedió con su mujer: María Rosa Recolons. Sin embargo, no le bastó. Su cuchillo se cebó con aquellos dos cuerpos ya sin vida penetrándolos repetidas veces. No se entendía aquel aluvión de puñaladas, aquel arrebato, sobre todo, si se comparaba con la decisión de Cerveto de cerrar la espita de la bombona de gas de la cocina tras escuchar el llanto de la hija de una sirvienta y así detener la explosión, el estallido que tenía planificado. No se entendían más que por el odio, tal como el mismo Cerveto afirma en el documental que años después le dedicó Gonzalo Herralde. Cerveto era producto de la miseria y el desarrollismo franquista. Nació meses después del final de la Guerra Civil. Parece un Pascual Duarte pederasta. En aquella España de alpargata y miseria era muy común entre las viudas entregar a los hijos varones a las instituciones de beneficencia para quedarse con las hijas una vez moría el marido. Eso sucedió con muchos de los quinquis. También con Cerveto, que se convirtió en carne de orfanato y de abusos. Sin embargo, ¿lo justifica eso todo? ¿No hay posibilidad de reinserción? Cuando Cerveto vivía en Madrid, muchos años después de abandonar la cárcel y de aquella rabia de la que hablaba en el documental, lo detuvieron varias veces por agresiones sexuales a menores. El abusado se había convertido en abusador. Ya sin orfelinatos de por medio, repetía el círculo.