La balsa inflable, atiborrada de migrantes, está a punto de zozobrar en las aguas del Mar Egeo, entre Ayvalik, en la costa de Turquía, y la isla griega de Lesbos. La noche es oscura y el mar encrespado llena de agua a la embarcación. Para aligerar el peso y disminuir las probabilidades de hundimiento, Sara y Yusra se lanzan al agua y empiezan a nadar. En la oscuridad, en medio del oleaje, se esfuerzan por llegar, al lado de la balsa, a tierras europeas. Los guardacostas griegos ya les han negado el auxilio y solo tienen sus fuerzas, su voluntad, su habilidad como nadadoras y el ánimo de la solidaridad para lograrlo.
Ya ha amanecido cuando atisban la isla. Han nadado por horas, mientras la balsa impulsada por un motor desfalleciente avanzaba al mismo ritmo que ellas. Hacen un esfuerzo final, de vida o muerte, y llegan a la playa. De manos y rodillas sobre la arena, jadeantes, y luego colapsadas y llorando en la orilla, se abrazan con otros sobrevivientes.
Es una de las escenas más emocionantes de la película The Swimmers o Las nadadoras (Sally El Hosaini, 2022), sobre las hermanas Sara y Yusra Mardini. Adolescentes y migrantes sirias, buscan huir de la guerra civil y continuar en Europa sus estudios y sus carreras como nadadoras con aspiraciones olímpicas. El filme acompaña su historia hasta la participación de Yusra en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016, como integrante del equipo de personas refugiadas. Da, además, testimonio de las vicisitudes y obstáculos que enfrentan las personas que migran, sin autorización, de África y el Medio Oriente a Europa.
He visto esa escena muchas veces, en parte porque la gesta de las nadadoras es conmovedora y admirable en sí misma, y en parte porque me recuerda el canto V de la Odisea. La balsa de Odiseo naufraga debido a la tormenta que ha desatado el iracundo y vengativo Poseidón y el itacense se ve obligado a nadar a tierras feacias para salvarse. Hay muchas comparaciones posibles entre la escena cinematográfica de El Hosaini y la poética de Homero. Hoy me detengo a ponderar un detalle: tanto a Yusra como a Odiseo los acompaña, y los salva, una gaviota.
Nadando de madrugada contra toda esperanza, Yusra imagina el amanecer para darse ánimo y se ve a sí misma, flotando de espaldas y descansando en un mar calmo, mientras una gaviota sobrevuela el estrecho entre Ayvalik y Lesbos y le señala la dirección a tierra. Poco después aparece la Aurora de rostro rosáceo y le permite ver los cerros azulados de la isla.
Odiseo, por su parte, está a punto de zozobrar en medio de la tormenta en el Mar Jónico cuando Ino Leucotea, diosa marina de hermosos pies, emerge del mar en figura de gaviota y se posa a su lado. Le habla, asegurándole que su destino no es la muerte, sino llegar a tierra nadando por la fuerza de sus propias manos, y le regala un velo que, ceñido al cuerpo, lo protegerá de perecer ahogado o despedazado por el embate del mar contra los peñascos de la costa. Dicho esto, la diosa se sumerge de nuevo en las olas, como gaviota pescadora. Odiseo, desconfiado, duda si debe abandonar la balsa y lanzarse al mar. Pero una gran ola destruye su almadía y, sin otra opción, empieza a nadar. Aún enfrentará dos días y dos noches de vicisitudes en el mar, como son capaces de hacerlo algunos nadadores de aguas abiertas hoy en día, antes de salir a tierra en la desembocadura de un río plácido. Exhausto pero vivo, tocará entonces tierra y gemirá, como lo hace Yusra, cuando se da cuenta de que se ha salvado.
De pie en Brighton Beach, playa brooklynense frente al Atlántico, observo a las gaviotas que sobrevuelan la costa y pienso en qué significan las gaviotas. Una historia, mítica, proviene de la Grecia arcaica; otra, basada en hechos reales, de la Siria contemporánea. Yo las interpreto en clave mesoamericana. Las gaviotas son nahuales, espíritus protectores, que acompañan a los náufragos, a los migrantes desplazados, les infunden ánimo y les ayudan a encontrar territorios seguros. Ser como gaviota, entonces, es un buen ideal ético para nuestro tiempo.