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Adelanto de Neurosis Miami de Gastón Virkel

 

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Placa negra, letras blancas: contaré la historia de un impostor que se mudó a una ciudad decadente, una playa frívola y violenta que se reinventó imitando a una serie de televisión de los ochenta. Reader discretion advised.

Me llamo Boris Finkelstein, la ciudad en cuestión es Miami, la serie de los ochenta hace referencia a Miami Vice. Listo. Se acabó el misterio. No quería contar esta historia con ese tono. Tampoco con el de una redención. Hubo un intento de reinventarme porque Miami invita a jugar con el deseo. Si lo logré o fracasé, no estoy seguro. Habrá que llegar a la última página para saberlo. Mi opinión personal: esta historia se acerca más a una metamorfosis kafkiana. Un día me levanté después de un sueño intranquilo y me había convertido en algo mostruoso.

Dos noches antes del viaje organicé una fiesta de despedida en un boliche de la zona de Recoleta. A unas cuadras de la casa que perteneció a Jorge Luis Borges, el padre de mi patria literaria. Fue muy emotiva, muchos amigos pasaron a saludarme, y hasta disfruté el rol de centro de la fiesta. Lo que me perseguió de aquella noche tiene que ver con una morocha de ojos azules y curvas no tan sutiles. No del tipo anoréxica porteña sino de circunferencias casi caribeñas, un guiño al futuro inmediato. No exagero si afirmo una de las mujeres más llamativas que se han dignado a elegirme. Mientras hablaba con los invitados y los ponía al tanto de los detalles de mi mudanza, sin mucha expectativa fui forjando una charla seductora, y fui correspondido. A ver: yo suelo decir —mitad en broma y mitad en broma que esconde la verdad— que en el despertar sexual me quedé dormido. Debuté tarde, mis conquistas me costaban más de la cuenta. La relación más duradera alcanzó raspando los dos años y con muchas idas y vueltas. Tal vez, ser tan pálido y pelirrojo en un país como Argentina no ayude. Llamamos demasiado la atención; si no se respalda con personalidad, pasamos a ocupar rápidamente el rol de freak, de outsider o chivo expiatorio. Algunos se tocan el huevo izquierdo para desactivar la “mala suerte” de cruzarse con un colorado. Quiero decir que si después de veintiséis años de remar contra la corriente, la chica más linda del mundo te llega dos días antes de dejar el país, parece un cuestionamiento. Para un storyteller que piensa en progresiones dramáticas, una mala señal. Te estás marchando pero —arriesgo—: no necesitás cruzar el mundo para alcanzar tus sueños. Acá tenés todo lo que necesitás. El amor está a la vuelta de la esquina. Simple, cursi, devastador.

Si uno elige el simulacro en el que vive. Entonces, ¿qué simulacro prefiere un escritor wannabe que siente que no le ha pasado nada relevante en la vida? ¿Qué hace una persona insegura que cuenta con la única certeza de que lo que vivió no ha valido mucho la pena? Iimita. Imita a los que sí han toreado algún que otro fantasma. La imitación es un acto reflejo, un mecanismo de defensa que aparece cuando te das cuenta de que las adversidades que has enfrentado son brisitas insignificantes que, en el mejor de los casos, sufren el bullying de los verdaderos obstáculos de una historia.

¿Qué hacés, entonces? Imitás. Como Miami imitó a Miami Vice. Imitás hasta que algo pase. Hasta que aparezca algún evento que valga la pena contar. Confieso que me hubiera gustado imitar a Bukowski y encarnar a un maldito diez minutos. Hubiera dado todo por parecerme a las migajas de Fogwill. De Arlt. Baudelaire. Algún beatnik. Diego Rivera. Bob Marley. Freud. Woody Allen. Bioy. Scorsese. Manchevski. Eso: me hubiera gustado encarnar a Milcho Manchevski para estrenar Antes de la lluvia en un Buenos Aires noventoso, exhuberante, y saber que en ese cine de la calle Corrientes se abriría un círculo en la cabeza de un joven porteño que saldría de aquella sala con el plan de convertirse en el simulacro argentino de Milcho Manchevski.

Pero uno imita lo que le sale. Y para 2001, no me salía ninguno de estos. Argentina detonó a finales de ese año pero yo ya me encontraba lejos. No porque lo hubiera anticipado. Sino porque en mi destino siempre figuró migrar. Y se me había dado. Íntimamente tenía el morbo de empezar de cero. Reinventarme lejos. Elegir un simulacro y serle fiel en un lugar donde nadie conociera al Boris original.

En mayo de ese año embarqué en un vuelo de American Airlines rumbo a Miami, un destino que tenía fecha de caducidad. Solo un puerto de entrada a la reinvención. Después seguiría New York, Los Ángeles, Europa, imposible saberlo. Me senté en una ventanilla de un vuelo repleto de turistas, negadores acérrimos de un país que se iba a pique. Entre ellos, un chico que no paraba de mirarme. Me pasa seguido. Nos pasa a todos los pelirrojos. ¿Cambiaría esto? ¿Los colorados seremos menos freaks en el mundo anglosajón? Yo representaba la pura incertidumbre que contrastaba con las excitaciones pre Disney, pre Shopping Mall de aquella horda insoportable.

Uno elige el simulacro en el que vive. Y en aquel mayo de 2001, yo podía elegir el mío. Cuando el avión tomó velocidad crucero y recliné el asiento, mientras leía Pierre Menard, autor del Quijote de Borges y trataba de aislarme de la ebullición ajena, puse en marcha ese simulacro. Me sabía un impostor. Y tenía delante la oportunidad perfecta.

 


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