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PARRA: TODOS SOMOS EL ANTROPOIDE

     

En los diarios de Victor Klemperer (1881-1960): Quiero dar testimonio hasta el final 1933-1941, el filólogo que hizo frente con su escritura cotidiana a la sinrazón del Tercer Reich, se puede leer una anotación, en principio inofensiva, que, tras la reflexión, espeluzna. En ella, antes de que se desencadene todo el oprobio nazi sobre su existencia y su persona por el simple hecho de ser de raza judía, Klemperer expresa su esperanza en el pueblo alemán, tras asistir a un concierto de música clásica, con su mujer, y emocionarse junto al resto del público. A la vista de la música que escuchaba Adolf Hitler y las circunstancias que se dieron durante su mandato, en especial, con los ciudadanos judíos, no parece que la cultura exima de la barbarie.

              El de la civilización y la barbarie es un tema mayor en el ámbito cultural. Funda, entre otras cosas, la literatura argentina con Facundo, el enorme libro de Domingo Sarmiento, que en el subtítulo contiene la tensión de la que aquí hablo —civilización y barbarie en las pampas argentinas—, y con El Gaucho Martín Fierro, el poema de José Hernández. En el caso argentino, sin embargo, la línea entre el hombre educado y el salvaje queda claramente delimitada, no así en el comentario de Klemperer y su posterior reflexión. En ese caso, el ser que en principio parece civilizado, el melómano de oído refinado, acaba convirtiéndose en el bárbaro. Ese es el planteamiento y el tema principal de El antropoide (Candaya, 2021), la segunda novela de Fernando Parra Nogueras (Tarragona, 1978), que este articula en torno a la bondad y la maldad, y a través del clásico de Robert L. Stevenson: El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, que atraviesa toda la narración.

           Ya por su título, Parra apunta a ese animal que todos llevamos dentro, y lo define muy claramente en la cita de Francisco Umbral que inicia el libro. A partir de ahí, con una prosa de orfebre, de frase larga, subordinada, con recursos de poeta (“la ciudad regurgita su ralentí durante la espera” [p. 16]), el autor construye un personaje: Eduardo, que encierra todo lo bueno y lo malo de la condición humana. Es refinado, culto, de una erudición exquisita, y un buen gusto envidiable, pero también sufre una pulsión, en su caso, libidinosa, que arruina todos sus propósitos bondadosos y lo acuna en los brazos de la perversión.

           Eduardo pertenece a una poderosa y acaudalada familia que, por mucho tiempo, lo ampara bajo el ala de la editorial que preside su padre. Pero su pulsión se manifiesta de forma temprana e incestuosa y el castigo lo expulsa del hogar familiar para enviarlo al periódico de provincias que regenta su tío y donde tendrá que ejercer de corrector de estilo de hasta los anuncios clasificados —sin duda la parte más hilarante del libro—. Allí también conoce el amor o, cuando menos, el enamoramiento, a través de la nueva secretaria de su tío. Pero, una vez más, sus tendencias tempestuosas le alejarán de ese puerto, y le sumirán en una serie de tramas que hacen reflexionar sobre los hechos que nos llevan a actuar de una forma u otra más por las circunstancias que por los valores que se nos suponen, esa barbarie, la del antropoide, que se superpone a la civilización, que se le superpone al humano. Ese es, sin duda, el punto fuerte de un libro que, gracias al escenario del diario de provincias se dota de una larga nómina de personajes: como el esforzado y humilde Paulino, con sus problemas familiares, la maquiavélica Rosario Peñafría, Marlon, el fotógrafo, o Cruceiro, el redactor jefe, que le permiten indagar en las distintas conductas de la condición humana, a fin de cuentas, el tema del libro. Parra lo hace dotándose de una estrategia cervantina, del manuscrito encontrado, enviado, recibido, y desde la conciencia de la dificultad de la buena escritura.

           La audiencia interesada en la buena literatura, bien pergeñada, y también en los temas mayores, en la reflexión sobre nuestra naturaleza, encontrará en El antropoide un texto muy atractivo, con suficientes referencias como para guiarse en la lectura. Por la voz, erudita, que analiza la vulgaridad que nos rodea, la novela recuerda al Ignatius Reilly de La conjura de los necios. Y por la descripción quirúrgica de las escenas sexuales, a Michel Houellebecq. Sin embargo, en todo momento se distingue una voz propia que crece en cada página, la del autor.

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