Miami ha sido el refugio de grandes capos de la mafia italiana que escapaban de New York y Chicago, como Al Capone y Meyer Lansky. Pero en los ochenta lo fue también para el Padrino cubano.
El 29 de diciembre de 1962, el presidente John F. Kennedy y su esposa Jacqueline Onassis, llegaron en un convertible blanco al Orange Bowl de Miami. Era un día de cielo encapotado y los esperaban alrededor de mil cien jóvenes exiliados cubanos, de la Brigada 2506. Un año antes estos jóvenes intentaron recuperar a Cuba, su país, de las manos de Fidel Castro en lo que a la fecha es recordado como el fracaso más grande de la historia por derrocar a la dictadura: La bahía de Cochinos. Coordinado por la administración de Kennedy y la Central Intelligence Agency (CIA), el operativo tenía como objetivo entrenar y apoyar con armas y fuerzas militares a los exiliados que invadirían Cuba y eliminarían a Castro, pero la mañana de la ejecución del plan, Kennedy dio la orden de replegar el ataque aéreo mientras la tropa ya se encontraba en tierra. Los brigadistas fueron abatidos y encarcelados hasta que el gobierno de Estados Unidos logró repatriarlos. Para reivindicarse, Kennedy, en su discurso en el Orange Bowl, ofreció a los ex combatientes la ciudadanía de Estados Unidos y enrolarse en su ejército. Una de las bases militares donde los ubicaron fue Fort Benning, en Georgia, y uno de los que asistió a ella fue José Miguel Battle, un hombre corpulento, de sangre fría y mirada penetrante que en la Cuba de Batista se desempeñó como policía y en la invasión estuvo al mando de una de las embarcaciones de la Brigada.
Después de dos años en Fort Benning, Battle fue dado de baja y se instaló en New York, y vio en la Bolita, una suerte de lotería en la que circulaba mucha plata de mano en mano, su posible fuente de ingresos. Los puntos de apuesta empezaron en Union City, New Jersey, el negocio se tradujo en cifras jugosas y los bajos escrúpulos de Battle no fueron una buena combinación para manejar el exceso: llegó el lavado de dinero, el crecimiento con fondos mal habidos, los enemigos, y a sus enemigos, Battle, el Padrino como le gustaba que lo llamasen, les ponía un precio. Las calles de New York y New Jersey se inundaron de sangre y billetes sucios y la policía salió tras Battle aunque no le probaron nada porque muchos se beneficiaban con sus sobornos. En 1977, sin embargo, un asesinato que él mismo perpetró en Miami, a Ernesto “Ernestico” Torres, quien fuera su sicario principal y según él propio Battle casi un hijo, le valió una condena de treinta años, que se redujo a dos años y nueve meses de libertad condicional, gracias a los oficios de su abogado.
Battle salió de la cárcel decidido a mudarse a Miami, su argumento era alejarse del submundo de New York y sentirse cerca a sus raices cubanas. En ese momento a su organización se le conocía como la “Corporación”, y generaba ingresos mensuales de ocho millones de dólares que representaban utilidades de cuarentaicinco millones anuales y no requería de la presencia directa de Battle, por eso su mudanza, si bien siginificó un distanciamiento físico de New York y Union City, no fue un punto final a sus actividades. En Miami Battle fijó residencia en Homestead, en la finca El Zapotal, sembró hectáreas de mamey, crió gallos de pelea y apoyó económicamente complots y planes de asesinato a Fidel Castro. Algo de lo que siempre se jactó Battle fue de estar en contra del tráfico de drogas, pero en Miami, en los ochenta, no era plausible tener tanto poder y tan pocos reparos, y ser ajeno al narcotráfico, y a pesar de que trató de mantener discreción respecto a estas acciones, fue en vano: las alarmas con su nombre se encendieron nuevamente en las oficinas de la policía de Miami Dade County.
La plata nunca es suficiente, ni para Battle, que parecía tenerla toda y en los noventa, cuando unos peruanos contactaron a sus socios en busca de inversionistas para abrir el casino del Crillón, el hotel más glamuroso y exlusivo que tuviera la Lima de aquella época, Battle no escatimó. En los contratos y registros de la empresa figuró la firma de Alfredo Walled, pseudónimo que utilizó y con el que se trasladó al Perú, al Crillón, donde se paseaba desafiante con su pistola en el cinto, alardeando ser el Padrino, el dueño de todo. Los primeros meses fueron un éxito, pero Battle y su gente hicieron del casino un blanco perfecto para el lavado de dinero: los empleados de la “Corporación” volaban Lima – Miami, Miami – Lima semanalmente con maletines surtidos de miles de dólares.
Los malos manejos y el comportamiento de Battle le cerraron las puertas en Lima y las autoridades estadounidenses lograron extraditarlo. El regreso a Miami significó cortes, audiencias, jueces, detenciones temporales y fue recién a fines del 2003 que la policía capturó a los líderes de la “Corporación” y al Padrino, cuyo cuadro era el de un hombre mayor, con problemas renales y respiratorios que necesitaba el cuidado de una enfermera. Sus últimos años Battle los pasó bajo arresto, lidiando contra la salud y en el 2007 murió en un centro especializado en enfermedades pulmonares de South Carolina.