resbala, resbala por la pendiente, déjate llevar por la inercia de tu propio peso y aprovecha el descenso para disfrutar la sensación de vértigo placentero que provocan las caídas sin consecuencias. Que la vida amague a carrusel y te suba esa cosquillita conocida desde los huevos hasta la punta del pelo y te sientas bien, carajo, resbalando por la pendiente sin compromisos ni explicaciones. Aprovecha cuando nadie te esté mirando, cuando tu mujer y tu hijo y tu jefe (que todo el mundo tiene jefe) sean relegados por el niño que hay en ti.
Cuando los compromisos, las obligaciones y las responsabilidades sean apartadas deliberadamente: disafrútate, apolísmate los codos y las rodillas y las manos; coge alergia por la sosa, el polvo y la poca costumbre: déjate llevar, que no hace daño olvidar lo importante que es la vida y la seriedad y los castigos y la educación; que no hace daño olvidar que eres un patriota y que luchas por la libertad y que en cualquier parte del mundo alguien está mucho más jodido que tú y necesita muchas cosas: solo desliza tus nalgas a lo largo de algún pasillo ideal y olvida a Esopo y a Lenin y a Lacán, que por unos inmorales desclasados y descontextualizados segundos nadie te llamará traidor.
Que la penita esa que guardas en medio del pecho por aquellas mierdas que les hiciste a unos cuantos se vayan junto con tus buenas acciones a joder a otra parte.
No digas nada: grita, grita así asiiiiiiiiii: aaaaaahh, aahhhhhhhhhhhhhhh como un loquito; revuélcate y revuélcate otra vez como un animalito cómico e inofensivo: piensa, no, mejor no pienses: sé de nuevo virgen y acné y veranos en el campo y maestras. Que no te importe el polvo, el churre achocolatado almacenado en los pliegues de grasa del abdomen, las uñas y la cara; embárrate sin complejos y ríe, ríe, desmolléjate de la risa mientras resbalas así, cochino y sudoroso, a ver si te limpias un poco por dentro.