Empezó cantando boleros. El restaurante estaba casi vacío. Una familia recién reunida trataba de comer en paz en una esquina y en la otra, un viejo extranjero de pellejos, barriga y gafas montadas en oro con dos muchachitas risueñas bastante parecidas.
Llegó cuando el cañonazo de las nueve acababa de sonar. Era bajito, de cuello bien ancho y bastante gordo.
Parecía un tipo endiabladamente seguro cuando abrió la puerta y entró acompañado por el guitarrista. Se posesionó de la misma entrada, hizo una seña al acompañante y empezó un tono completo más arriba:…»di si encontraste, en mi pasado…» reforzando los agudos en un alarde vocal demasiado impresionante.
El restaurante era pequeño:
Ocho mesas separadas en dos hileras paralelas desde la entrada hasta la barra. El techo era abovedado, el piso de adoquines. El tipo tenía un vozarrón que no pegaba, que aturdía. Quizás por eso hubo al principio un rechazo intuitivo al exceso de decibeles. Pero el hombrecito empezó de pronto a pedir palmadas para marcar el compás y logró lo imprevisto: La parte no emigrada de la familia lo siguió, quizás en un intento de romper el hielo con los parientes de visita y comenzaron a batir las palmas desenfrenadamente y a reír y a poner caras de entusiasmo que enseguida fueron asumidas por sus invitados, que para no quedarse atrás, empezaron a corear a gritos y a pasarles los brazos por encima de los hombros. Pero la voz se iba por arriba de toda escandalera y seguía dirigiendo el show esta vez entonando una mejicanada «una piedra en el camino…» que estremecía las paredes y las copas.
El bullicio era al parecer contagioso. Las mellizas de la otra mesa se habían unido al coro entre risitas y desafinaban terrible, estrechando, cada una, una de las estropajosas manos de su cliente; el viejo estaba radiante y se aventuró a apretar por primera vez el anca de la de la derecha, que ni se dio por enterada…»no tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda», el viejo no entendía ni papa, pero se sentía como un rey: el dueño de la mercancía, el jefe del harén, supermán, super-ratón: todo a la vez. Y empezó a amasar a las dos niñas a un mismo tiempo con un frenesí bastante patético.
Uno de los muchachones de la mesa del reencuentro, de unos dieciséis o diecisiete años no podía evitar los globos inflados en exceso que sobresalían por encima del escote más que generoso de una de las damas de compañía del príncipe yugoslavo y cantaba haciendo ademanes solidarios, alternando la mirada entre el surco suculento del inicio de la pechuga y los ojos de la muchacha en cuestión. ¡Qué par de tetas, mi madre! repetía bajito y segregaba tanta testosterona que despertó el detector hasta el momento desapercibido del viejo, que temiendo por la perfección completa de su noche, se decidió a besarla a fondo ante el asco del jovencito que apartó la vista desilusionado…»me cansé de rogarleee, me cansé de decirle, que yo sin ella, de penas muerooo», el cantante creyó oportuno comenzar con el repertorio romántico, se despojó del saco, y arremangándose la camisa, lanzó una mirada de extraña lujuria a la desprevenida audiencia, que no lo notó.
Aterciopeló la voz, y sonrió por primera vez mostrando unos dientes blanquísimos y afilados como…afilados. Pasaron tres cuartos de hora y nada había cambiado salvo el nivel de alcohol y la iluminación oscurecida del lugar. El Don Juan septuagenario tarareaba dando cabezazos aferrado a las carnes dormidas de las ninfas tropicales y los parientes observaban embelesados al tipo del vozarrón que ahora parecía subyugarlos. El cantante miró hacia atrás y le hizo una señal de inteligencia al guitarrista, atacó a fondo un bolero de borrachera y un brillo ancestral en sus ojos fue encendiéndose poco a poco hasta convertirse en llamarada rojiza.
Los camareros se habían marchado. Algo los hizo caminar como autómatas hasta la puerta de servicio y desaparecer uno por uno con la mirada perdida hacia adelante. Quizá la estentórea voz del artista invitado los tuviera atormentado, quizás les faltaba el aire. El caso es que desaparecieron del cuento y solo quedaron los músicos, el viejo con su par de putas adormecidas y una familia cubana promedio sumamente alcoholizada agotada entre el sopor de la excesiva bebida y el dolor de los recuerdos y las separaciones, tarareando mecánicamente bolero tras bolero, ranchera tras canción, en una suerte de letanía aprendida.
Entonces el tipo chiquito fue bajando el volumen poco a poco, como si no quisiera romper algún hechizo, hasta que su voz se convirtió en un murmullo imperceptible. Caminó entre su público mirándolos a la cara uno a uno sin parar el arrullo mientras los despojaba de sus pertenencias.
Cuando terminó la operación, ordenó al guitarrista que dejara de tocar y que saliera. Le dio las billeteras que había requisado antes que este cerrara la puerta y una vez solo, tomó aire, abrió la boca en un inmenso Do de pecho, y empezó a devorar sin prisa a toda la concurrencia.