Primer capítulo de la novela Mandrágora, el libro maldito de Camilo Pino
Inoculación
Buenos Aires, 2004
Se llamaba Belén, como el pueblo del nacimiento, la escuela de los jesuitas en Miami y el hospital de la compañía de M. Así dijo llamarse. También dijo ser del norte, de la frontera con Brasil, y tener una hija por la que sacrificaba la vida. M le aconsejó volver con su hija, que era lo único que valía la pena de verdad, pero ella le respondió que con lo caras que estaban las cosas eso era imposible y, justo antes de oír ladrar a los perros, se justificó diciendo que Dios actuaba por razones misteriosas.
Belén apareció en un tugurio que podría haber estado lo mismo en Iquitos que en Ciudad de México, pero que esa noche estaba en Buenos Aires. M se había escapado de un brindis corporativo con Ezequiel, un colega argentino que se había empeñado en llevarlo de putas cuando se enteró, a la altura del quinto whisky, de que M nunca se había acostado con una. La oscuridad del sitio, excesiva incluso para un burdel, le pareció sospechosa a M, pero Ezequiel lo calmó contándole que conocía bien el lugar. Era de los mejores de Buenos Aires y ofrecía un material excelente a precios razonables. De hecho, era el preferido de sus colegas. Si no nombraba a nadie era por respeto.
Belén estaba sentada en la esquina de la barra, apartada de sus compañeras. Tenía cara de paloma, piel de niña y un cinturón dorado que parecía una versión miniatura de los que ganan los campeones de boxeo. Apenas vio a M lo abordó: “Te voy a dejar viendo estrellas”, le dijo señalándole el vientre. Ezequiel celebró el buen gusto de su amigo y de improviso, se maldijo por no poder acompañarlo. Eran pasadas las dos de la mañana y su mujer lo esperaba. De cualquier manera, él ya había cumplido con su misión, incluyendo el pago de la chica, que podía considerar cortesía de la compañía. M, alarmado, le preguntó si había usado la tarjeta corporativa. Ezequiel lo calmó: tenía un arreglo con la gerencia del sitio y la transacción pasaba como si hubiera sido hecha en un restaurante. M no sería ni el último ni el primer empleado en pasar por allí y quien estaba asumiendo el riesgo, si es que lo había, era él, aclaró Ezequiel antes de despedirse.
Un whisky seco le infundió a M el coraje de seguir con el ritual milenario. Belén se puso un abrigo negro de cuerpo entero y lo tomó de la mano. Anduvieron entre callejones oscuros hacia un hotel recomendado por ella. Parecían novios.
En el camino, Belén le dijo a M que, al contrario de sus clientes habituales, él era bonito y delgado. Lo que en realidad quiso decirle, pensó M, era que no entendía por qué un tipo como él andaba con una mujer como ella y que en esas calles le podían pegar un tiro sin que nadie se diera cuenta. Ella misma podía sacar un revólver diminuto de su cartera, meterle una bala en la barriga, arrebatarle la billetera y dejarlo tirado sobre el pavimento. No sería la primera vez.
Llegaron al “Hotel Venecia”, un edificio amarillo con apariencia de dependencia pública. La recepción parecía una jaula armada con hierro y vidrio antibalas. El recepcionista, un viejo de pelo pintado de un rojo imposible, sostenía un cigarrillo con los dientes y contaba pesos con habilidad de crupier. M pagó treinta y siete dólares en efectivo por la suite más cara, que le pareció baratísima. En vez de darles las gracias, el recepcionista les deseó “buena faena” con un aire de confianza que irritó a M.
La habitación olía a germicida, tenía un jacuzzi rojo, y una cama enorme. M se echó boca arriba en la cama y se estiró en forma de estrella. Belén se desnudó con tan sólo desatarse el cinturón dorado, como si su vestido fuera la cortina de un teatro, pero en vez de exhibirse, se fue a dar un baño. M pensó que en realidad se iba a poner un ungüento protector o a perfumarse el rastro de un trabajo anterior, pero Belén lo invitó a acompañarla. M obedeció y se metió en la ducha. Ella le trató de dar un beso en la boca. Él le volteó la cara, se salió de la ducha, se secó con una toalla ajada y se metió en la cama. Ella lo siguió, se acostó a la altura de sus pies y comenzó la sesión masajeándole las piernas y besándole los muslos. Cuando lo sintió listo, lo armó con un condón y le sirvió de espaldas. M la penetró con cuidado, apoyándose en las nalgas y después con ímpetu, estrujándole las tetas. Belén le sugirió una variación de posición: “Te cabalgo, pero con mis piernas cerradas, ¿lo has probado?”. Y sin darle tiempo de responder, se le encaramó, le jaló las piernas hasta abrírselas en V y se las arregló para meterse la verga sin esfuerzo entre los muslos apretados. Si alguien los hubiera visto, habría pensado que Belén era el hombre y M la mujer y que lo hacían en la posición del misionero. M acabó así, con Belén encima, pero sintió que el semen, en lugar de salir, se le regresaba al cuerpo, como si le hubieran inoculado un líquido tibio que le subía por la uretra y se diseminaba por los ganglios linfáticos; sensación que ni le dolió ni le pareció repugnante y se le quitó en cuestión de segundos, pero que lo inquietó lo suficiente para salir de allí a toda prisa.
Encontraron la calle desierta. A Belén le pareció extraño que no hubiera nadie. Era una esquina muy céntrica. Esperaron diez minutos por un taxi, pero no pasaba nadie, ni carros ni gente, y Belén propuso caminar de regreso al bar. Su representante le conseguiría un taxi con seguridad. Él lo conseguía todo, hasta mandarinas conseguía y baratísimas, a veinte pesos la pastilla, con lo difícil que era dar con ellas. ¿Las conocía? Eran unas pastillas nuevas que se estaban poniendo de moda, muy bonitas por cierto, de color naranja, como unas pelotitas. Si M quería, ella le podía conseguir una docena por cincuenta dólares.
M le agradeció y dijo que no consumía drogas. Belén le contó que a ella le encantaban las mandarinas porque le borraban de la cabeza los malos recuerdos y no daba resaca. No había tomado ninguna esa noche porque M le gustaba de verdad y no quería olvidar un encuentro tan agradable y poco común en una profesión tan ingrata como la de ella, que no era decir que la practicara sin gusto. No se puede tener un trabajo como el suyo si no se disfruta aunque sea el mínimo necesario. Luego hablaron de Dios y la familia y, ya cerca del bar, se asustaron con los ladridos repentinos de unos perros que parecían acecharlos. En un momento, hasta escucharon uñas sobre el pavimento y apuraron el paso, pero los animales nunca aparecieron.
Antes de despedirse, Belén le dijo que lo había estado esperando con ansiedad y que estaba muy contenta de que todo hubiera salido bien con la semilla. M le preguntó cómo lo podía haber estado esperando si no se conocían, y qué era eso de la semilla. Belén se ruborizó y le dijo que no tenía importancia lo que había dicho: era una expresión típica de su pueblo para decir que la había pasado muy bien. Se despidieron con un beso que ninguno de los dos se quería dar.
Apenas entró a la habitación del hotel, M se echó un baño de agua caliente que le recordó el beso que Belén trató de darle en la ducha. Empacó antes de acostarse para estar listo en la mañana, y se tomó cuatro aspirinas con la falsa esperanza de evitar la resaca. Volvió al baño a orinar antes de meterse en la cama y sintió un ardor que le daba a veces, pero que nunca pasaba de eso. Pensó en la sensación que tuvo al acabar y se buscó los ganglios del abdomen a ver si los tenía hinchados. Tardó en conseguirlos y, cuando logró palparlos, los encontró normales. Luego se metió en la cama y se quedó dormido viendo una película sobre un viajero atrapado en un hotel en Tokio que se enamoraba de una joven muy bonita, rubia, rellenita ella.
Ordena Mandrágora