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Calles salvajes

El director irlandés John Carney ha conseguido, en los últimos años, dirigir exitosas y originales películas musicales. Basta pensar en Once (2007), en la que un hombre y una mujer que cruzan sus caminos accidentalmente establecen una relación a partir de las canciones que componen y del dolor que cada uno siente al haber terminado una relación amorosa. La historia se apoya exclusivamente en la sensibilidad de los personajes, en su manera de atravesar un momento de duelo y, sobre todo, en las bellísimas canciones en donde consiguen expresar su dolor y su pena. Crear música se convierte en parte fundamental de un proceso sanador, una manera de tirar las anclas en mitad de un mar embravecido y conservar el centro mientras se reciben los embistes de la tormenta.  Esta premisa se repite con variaciones que la enriquecen, en Begin Again (2013) en donde un productor musical, caído en desgracia, consigue reconstruirse  (y reinventarse) cuando conoce a una talentosa cantante que se niega a recorrer los trajinados caminos del marketing tradicional para producir  su música. Los dos protagonistas se encuentran cerrando una etapa de sus vidas, mirando aún convalecientes la ruina de un pasado pero gracias a su afortunado encuentro y a la música que producen juntos, recobran las fuerzas para mirar hacia delante.

En las dos películas la música está lejos de los reflectores y la búsqueda de fama, su composición e interpretación son maneras de crearse un lugar en el mundo, de ordenar las piezas de un rompecabezas desordenado cuando todo parece perdido.

Tras esta larga introducción solo queda decir que, sin duda, Sing Street, la última película de John Carney  estrenada este año, lleva estas ideas a su máxima expresión.  El punto de partida de este épico relato juvenil que lo tiene todo para seducir al espectador, ocurre cuando Conor, un adolescente irlandés  durante la década de los 80,  debe cambiarse de colegio a uno católico debido a la difícil situación económica que atraviesa su familia. Por si esto fuera poco, la relación entre sus padres está deteriorada y se anuncia, a pasos agigantados, un inminente divorcio.

En el nuevo establecimiento Conor conocerá los abusos cometidos por el cura rector que no duda en aplicar absurdas reglas y humillar a quien las incumple. Aparte del cura otros se molestan con la personalidad de Conor y su manera libre y espontanea de asumir la vida.  Afrontado a un entorno hostil y agresivo dentro y fuera del colegio una puerta inesperada se le presenta: logra atraer la atención de una guapísima y misteriosa chica, llamada Raphina, tras decirle que tiene una banda y que espera realizar un video musical para el que ella sería perfecta.

La mentira debe materializarse o la posibilidad de conquistar a la chica se desvanecerá. Rápidamente lo que inicia como una original estrategia de seducción se convierte, no solo para Conor sino para todos los que se suman a su aventura de conformar un grupo musical, en un espacio único para afrontar las turbias aguas de la adolescencia. La música le permite a Conor  -ayudado por Eamon (el fanático de los conejos quien siempre encuentra la melodía perfecta para acompañar sus inspiradas letras- expresar sus perturbaciones y temores más profundos ligados al momento que atraviesa y al descubrimiento del primer amor. El arte se le revela como una forma suprema de transgresión al orden establecido (ese que él no escogió) y en un camino de realización personal que consigue transmitir a otros, como a la desorientada Raphina que hace rato perdió el rumbo de lo que deseaba para sí misma.

Todo esto es posible, sin duda, gracias a Brendan, el hermano mayor de Conor quien juega un papel fundamental para el muchacho  al convertirse en el guía de los sonidos y tendencias musicales de estos explosivos años 80, mientras, paradójicamente, le muestra con su ejemplo la vida que podría tener si no se atreve a vivir sus sueños.

Es así  como Conor, transformado en Cosmo, su nombre artístico, realiza a través de la música un viaje único y personal hacia la adultez y hacia la vida que desea.

La película es un regocijo de principio a fin, fresca, emotiva y divertida. La reconstrucción de los años 80 es fantástica y ni hablar de la estética de los videos musicales realizados por el incipiente grupo. La banda sonora es una delicia (puro ritmo ochentero), los personajes están bien construidos y los jóvenes actores (para varios fue su primera película) se lucen en sus interpretaciones.

Para cerrar, una mención a la preciosa dedicatoria final: “ A todos los hermanos que hay por ahí”. Esos, supongo, que como los protagonistas de las películas de John Carney se han sentido solos, incomprendidos y  tristes en algún momento pero que encontraron un refugio para la hostilidad, para el miedo, un espacio interno en el que protegerse de este mundo difícil y despiadado en el que el mayor reto es asumir vivir bajo los parámetros propios y lanzarse a la aventura, al embravecido mar, aunque no sea posible  ver con claridad el puerto al que se llegará.

Especialmente recomendada para los días grises en los que sentimos haber perdido toda esperanza.

https://youtu.be/C_YqJ_aimkM

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