Rescatamos del archivo esta entrevista publicada en 2014.
Cristina Peri Rossi nació en Montevideo en 1941 y vive en España desde 1972. Radicada en Barcelona, ha publicado, en otros libros, la novela La nave de los locos (1984), los relatos Una pasión prohibida (1986), el ensayo Fantasías eróticas (1990) o Play Station (2008). Es colaboradora de medios de comunicación como La Vanguardia o El Periódico. Se le considera una de las voces más representativas de la literatura latinoamericana contemporánea y participa en la colección Huellas en el mar -antología de narradores latinoamericanos en España- con el cuento Tristán e Isolda.
A continuación compartimos algunas preguntas sobre su experiencia con las letras y su condición de inmigrante.
¿Hace cuánto tiempo emigró de su país? ¿Desde un principio llegó a España?
No emigré: hui de la dictadura militar de mi país natal, Uruguay. Y hui cuando mis libros estaban prohibidos, no podía ejercer el periodismo y me destituyeron de mi cátedra de Literatura, que ejercí durante once años. Los militares golpistas prohibieron la mención de mi nombre y me retiraron la nacionalidad uruguaya. Pude escapar en un barco cuyo destino era Génova, pero hacía escala en Barcelona, donde me quedé. También en España había una dictadura, de modo que fui perseguida y tuve que escapar a París. Regresé definitivamente en 1975. La caída de la dictadura en mi país no mejoró mucho mi situación, porque no me devolvieron la cátedra ni reeditaron mis libros. Solo me devolvieron el pasaporte. Los despidos son largos y los regresos conflictivos. El año pasado —o sea, en 2013— me concedieron la medalla Delmira Agustini a la labor cultural, pero no tiene dotación económica.
¿Cree que en Latinoamérica se hace un tipo de literatura distinto de lo que hacen los latinoamericanos en el extranjero?
Es muy difícil comparar, porque cada autor o autora es diferente, aunque se pueden reconocer algunas corrientes o movimientos generacionales. La literatura del llamado boom latinoamericano también reunía a escritores tan diferentes como García Márquez y Julio Cortázar. Luego del éxito del boom hay escritores más realistas que otros, algunos son barrocos, pero creo que no se puede hablar en términos generales. Influyen hechos sociales, políticos y subjetividades. Por ejemplo, la emigración a Estados Unidos provoca el florecimiento de la literatura chicana o el spanglish. Más que una corriente literaria es el resultado de la emigración.
Pero siempre ha ocurrido así. Kakfa era checo y escribía en alemán; Naboko era ruso, pero escribió también en inglés, y Beckett terminó escribiendo en francés. Ahora bien, el medio y la época histórica influyen, pero no son decisivos. Creo que es más importante, por ejemplo, la influencia de los medios tecnológicos globales que un suceso local. Las nuevas tecnologías, con su celeridad, con su prisa, con su aceleración del tiempo, están cambiando el estilo de escribir en castellano y en otras lenguas. Los países latinoamericanos que todavía no están dentro de la órbita de las nuevas tecnologías de manera masiva tienen una concepción de la escritura mucho menos urgente, sus frases son más largas, los diálogos más complejos. Los 140 caracteres de la tecnología punta obligan a pensar más rápido, a escribir menos, de manera más sintética, y a pasar de una emoción a otra o no sentir ninguna, lo cual no es nada bueno para la literatura. Ocurre igual con el cine. El gran cine europeo de los años setenta (la nouvelle vague, por ejemplo) hacía películas mucho más lentas, y a la vez, más conversadas. Ahora, un film norteamericano medio utiliza quinientos tacos más por película y quinientas veces menos frases largas. Es el reflejo de los cambios sociales y culturales que tienen un origen económico. Fíjese que la palabra economía tiene dos acepciones: por un lado, designa los bienes materiales, pero por otro significa ahorro. Escribimos —incluida yo, estas respuestas son una prueba— de manera más económica, o sea más breve, más veloz, de acuerdo con esta aceleración del tiempo que nos imponen las nuevas tecnologías. No quiero ni imaginar qué opinaría Sigmund Freud de esta aceleración, él que consideraba que el origen de la neurosis estaba en la velocidad de los cambios de la civilización (al contrario de aquello que creen los consumidores baratos de ideología, Freud no creía que el origen de la neurosis era siempre sexual, sino fruto de la civilización). Es como si el sistema no quisiera darnos tiempo para pensar ni para sentir.
Tampoco nosotros lo queremos, parece. Porque pensar y sentir es más doloroso a veces que correr o que aturdirse y consumir.
¿Los temas de su narrativa se han modificado a lo largo de los años por influencia del país donde vives?
Mucho más que el país donde vivo —España— influyen las circunstancias vitales. Posiblemente yo no habría escrito mucho sobre el exilio si no fuera una exiliada. Pero tampoco habría escrito novelas de relaciones eróticas si no fuera mujer y quien soy. Somos yo y mis circunstancias, como decía Ortega y Gasset, pero las circunstancias cambian y yo también. También influyen los valores de la sociedad en que vivimos.
En América Latina, por ejemplo, la poesía goza de un prestigio y de una consideración de la que carece en España, donde el género novela es el preferido. Ocurre igual con el relato. En América Latina, el género relato tiene muchísimos lectores; en España, en cambio, es visto como un género menor. Seguramente porque, con una mentalidad pragmática, parece que una novela tiene mayor envergadura que un cuento. Olvidan que el cuento y la poesía, desde la época de E.A. Poe, tienen una extraordinaria similitud: la mayor cantidad de significado en la menor cantidad de palabras.
¿El hecho de emigrar la ha hecho ganar tiempo para dedicarse a la?escritura o al contrario?
No creo que la cantidad de tiempo disponible sea un factor fundamental en mi escritura. En otros, sí. Posiblemente Cervantes no hubiera escrito Don Quijote de la Mancha de no haber estado preso durante una larga temporada. Pero conozco a muchísimos presos que están más tiempo todavía y no escriben ni Don Quijote ni nada. Yo tuve que ganarme la vida como traductora y periodista al no poder convalidar mi título de profesora de Literatura Comparada, y nunca lo consideré una pérdida de tiempo para la escritura. Cuando quiero escribir le robo tiempo al sueño o a cualquier entretenimiento. Extraño muchísimo la docencia y he impartido varios talleres literarios, por tanto se puede decir que son actividades complementarias. También he traducido, y esa es una tarea muy costosa, exige mucho tiempo y mucha atención. Esta sí a veces afecta a la escritura propia, porque una termina harta de tanta literatura.
Cuando regresa a su país o compara su obra con la de escritores que residen ahí, ¿nota que se haya distanciado? Si la respuesta es sí, ¿lo considera positivo o negativo? Si la respuesta es no, ¿qué cree que hace que se conserven esos lazos?
Cuando yo publiqué mi cuarto libro, una novela, llamada El libro de mis primos, el famoso crítico Ángel Rama —quizás uno de los mayores de América Latina— escribió que yo no pertenecía a ninguna generación específica, que no pertenecía a una corriente coyuntural. Escribió que yo era una generación entera. Observo la misma distancia entonces que ahora. Me considero una escritora universal, la prueba está en que algunos de mis libros han sido traducidos al yiddish o al coreano, pero eso era igual cuando vivía en Montevideo. La universalidad la da la escritura, no el hecho de residir en un lugar o en otro. En todo caso, estoy convencida de que el castellano es una lengua muy literaria, un instrumento magnífico. Es verdad que no es igual el castellano de Buenos Aires y Montevideo que el de Madrid o Santander, pero esas diferencias enriquecen, no empobrecen. Por ejemplo, yo detestaba la palabra pollera, usada en el Río de la Plata para nombrar la falda. En España no se conoce. Puedo emplearla con naturalidad acá, allá parecería afectada, retórica. Pero estos son matices enriquecedores.
¿Se relaciona con otros escritores latinos en la ciudad en que vive? ¿Cómo son los lazos que se crean cuando está lejos de casa?
Durante las dictaduras del Cono Sur —es decir, en la década de los años setenta del siglo pasado—, en Barcelona vivían muchos escritores o aspirantes a escritores latinoamericanos, pero eran todos hombres. Cuando se piensa en el exilio siempre se piensa en varones, en el imaginario colectivo el exiliado es hombre, no mujer. Y en la práctica era así: no había escritoras latinoamericanas exiliadas, o eran muy pocas y desconocidas. De modo que a mí me tocaba asistir a congresos donde había veinte o treinta escritores latinoamericanos hombres y yo era la única mujer. La condición de exiliados crea una especie de sentimiento de empatía, un vínculo sentimental que es de gran apoyo. Una especie de comunidad espiritual, además de disminuir la soledad. Siempre pensé que compartir las penas las hace menos dolorosas, y compartir las alegrías, más duraderas. He visto llorar en un café de Barcelona a Osvaldo Soriano o a Di Benedetto: era compartir la nostalgia. Este sentimiento desaparece cuando las dictaduras por suerte sucumben. Y a veces, lamentablemente, es sustituido por la rivalidad. Mi mejor amigo siempre fue Julio Cortázar, y hubiéramos sido amigos aun si yo no me hubiera exiliado. En el sentido estricto, él no lo fue hasta el golpe militar en Argentina. He conocido a otros escritores latinoamericanos tan famosos como él, pero nuestra amistad iba más allá de la escritura. Hubiéramos sido amigos en cualquier parte y en cualquier época. Está a punto de salir —en junio— mi libro Julio Cortázar y Cris (así me llamaba), que es la historia de nuestra amistad, que duró hasta su muerte. La mayoría de los escritores latinoamericanos que conocí durante el exilio regresaron cuando la caída de las dictaduras. Solo quedan los inéditos.
Ahora ya no existen esos lazos, porque la generación posterior al boom fue más individualista, más egocéntrica. Octavio Paz, Vargas Llosa, García Márquez y Cortázar en algún momento fueron amigos, aunque luego las discrepancias de cualquier clase —políticas o subjetivas— los distanciaran. Pero no encuentro vínculos generacionales entre los escritores latinoamericanos que viven en España —ahora muy pocos— ni tampoco entre los que permanecen en sus países y alguna, como yo, que está afuera.
Existe en América Latina cierta convicción de que quien quiere triunfar como escritor, ha de intentarlo en Europa o Estados Unidos. ¿Cree que tal convicción es acertada?
No estoy nada segura de esa creencia, me parece una ilusión como la que tienen los subsaharianos que emigran en patera a España y son recibidos en Melilla con un tejido de alambre, trozos de vidrios cortantes y a balazos disparados desde la costa. Muchísimos mueren o son devueltos a sus países de origen. Hay una mafia de tráfico de emigrantes detrás de todo esto, porque lamentablemente donde hay miseria hay tanta mafia como donde hay riqueza. He visto a muchísimos escritores intentar “el triunfo”, incluido el propio Roberto Bolaño, que pasó hambre, frío y miseria, y cuyos libros fueron rechazados en las grandes editoriales españolas y en las pequeñas. ¿Qué escritor latinoamericano triunfó por vivir en Europa o en Estados Unidos? Cortázar ya había escrito muchos de sus libros y Rayuela se publicó primero en Argentina. García Márquez vio su novela más famosa, Cien años de soledad, rechazada por todas las editoriales españolas. Roberto Bolaño pagó el precio de morirse para ser publicado y leído en España. Creo que es una ilusión. En Europa no están esperando a ningún latinoamericano para hacerlo famoso. Y en Estados Unidos tampoco. Tienen sus propios escritores y no les gusta la competencia. Nos ven como rivales, no como amigos. O lo que es peor: como advenedizos. Los países europeos nunca se han relacionado bien entre ellos. Ha sido una historia de odios y rivalidades por un kilómetro de territorio y a veces menos, por una reina de más o una princesa de menos. Europa es un mito. En el siglo XX, fue responsable de dos guerras mundiales y del nacionalismo, una de las ideologías más narcisistas y excluyentes. En Alemania solo se leen escritores alemanes, en Italia igual, en Francia no traducen a nadie y en Inglaterra menos. La sociedad norteamericana me parece mucho más abierta, en cambio, porque se formó desde sus orígenes por la emigración. Están acostumbrados al mestizaje. Y aunque son los responsables del término forastero para quien vive en otra provincia o estado, son un país joven capaz de recibir emigrantes, aunque no puedo decir si son mejor recibidos que en Europa. La diferencia es que los europeos se han expulsado entre sí, y los norteamericanos, en cambio, no emigran.
Como escritor y como emigrado, ¿qué cosas facilitan su profesión y qué cosas la dificultan?
El acceso a través de la traducción y de la publicación de la literatura que se escribe en otras partes del mundo es un beneficio para mí, que soy una gran lectora. Ser latinoamericana en España a veces constituye una dificultad, porque a pesar de que no es el país donde hay más hablantes en castellano (México tiene muchos más, por ejemplo) se consideran los dueños de la lengua, de modo que son el canon, lo normativo. Yo recuerdo que en una traducción que hice para una importantísima editorial de Barcelona siempre me tachaban la palabra balcón por considerarla un americanismo… el corrector no había leído a Bécquer y su famosa rima. Me cuido mucho de emplear una palabra del lenguaje coloquial rioplatense cuando escribo, porque me la tacharían. Todavía recuerdo una edición de Rayuela que se hizo en España. Rayuela es una novela coloquial, llena de términos lunfardos y del habla popular. Le encargaron las notas a un profesor español, a pesar de que en ese entonces España estaba llena de escritores latinoamericanos exiliados. La edición salió con numerosos errores. Me permito de vez en cuando el empleo de alguna palabra del lenguaje popular en mis novelas o relatos, incluso en la poesía. El uso del vos en un poema aparentemente muy normativo tiene un efecto mucho más efectivo que si todo el texto lo empleara. Por otra parte, la Real Academia de la Lengua española ha cambiado bastante y ahora es mucho más generosa al incluir americanismos, pero no olvidemos que se usan exclusivamente en los países de origen. Fui a dar una serie de lecturas a Santiago de Chile hace unos años y me sorprendí ante el empleo de palabras que no conocía. Estaban registradas ya en el diccionario de la lengua, pero se usaban solo en Chile. Si yo escribo: “el botón de la esquina está amurando a una piba”, es difícil que me entiendan en España… o en México. Esa es la gran riqueza de nuestra lengua, pero también una de sus dificultades.