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La narrativa policial en América Latina: Crímenes sin castigo

revolverPablo de Santis ha sostenido, en referencia a la narrativa policial, que esta no nace con el crimen, “si no con la desaparición del crimen, el borramiento del crimen como hecho moral y aun humano, para que quede solo como problema intelectual, como desafío gnoseológico”. En este dictamen queda en claro la diferencia esencial con otros títulos que podrían confundirse con el género, en particular con Crimen y castigo, de Fiódor Dostoievski. En las novelas policiales el homicida no es un sujeto pasible de sentir angustia a propósito de la felonía cometida ni, si acaso lo fuera, ese es un elemento de peso para el desarrollo de la trama. En este mundo, el criminal pasa de culpable en el sentido psicológico (Raskolnikov) a responsable en el sentido jurídico.

Toda la crítica ubica en tres cuentos de Edgar Allan Poe escritos en la década del 40 del siglo XIX el inicio del género: “Los crímenes de la calle Morgue”, “El misterio de Marie Roget” y “La carta robada”. Allí quedan establecidos los primeros tópicos: un detective (Auguste Dupin) como protagonista central, un enigma a resolver como motor de la historia y una ciudad cosmopolita como escenario irrecusable. Al igual que su compatriota Nathaniell Hawthorne, quien en 1835 había escrito su notable “Wakefield”, Poe necesita ubicar su historia en un lugar donde el anonimato es posible y recurrente. Hawthorne había elegido Londres para contar la peripecia de un hombre que se va de su casa, vive veinte años a pocas cuadras sin que nadie se dé cuenta, y un buen día regresa al hogar; Poe, por su parte, inventa una calle que no existe y la ubica en un barrio parisino, donde el homicida es capaz de una constante mimesis.

Dupin actúa a fuerza de deducción y sus estrategias se trasladarán a Inglaterra, donde a fines de ese siglo nacerá el más emblemático de los investigadores del período clásico: Sherlock Holmes. Su creador, Arthur Conan Doyle, institucionalizaría un modelo que tendría luego sus seguidores, básicamente europeos: un detective sagaz, sumamente inteligente, capaz de descubrir la identidad del criminal tras sesudas especulaciones y casi sin moverse de su elegante sala de reuniones. Agatha Christie, Georges Simenon, S.S. Van Dine y otros autores continuarían esa saga que se ubicó con comodidad en el gusto de los lectores y vendería millones de ejemplares a lo largo y ancho del mundo.

Pero fue el crack financiero de 1929, que sumió a Estados Unidos en su peor crisis económica, y la urbanización descontrolada de Los Ángeles, lo que permitiría que el género tuviera un vuelco radical con la aparición de la llamada novela negra o noir, aquella en la que el arte de la deducción dejaría paso a la acción pura y dura, con altas dosis de violencia e investigadores vívidamente comprometidos en sus pesquisas. Dos hombres fueron los portadores de la piedra fundamental: Dashiell Hammett y Raymond Chandler.

Verdad vs. justicia

Y si bien ese fue el cambio más significativo a nivel formal, detrás de sí nació una manera diferente de mirar la naturaleza del delito. En los precursores, el criminal no era otro que aquel que llegaba a transgredir un orden establecido, producto de ciertos esquemas ideológicos burgueses, y el detective el encargado de restaurarlo, siempre en cercanía o directa complicidad con los órganos oficiales del Estado: la policía y la Justicia. El noir se aventura por caminos más espurios y comienza a desgranar una serie de sospechas sobre los sujetos destinados a preservar el orden; el detective ya no es un aliado de los organismos legales e incluso comienza a ser perseguido por estos. Su interés primordial en la dilucidación de los casos que investiga tampoco será la búsqueda de la justicia sino que poco a poco se irá conformando con la obtención de la verdad, más allá del castigo legal que ello implique.

Crisis, puesta en cuestión de ciertos valores esenciales al status quo social y político, degradación de los mismos, exaltación del individualismo por sobre las instituciones colectivas: todo ello encarnan Sam Spade y Philip Marlowe, los detectives de Hammett y Chandler, lo que también abriría las puertas a una marejada interminable de personajes, situaciones y autores.

La narrativa policial no tardó en llegar a América Latina, aunque sí los caminos de su producción fueron limitados y a veces tortuosos. Considerado un género menor, fue sin embargo defendido por las vanguardias y tuvo como sus portavoces a un puñado de figuras de enjundia, entre ellos Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Estos dos últimos crearon en los 40 del siglo pasado un singular personaje, don Isidro Parodi, capaz de resolver los casos que se le presentaban desde la celda de una cárcel, a imagen y semejanza de los detectives de la primera época, en particular del Padre Brown de G.K. Chesterton. El policial llegaba al Río de la Plata de la mano de la deducción, aunque con la colección El séptimo círculo, creado por Borges y Bioy en 1945, también se comenzarían a difundir a los creadores del noir (La bestia debe morir, de Nicholas Blake, fue el primero de sus títulos, a los que siguieron entre muchos otros, libros de Ellery Queen, David Goodis y un larguísimo etcétera).

De estos comienzos y de todo lo que siguió a lo largo del siglo XX trata un volumen de extraña factura e innegable interés: Retóricas del crimen. Reflexiones latinoamericanas sobre el género policial, del profesor e investigador argentino Ezequiel De Rosso (1973).

Como en botica

De Rosso, también autor de la antología Relatos de Montevideo, apoyado por Celina Manzoni, catedrática de Literatura Latinoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, reunió una larga serie de notas y artículos de un prestigioso grupo de autores, entre ellos el mencionado Borges, Juan Carlos Onetti, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Juan José Saer, Rodolfo Walsh, Ricardo Piglia, Elvio Gandolfo, Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera. El resultado, como en toda antología o compilación, es inevitablemente desparejo pero afortunadamente exhaustivo, y al cabo de la totalidad de sus páginas el lector queda con información suficiente acerca de los distintos procesos registrados en torno al surgimiento del género policial en nuestro continente, sus múltiples caminos y sus actuales referentes.

Hay textos que van directamente a lo histórico; otros, de factura más conceptual, acercan consideraciones teóricas y hasta éticas sobre el ejercicio de la literatura policial; otros, son simples anotaciones más impulsadas por algún compromiso o algún contratiempo. Entre los primeros destacan el panorama minucioso elaborado por Lafforgue y Rivera acerca del género en Argentina desde sus inicios –autores, colecciones, movimientos- hasta fines de los 70, o las extensas notas “Ustedes que jamás han sido asesinados” del mexicano Carlos Monsiváis y “Modernidad y posmodernidad: la novela policíaca en Iberoamérica”, del narrador cubano Leonardo Padura.

En el segundo grupo, deslumbran “Leyes de la narración policial”, de Borges, donde en apenas cuatro páginas el autor de El aleph establece algunas reglas básicas para un género cargado de trampas y de tentaciones a cometerlas (“En los cuentos honestos, el criminal es una de las personas que figuran desde el principio”, asevera en una de sus sentencias), “El largo adiós”, en el que Saer analiza la novela acaso más emblemática de Chandler (la obra como testimonio de que “el mal deje de lado su esencia metafísica y se incorpore a lo cotidiano”), y “La ficción paranoica”, una versión de una clase inaugural dictada por Ricardo Piglia en Buenos Aires en 1991, en la que el autor de Plata quemada evalúa las fronteras y los espacios de un género que él también ha frecuentado repetidas veces (“Todo relato va del no saber al saber. Toda narración supone ese paso. La novela policial hace de eso un tema”).

Dentro del tercer grupo asombran –cuando no asustan- los artículos de Paco Ignacio Taibo II (“La ‘otra’ novela policíaca”), quien, sin el menor pudor, se coloca junto a Manuel Vázquez Montalbán al sostener que el género tiene un vuelco fundamental en 1976, cuando ambos publican las novelas Días de combate y Tatuaje respectivamente, y Luis Sepúlveda (“Novela transgresora y democrática”), quien alega que la pieza costumbrista La balada de Johnny Sosa, de Mario Delgado Aparaín, debe ser entendida como uno de los mejores ejemplos de novela negra en América Latina.

 Criminales y apólogos

Entre los autores convocados hay evidentes unanimidades, en particular a la hora de responder a la pregunta de si es posible la novela policial en América Latina. Teniendo en cuenta que en estos convulsos territorios durante todo el siglo XX la policía actuó mucho más como organismo represor que como investigador, simpatías y empatías con sus integrantes han resultado prácticamente imposibles. José Pablo Feinmann se pregunta: “¿Qué ocurre con la narrativa policial cuando el crimen no solo está en las calles, sino que está ahí, en las calles, porque el Estado es el responsable de la existencia del crimen? ¿Qué ocurre cuando la policía, lejos de representar la imagen de la Justicia, representa la imagen del terror? ¿Qué ocurre cuando la policía no es una institución del Estado, sino que es el Estado mismo? En suma: ¿cómo se relaciona la novela policial con el Estado policial?”. Y en sentido cercano, ahora hablando del llamado thriller, pariente directo de las novelas de espionaje, Monsiváis sostiene que este subgénero “es literatura de indagación imperialista o por lo menos decididamente monopólica. ¿O quién se ocuparía de robar los secretos atómicos de Ecuador o de secuestrar a un científico hondureño?”.

Atención aparte merece el caso de la llamada “novela policial revolucionaria”, desarrollada en Cuba básicamente durante las décadas del 70 y del 80, impulsada por el mismísimo Ministerio del Interior. El MININT cubano convocó por primera vez en 1972 a un concurso para el que instituyó determinadas reglas, entre ellas la necesidad de que la novela policial debía mantener “los rasgos esenciales del género, pero apunta a un nuevo sentido de la defensa social: es legal lo que es justo”, debía expresar una transformación radical en el contenido ideológico de la “producida en el capitalismo” y, sin desdeñar la función de entretener, debía proponerse una labor educativa “al ahondar en las causas sociales y sociológicas”. Por último, para sintetizar sus intenciones, sostenía que el género debía enseñar “cómo en la sociedad cubana desaparecen las diferencias entre el delito común y el contrarrevolucionario”.

Cientos y cientos de títulos llegaron a manos de los lectores cubanos, todos ellos repitiendo algunas fórmulas de rigor: el crimen sería generalmente cometido por un agente de la CIA o por un civil a su servicio; verdad y justicia irían siempre de la mano y, casi en la totalidad de los casos, estos serían resueltos gracias a la colaboración de los Comités de Defensa de la Revolución, sistema de delación civil inspirado en las más estúpidas y brutales prácticas de la Stassi alemana. Los primeros en ganar esos concursos fueron funcionarios del propio Ministerio, aunque luego algunos civiles se hicieron con el premio, entre ellos el uruguayo Daniel Chavarría, quien en 1979 resultó ganador con la novela Allá ellos, aunque, por no cumplir al pie de la letra la reglamentación oficial, solo fue publicada diez años más tarde.

El artículo del también cubano Leonardo Padura, creador del comisario Mario Conde y autor, entre otras, de la novela Paisaje de otoño, formula, sin embargo, aportes teóricos de interés, desarrollando la hipótesis de lo que llama “neopolicial”. Para Padura este neologismo conlleva como característica esencial “su ejercicio de crítica social, aun en tiempos de herméticos juegos posmodernos”, modificando algunas reglas clave de las primeras prácticas: si bien sus orígenes siguen estando en el noir, el enigma ha ido perdiendo fuerza motriz y transformándose en un pretexto que habilita el desarrollo de una trama, acaso también condenada a perder a sus héroes tal y como siempre fueron entendidos. La insistencia continúa centrada en “contar una historia”; seguramente lo demás sea hojarasca.

 Retóricas del crimen. Reflexiones latinoamericanas sobre el género policial, de Ezequiel de Rosso (comp.). Alcalá Grupo Editorial, Jaén, 2011, 370 páginas

RECUADRO

Decálogo del relato policial argentino

El escritor Carlos Gamerro (Buenos Aires, 1962) plantea en su artículo “Para una reformulación del género policial argentino” la imposibilidad de escribir desde su país en el marco del noir, más precisamente a propósito de la creación de un investigador al estilo clásico. Según su trabajo, una vez derrotada la dictadura y tras la asunción del Dr. Ricardo Alfonsín en 1983, el Ejército se retiró a sus cuarteles pero la Policía asumió todas las tareas represivas que antes ejercían los militares, “y a través de ella el Proceso siguió en las calles, matando, saqueando, torturando, haciendo desaparecer a las personas”. Apoyado en esos argumentos, elaboró el siguiente Decálogo del relato policial argentino:

1. El crimen lo comete la policía.

2. Si lo comete un agente de seguridad privada o incluso un delincuente común, es por orden o con permiso de la policía.

3. El propósito de la investigación policial es ocultar la verdad.

4. La misión de la Justicia es encubrir a la policía.

5. Las pistas e indicios materiales nunca son confiables: la policía llegó primero. No hay, por lo tanto, base empírica para el ejercicio de la deducción.

6. Frecuentemente, se sabe de entrada la identidad del asesino y hay que averiguar la de la víctima. A diferencia de la policial inglesa, la argentina suele comenzar con la desaparición del cadáver.

7. El principal sospechoso (para la policía) es la víctima.

8. Todo acusado por la policía es inocente.

9. Los detectives privados son indefectiblemente ex policías o ex servicios. La investigación, por lo tanto, solo puede llevarla a cabo un periodista o un particular.

10. El propósito de esta investigación puede ser el de llegar a la verdad y, en el mejor de los casos, hacerla pública; nunca el de obtener justicia.

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