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Una crónica de la agricultura urbana

Desde la gallina hasta la cocina: la ruta más corta.

Para que llegue a nuestra cocina, un huevo tiene que hacer varios viajes. Desde la granja, viaja por camión al mercado de mayoristas. De allí, otro camión lo lleva al supermercado. Y, en las culturas dominadas por el automóvil, el huevo hace un tercer viaje motorizado, del supermercado hasta la cocina familiar.

Hay tres intermediarios: los transportistas, los mayoristas y los detallistas que venden a los consumidores. Algunas veces el huevo no descansa entre las escalas y llega al supermercado en dos días o menos, pero es más probable que llegue en 72 horas o más. Frecuentemente tarda hasta un mes antes de que llegue a nuestra cocina.

El viaje de un tomate es más largo. El estudio Food, Fuel and Freeways concluyó que el tomate promedio tuvo que viajar 1,369 millas para llegar al Terminal Market en Chicago, donde los mayoristas venden a los supermercados y restaurantes. Después de su descanso en el Terminal Market, al tomate todavía le faltan dos viajes más para que llegue a nuestra cocina.

Hoy en día, la lamentación “los tomates ya no saben como antes” se oye más frecuentemente que el Padre Nuestro. Esta falta de sabor, “Es un efecto colateral de la búsqueda de cualidades comerciales en el tomate,” explica con ironía involuntaria el investigador Antonio Granell.

El gringo sabe del tomate en el plato pero no sabe que se tuvo que piscar…

Una vez escuché este verso en un corrido clásico mexicano. Fue un comentario sobre mi vida. Reaccioné. Era profesor de universidad en Los Angeles, años ’80. Comencé a hacer trabajitos de voluntario en apoyo al sindicato de César Chávez, United Farm Workers.

Vance, un amigo del UFW, me pidió que hiciera el papel del patrón en una pequeña pieza teatral, para protestar contra los nuevos injertos, que hacían que el tomate fuera más duro para poder pasar por las máquinas cosechadoras. La mecanización reduciría el número de trabajadores agrícolas, pero a la vez era un ataque contra el sabor mismo del tomate. Vance me dio una pelota de tenis pintada de rojo. Yo tenía que rebotarla contra el piso, mostrando mi orgullo sobre la “mejora de cualidad comercial” del tomate.

Pablo Neruda había celebrado que el tomate “sin hueso/ sin coraza,/ sin escamas ni espinas/ nos entrega/ el regalo/ de su color fogoso/ y la totalidad de su frescura” (Oda al Tomate).

¿Qué diría Pablo Neruda de los tomates de cáscara dura?

Aunque yo sabía muy poco de ecología, me di cuenta que había una manera de proteger el tomate de Neruda contra el asalto de la mecanización, de los productos químicos y del transporte motorizado. Tendría que ser yo mismo el productor. Así se reduciría el tiempo de viaje de los productos como el tomate y el huevo. Una vez el huevo puesto por la gallina, llegaría a mi cocina en el tiempo de dos parpadeos. Sería la ruta más corta.

El amigo Vance organizaba mercados al aire libre de ventas directas entre granjero y consumidor, para evitar los intermediarios, así reduciendo el kilometraje de los productos, y años después escribió el libro, The New Farmers’ Market. Hoy día existe otro sistema de venta directa en que el granjero llega a un sitio designado para entregar sus productos a los consumidores que han hecho pedidos de antemano.

Un granjero entrega sus productos en el café Kamu, cerca de Paris. Me dice que los huevos son del mismo día y que los pollos tienen sólo dos días. Distancia viajado desde su finca: 80 millas.

La vuelta a la campiña: ideología simplista de la literatura romántica

Delante de mis ojos veía Los Ángeles como una ciudad horizontal con enormes espacios desaprovechados. Pero no se me ocurrió hacer agricultura dentro de la ciudad. Influenciado por la literatura romántica, quería cultivar en algún lugar fuera de la ciudad.

La oportunidad llegó en un anuncio: Usted cuida nuestra propiedad campestre por un año a cambio de no pagar renta. Acepté el desafío, y una vez mudada la familia, compré 20 gallinas, un gallo, un chivo, y dos puerquitos, uno rojizo y el otro blanco casi albino. El terreno semi-rural ya tenía algunos árboles de pera, durazno y damasco.

Mi experimento fue un éxito pero también fue un fracaso. Al principio, llamé a un agente del Departamento de Agricultura, pidiéndole una licencia para vender mis productos. Llegó en su camioneta. Vio mis queridas veinte gallinas y se rió.

“Su terreno es demasiado pequeño para una licencia. Usted puede vender su fruta y huevos a los pequeños mercados coreanos. No se preocupe. Las autoridades no le van a enjuiciar.”

Mi jardín ambicioso sólo sirvió para complementar nuestro consumo. Seguíamos dependientes del supermercado. Una mañana vi que las espinacas estaban a punto para comer y decidí cosecharlas al volver del trabajo. Al regresar vi que los conejos salvajes me habían ganado. No comieron mucho, pero los bandidos festejaron mordiendo un poco de cada hoja.

Llegué a alimentar y hacer crecer a los dos puerquitos exclusivamente de los restos de restaurantes salvadoreños y de una tortillería mexicana, agregando algunos damascos para darles un verdadero placer. Les juro que los vi sonreír saboreando los damascos. Pude comprobar que el reciclaje de alimentos puede funcionar. Vendí un puerco y envié al otro al matadero donde me empacaron todas las piezas. Llevé la carne de puerco a guardar en refrigeradores alquilados, dando algunas piezas a los dueños de los restaurantes: el trueque como economía de reciclaje.

Vendí la fruta en “lugs”, tamaño de bolsas de papel, a los coreanos. También aprendí a secar los damascos bajo el sol. Pero no alcancé cosechar toda la fruta de los árboles, y me dolió verme responsable por algunas frutas podridas.

Nunca nos faltaron huevos frescos, algunos con cascarones blancos, la mayoría de color café, y algunos azules que venían de unas gallinas pequeñas llamadas araucanas. Las araucanas eran más ágiles que sus compañeras y llegaban a saltar el alambrado de mi gallinero improvisado. Eventualmente, dos araucanas fueron comidas por los coyotes.

Aprendí  a matar gallinas, puedo decir con una muerte instantánea, pero al final, decidí que era mejor ser vegetariano. Al menos no las tuve encajonadas como en las granjas industriales. Nunca saborearé mejores chuletas de puerco que las de mi puerco, pero aprendí a respetar la inteligencia de los puercos. Ahora pienso que debería haber  una “licencia” para comer carne. Después de los 18 años, los ciudadanos deberían primero saber cómo se siente matando un animal. Tal vez algunos se convertirían en vegetarianos. (No hablo de las emisiones CO2 causadas por la producción de carne porque en esa época, ignoraba el concepto.)

Finalmente, el chivo. Lo había comprado porque tenía entendido que ayudaría a deshacerme de la mala hierba. Pero resultó que el chivo era muy selectivo a la hora de comer, un “picky eater”. Le tenía que comprar una mezcla de alimento gourmet de chivo, pero aun así el chivito comía solamente sus piezas favoritas de la mezcla. Lo tuve que vender.

Después del año aprendí que tener un lugar periurbano y manejar a la ciudad tres veces por semana para enseñar mis clases no era ecológicamente eficiente y decidí  practicar la agricultura urbana cerca del centro de Los Angeles.

La idea me vino 20 años antes de que la agricultura urbana se hiciera de moda. Bad timing. No pude conseguir ningún apoyo ni de la municipalidad ni de las universidades  agrónomas.

Pero lo hice de todas maneras, en conjunto con un vecino, Earl, que compartía mis ideas nacientes. Los vecinos, principalmente de origen mexicano y centroamericano, cuyos padres o abuelos fueron agricultores, sabían que el tomate se tuvo que piscar, y no les importaba las leyes de zonificación que prohibían la cría de gallinas.

Luego, un episodio en mi vida que no tiene nada que ver con el tema de esta crónica me obligó a abandonar el proyecto, pero he podido seguirlo como periodista.

Revolución silenciosa

Para que las ideas ecológicas tengan un impacto, debe ser una cuestión de alegría y no el mensaje del catastrofismo que parece no convencer a mucha gente. Sin embargo, las catástrofes producen resultados.

Los cubanos en los años ’90 confrontaban una verdadera catástrofe. La causa fue su relación neo-colonial con la Unión Soviética. En trueque por comida, pesticidas y petróleo de la URSS, Cuba continuaba la misma mono-cultura de azúcar que ya existía en su relación con los EEUU antes de 1959.

“La caída de la Unión Soviética en 1991…marcó el inicio de lo que los cubanos conocen como el período especial, una crisis económica prolongada que condujo al racionamiento de alimentos y a crecientes índices de malnutrición. Con la agricultura afectada por la escasez de combustibles y… fertilizantes minerales y plaguicidas, los habitantes de La Habana iniciaron la siembra de productos alimentarios en cuanto espacio se encontraba disponible.”

La Habana orgánica se convirtió en “pionera en la transición global hacia una agricultura sostenible que produce ‘más con menos’.” (http://www.fao.org/ag/agp/greenercities/es/CMVALC/la_habana.html)

Hoy en día, en muchas ciudades Latinoamericanas, “la gente común está impulsando una revolución silenciosa conocida como ‘agricultura urbana y periurbana’…La FAO ha promovido vigorosamente la agricultura urbana y periurbana en América Latina y el Caribe …a través de iniciativas en las que han participado los gobiernos de los países, las alcaldías, la sociedad civil y organismos no gubernamentales.” Hoy se reconoce “la importante función de la agricultura urbana y periurbana en el desarrollo urbano sostenible.” (http://www.fao.org/ag/agp/greenercities/es/CMVALC/index.html)

En los Estados Unidos, la agricultura urbana se encuentra en un período de boom. Como La Habana de los años ’90, Detroit, Michigan ha conocido su crisis colosal, en la década actual.

“Leadley es una importante productora de la vibrante comunidad agrícola comercial de Detroit, que en 2014 produjo casi 180 000 kg de alimentos con sus más de 1,300 huertas comunitarias, escolares, familiares y comerciales.” (Voir: globalvoices.org/2015/06/24)

A Carolyn Leadley se le oye como Neruda cuando habla de la frescura de sus productos. “Los brotes de arvejas que viajan 5 km para dar vida a una ensalada son indudablemente más ricos y nutritivos que los que viajan medio continente o vienen de más lejos todavía,” dice Leadley. Y las legumbres de Leadley viajan los 5 kilómetros al Farmers’ Market sin emisiones CO2 porque las transporta en bicicleta.

 

Organic hydroponic vegetables Vertical garden

 

 

 

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