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La cultura del automóvil y los aburridos suburbios norteamericanos

Foto: Paul Nigh’s ‘TeamTimeCar.com’ Back to the Future DeLorean Time Machine

Larry Romanoff, escritor y ex empresario norteamericano que vive en Shanghái, afirma en un reciente artículo que la ausencia de un transporte público eficiente en los Estados Unidos se debe a un plan que la industria automovilística y la petrolera llevaron a cabo a partir de la primera mitad del siglo XX.

El artículo se titula El romance de Estados Unidos con el automóvil y pueden leerlo aquí.

Romanoff relata que los sistemas públicos de tranvías eléctricos que existían al principio del siglo XX en muchas ciudades norteamericanas, e incluso los automóviles eléctricos que ya se fabricaban en aquella época, recibieron un golpe mortal para ser sustituidos por vehículos privados movidos por gasolina, para beneficio de colosos como General Motors y las petroleras. Estas empresas también usaron su influencia para que el transporte público utilizara autobuses de diésel o gasolina, favoreciendo ya se sabe a quiénes. Hoy, solamente la ciudad californiana de San Francisco tiene tranvías, usados mayormente por los turistas.

Varios observadores han respondido a esas denuncias alegando que en realidad el auge de los suburbios causó la decadencia de los sistemas de transporte público. Y afirman que el espíritu individualista y aventurero de los norteamericanos dio lugar a la preferencia por el automóvil privado. Pero si eso fuera cierto, ¿por qué entonces millones de norteamericanos no tienen auto o lo dejan en casa para usar medios de transporte público como el subway de Nueva York, por ejemplo, cuando esos sistemas públicos funcionan con eficiencia? ¿Y por qué actualmente los que pueden pagar el alto costo de la vivienda se mudan al centro de las ciudades, donde la existencia es más divertida que en los monótonos suburbios?

Sea como sea, la decadencia del transporte público, el apogeo del automóvil y el auge de los suburbios han tenido consecuencias desastrosas. Según datos del Instituto de Seguros para la Seguridad en Carreteras (IIHS), en 2018 murieron 36.560 personas en colisiones vehiculares. Y el Departamento de Transporte indica que el costo anual de los accidentes automovilísticos es de 242.000 millones de dólares. El saldo trágico del uso del automóvil privado como medio principal (y en muchos lugares, único) de transporte equivale a la devastación de una guerra. Pero en esta guerra –como en los conflictos bélicos– muchas empresas e individuos obtienen jugosos beneficios monetarios.

Cada día, millones de estadounidenses avanzan en sus automóviles privados a paso de tortuga en carreteras atestadas, en el viaje diario de ida y vuelta entre la casa (en los suburbios) y el trabajo.

Según el canal de noticias CNBC, la congestión vial causó pérdidas en la productividad de $87.000 millones en 2018, con las ciudades de Washington, Boston y Chicago entre las peores. Y la revista Fortune apunta que los conductores norteamericanos pierden cada año un promedio de $1.200 por persona en el tiempo que pasan y el combustible que gastan en los embotellamientos del tráfico. Es decir, cada año, muchos choferes pierden en los atascos de la carretera un viaje a Europa.

Después de la odisea en la autopista de regreso del trabajo, los norteamericanos llegan a sus viviendas en unos suburbios aburridos y oscuros, donde se atrincheran en sus casas a pasar la noche viendo el televisor mientras sus hijos se comunican con los amigos a través de Instagram o del medio social de moda. En muchas ciudades europeas y latinoamericanas, los niños van de noche a jugar al parque, donde también se reúnen los adolescentes. Pero el suburbio –un invento facilitado por la ubicuidad del automóvil– suprime esa comunicación personal grata e importante. Conspira contra nuestro instinto gregario.

Si uno quiere tomarse un café o comprar una barra de pan a esa hora, deberá manejar dos millas, o tres o cinco hasta el negocio más cercano, situado en una calle principal, mejor iluminada, donde suele haber bastante tráfico vehicular pero rara vez se ve a una persona caminando. En las zonas residenciales suburbanas, tampoco nadie camina, excepto alguien que saca al perro para que haga la gracia frente a la casa de un vecino, o algún atleta heroico que sale a correr de noche, desafiando los peligros de la oscuridad.

En el artículo de marras, Romanoff señala que “las personas norteamericanas que no viajan no se pueden imaginar lo fácil y agradable que es la vida” en las ciudades europeas y asiáticas. Esas urbes están diseñadas para las personas, no para los automóviles. Al revés de lo que sucede en los Estados Unidos, donde en la mayoría de las ciudades es imposible vivir sin un auto y cruzar a pie una calle suburbana ancha es una hazaña.

La segregación artificial de la vivienda, el trabajo y los establecimientos comerciales tiene un elevadísimo costo económico y social. Y ni hablar del efecto de suburbios mal planificados y del uso generalizado del automóvil en el deterioro climático del planeta.

Una planeación urbana más inteligente –y humana– puede resolver esos males y hacer la vida más amable, a la vez que reduce el impacto ambiental de los suburbios y de los vehículos privados. Pero ese cambio exige una firme decisión del público y una gran voluntad política de los gobiernos frente a los enormes intereses empresariales que se nutren de la expansión de las ciudades hacia las afueras y de la arraigada cultura del automóvil.

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