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De desnudos imperfectos y pintores profanos.

Hay dos noticias que me han sorprendido últimamente, noticias menores, claro está, si las comparamos con el polvorín que está a punto de estallar, o ya ha estallado, en Ucrania, y que nadie sabe en qué puede desembocar si los amos del mundo, los ocultos, los que nos gobiernan en la sombra sin ser elegidos ni dar la cara, deciden que una buena guerra es rentable a sus intereses y, de paso, renueva un poco la especie humana a la que considera una manada de ñus.

Una es el desnudo de Scarlett Johansson, que ha dado la vuelta al mundo por dos razones. La hermosa actriz estadunidense, que, además de muy bella y muy sexy, es muy buena actriz, no es precisamente una persona que se prodigue en desnudos en el cine, sino todo lo contrario, y ese desnudo en un papel de alienígena que utiliza sus encantos para atraer autoestopistas humanos en una película de serie B, Under the Skin, lo requería. Su foto pronto ha llegado a todos los rincones del planeta y los comentarios se han centrado, fundamentalmente, en que su cuerpo no es tan bonito cómo se intuía, que tiene evidentes imperfecciones que le impedirían ser la chica del mes de la revista Playboy como no fuera utilizando Photoshop a diestro y siniestro. No soy yo de esa opinión.

No existen reglas precisas para definir lo que es belleza, en un físico, en una obra de arte, hasta en un paisaje natural, y lo importante es la emoción que pueda suscitarte ese desnudo, esa obra de arte, ese paisaje que, a lo mejor, se salta los cánones de belleza impuestos. Acostumbrados al estereotipo 90-60-90, una dictadura alrededor de la cual se mueve un boyante negocios de salones de belleza, cirujanos plásticos, gimnasios y productos dietéticos, el cuerpo de la señorita Johansson seguramente se salta ese parámetro, pero uno, y hablo a nivel personal, empieza a estar ya cansado de tanto cuerpo perfecto, tanta sonrisa falsa, tanta cara que parece clonada la una de la otra porque pasaron por el mismo cirujano, y echa en falta las maravillosas imperfecciones del físico humano, esas que, precisamente, lo hacen humano, irrepetible, singular, y no una máquina replicada hasta el infinito. Scarlett Johansson, que podría haber exigido una doble de cuerpo para rodar esas escenas, como hacen buena parte de sus colegas pero ha preferido mostrarse tal como es,  ha optado por un elegante silencio ante la polémica estúpida que han desatado sus fotos, y la película, cuando se estrene, tiene ya el éxito asegurado por esa campaña de publicidad involuntaria y gratuita. ¿O quizá no?

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La otra noticia es bastante más seria y me ha inquietado mucho más que esos desnudos imperfectos. El desembarco de George W. Bush en el mundo del arte ya está haciendo temblar a los marchantes de pintura y a los retratados por el pincel de un tipo que ha sido uno de los peores presidentes de este gran país y que lo condujo a una guerra absurda y sanguinaria, la de Irak, con una sarta de mentiras detrás y oscuros intereses comerciales de sus amiguetes de gabinete que se lucraron con la matanza. Así como Dick Cheney, lo más parecido, en siniestro, a un personaje de El Padrino de Francis Ford Coppola, no ha guardado silencio cuando ha dejado la política sino que, de cuando en cuando, hace declaraciones explosivas, Bush, cuando dejó su infausta presidencia se retiró discretamente a su rancho de Texas y allí permaneció en un riguroso silencio de monje de clausura hasta que ha vuelto a las portadas por esa tardía afición a los pinceles.

Por las dotes artísticas del señor Bush, a la vista de los retratos de sus amigos políticos—especialmente el de su querido Aznar, o Ansar, como le llamaba él, es sencillamente terrible, casi tanto como el que Lucian Freud hizo a la reina Isabel de Inglaterra, y no sé cómo le habrá sentado al mosquetero español del trío de las Azores verse con esa pinta espantosa—, sus cuadros no pasarán a llenar ninguna pared de pinacoteca, serán relegados a su biblioteca de presidente, ni figurará en los libros de historia del arte, pero prefiero al Bush pintor que al Bush político, que no ha rendido cuentas ni rendirá por la masacre que él y su banda orquestó en Irak, aunque quizá el que mejor me caiga sea ese otro Bush, antes de caer del caballo, el dipsómano, el que iba de taberna en taberna y que de haber seguido por ese alegre camino quizá se habría condenado a ir de centro de desintoxicación en centro de desintoxicación, pero se habrían salvado docenas de vidas de condenados a muerte en Texas, para los que cuando fue gobernador del estado nunca tuvo un atisbo de piedad, y los cientos de miles masacrados en Irak.

Ajeno al dolor que ha provocado, el tipo parece feliz y debe de dormir de un tirón por las noches sin que le importunen los fantasmas de los miles de muertos que tiene sobre sus espaldas. Yo no podría.

 

*José Luis Muñoz es escritor. Sus últimas novelas publicadas son La invasión de los fotofóbicos (Atanor Ediciones, 2013), La doble vida (Suburbano, 2013), El secreto del náufrago (Ediciones del Serbal, 2013) y Ciudad en llamas (Neverland, 2013)

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