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Ya no hay 10


Para una persona como Gregorio, tener todo el tiempo del mundo ulceraba su mente. Él, –que había llegado a tener 310 empleados, que había revolucionado el ramo de las pinturas para exteriores a pura intuición de negocios–, detestaba el ocio al que ahora se sometía por pura debilidad.

Su gran proyecto del día –pensó– consistiría en desplazarse hasta el balcón. Desde que oyó las voces de su hija Déborah discutiendo –cuándo no– con León, su novio de hace ya 6 años, trazó su business plan y se regocijó en la implementación. Visión: ese muchacho no le llega a los talones. Misión: interrumpir esa pelea donde siempre ella sale lastimada.

Gregorio trató de mantener el paso constante del andador, como siguiendo el metrónomo de las clases de violín que sí pudo solventar cuando estaba en plenitud. Cuando era dueño de todo, incluyendo su destino. Porque si había algo que Gregorio sufría diariamente, era que su decisión ya no significaba la última palabra. Cuántas veces le dijo a Debby que lo depositara en un Geriátrico y viviera su vida. La dependencia demacraba ese espíritu que supo ser de lo más emprendedor de un Miami violento y embustero.

León había cambiado las pelotas de tenis de los extremos del andador, modificando totalmente la experiencia. Podía detenerse el tiempo que se le antojase y sentir la textura nueva de esas superficies peludas que ya no hacían el ruido “insoportable” que decían percibir los del cuarto piso. A.k.a “los de abajo”. Gregorio aseguraba que “no era para tanto” pero por las dudas usaba todas sus fuerzas para elevar el andador lo más posible y que el viaje a tierra fuera más “insoportable” aún. No le costaba admitir que, aunque se tratase de vecinos indignados tocando a la puerta, eran esas las pocas cosas que modificaban su rutina. Se trataba de una discusión de años. Sucedía cada tanto, Gregorio se aplacaba y al tiempo volvía a descargar su aburrimiento como una súplica a puro golpe de andador.

Fueron esos vecinos, una vez que subieron a quejarse el mayor de los Salgado y uno que dijo ser el primo, los que le hicieron notar que había pasado de hombre mayor a senil. Se trató de unas risas sarcásticas al principio; pero luego los muchachos no pudieron sostener la conversación. La tentación los hizo marcharse sin reaccionar siquiera a las maldiciones del anciano. Él era motivo de risa, el gran empresario de las pinturas para exteriores representaba apenas una nota de color en sus vidas. Furioso, bailó con el andador el Vals que alguna vez enseñó a su Debby, cuando ambos soñaban un casamiento opulento. Hasta que cayó rendido.

El angosto hall amplificaba los ruidos y jadeos del viejo. La luz de aquella pujante mañana disparaba sus rayos horizontales justo en ese momento. Minutos más tarde, solo quedarían sombras y reflejos pero ya no esa invasión energética. Sentir esa caricia cálida sincronizada le dio nuevos bríos. Gregorio estaba agitado pero declarado en rebeldía, contra todo. Intentó respirar hondo y tosió inesperadamente. Un estruendo gutural, seco que lo hizo volver en sí a la vez que le volaba la dentadura. Intentar rescatarla, impensable.

Cuando su imperio crecía al ritmo de los ceros, su única obsesión consistía en hacerse uno con el término “fatiga de material”. Buscaba oportunidades allí donde la competencia mostraba flaquezas, cuando los muros se descascaraban. Y, complementariamente, exigía a su ingeniero –Belsunce, de Medellín– que sus productos resistieran la fatiga una generación completa. Todo aquello recordaba Gregorio en el umbral de la puerta del living, extenuado y recién a mitad de camino.

Tomó un segundo aire e irrumpió. Su presencia, tal como lo predijo, acalló la discusión. Debby se acercó a ayudarlo. León colaboró al paso, por compromiso, sin modificar el gesto adusto y carroñero de la discusión. Mecánicamente lo sentaron en su lugar, un rincón estratégico del balcón que daba al canal que separa las islas de Bay Harbor. Solo ahí soplaba ese segundo aire –un concepto tomado del fútbol–, y que utilizaban con Debby para referirse a unas brisitas inexplicables que podían hacer de una tarde pesada, una delicia.

Gregorio se dejó caer en su asiento y se dio cuenta de que León había presionado demasiado su brazo. Enojo inconsciente –o no tanto. En ese momento, quien alimentaba un segundo enojo era él mismo.

–Debby –alzó la voz maliciosamente, sin mirar a León– ¿me alcanzas mis semillitas de girasol, por favor?

Eran las semillas de la discordia. El hombre parkeaba su Mercedez-Benz CLA250 gris metalizado justo debajo del balcón, en el espacio número 10 que correspondía al departamento. El viejo tenía un ritual que consistía en embocar la escupida de la cascarita del girasol entre el barandal y el concreto. Una costumbre desagradable de muchos años que su hija jamás pudo erradicar. El problema empeoraba cuando los restos de saliva y costras aterrizaban en el automóvil. Gregorio opinaba que el tipo quería más a esa máquina que a Debby. Su Debby. Lo único que le quedaba.

–¿Viste al Madrid? –dejó caer el viejo sumando malicia.

“Los hombres, por suerte, tienen al fútbol” –le hizo notar Debby una vez. Dos hombres pueden odiarse pero no tienen problema en mantaner una estúpida conversación argumentando a favor y en contra de que “Ya no hay número 10”. Y tenía toda la razón del mundo. Instalando el tema “Fútbol”, Gregorio había puesto una capa frívola y automatizada al tenso pulso del girasol en caída libre. Lo había maquillado pero aún estaba allí, tratando de salir a la superficie a pesar de esa última mano de pintura que intentaba disimularlo.
Además, el Madrid había perdido. León, Cristiano Ronaldo, Madrid a un lado. Messi, Barcelona, y todo lo que opusiera a los deseos del yerno, estaba asociado a Gregorio. Porque habían llevado su enfrentamiento a la última barrera de la diplomacia: el fútbol. El viejo nunca había sido muy devoto de la pelota, más todavía cuando se mudó a la Florida.

Allí comenzó a seguir a los Marlins, más como una herramienta de sociabilización y asimilación que gusto por el deporte. Cuando apareció el futuro yerno en su vida, que moría por el fútbol y los autos, halló una arena feroz para dejar en evidencia sus pocas luces. Trazó un nuevo business plan. Visión: ese muchacho no le llega a los talones. Misión: demostrar que es un imbécil. Y comenzó a ocupar sus horas inútiles en algo productivo: el estudio del deporte rey.

La teoría de que ya no hay números 10, ya no existen mediocampistas armadores de juego y signo de otros tiempos, la oyó de boca de Joserra Fernandez, una noche de Futbol Picante por ESPN. Se dió cuenta que hay una elite que luce el 10. Maradona, Pelé, Zidane, Platini, Del Piero, Messi… Cristiano, por su parte, adoptó el 7. El día que CR7 se esfumó sin dejar rastro fue para Gregorio la capitulación misma del “Team-León”.

–Sí, “Grego”, lo ví –respondió sonriente el felino aceptando el debate–. Y no mereció perder.

–Los goles no se merecen, –dijo escupiendo la primera cascarita que fue a dar al barandal–, los goles se hacen.

León se tentó. Recién ahí “Grego” cayó en la cuenta de que no tenía su dentadura. Era entendible, sonaba muy gracioso. Hasta él se hubiera reído si no fuese porque El Impresentable lo sacaba cada vez más de sus casillas. Detestaba que se rieran de él, pero menos podía soportar que lo hiciera el rey de los imbéciles.

–Voy por tu dentadura –dijo León riéndose, marchándose–, ya vuelvo.

Humillado, furioso, tomó un puñado se semillitas y las introdujo en su boca. Las machacó entre las encías con poco éxito. Daba igual, cuanto más desagradable, mejor. Respiró hondo buscando ese segundo aire que reclutara sus últimas fuerzas. Empujó el andador que se estrelló con la ventana. Oyó “¿Papáaaa?” desde la habitación de su hija. Se aferró al barandal y se puso de pie; utilizando el impulso giró su cuerpo y se dobló sobre el metal hasta quedar suspendido. Carraspeó en busca de cualquier tipo de mucosa desplegada a lo largo de su garganta y la convocó a su nuevo plan. Visión: ese muchacho no le llega a los talones. Misión: devolver la humillación. Una bola infame de saliva, moco y semillitas enteras de girasol se precipitó en caída libre. Gregorio se alegró de haber dado en el blanco; o en el gris metalizado, se corrigió.

Aún doblado, sintiendo el tubo en contacto con la hebilla del cinturón, recibió la caricia de una brisa nueva. El torso en el vacío, una sensación de liviandad que no experimentaba hacía ya demasiado tiempo.

Como en su mejor época, cuando su éxito empresarial hablaba por sí solo, se dejó llevar por una fuerte intuición. Corrigió el business plan una vez más. Visión: ese muchacho no le llega a los talones. Misión: liberar a Debby de una vez por todas.
Tomó fuerzas de vaya uno a saber dónde. Elevó sus tobillos, y se impulsó apenas para despegarse del suelo. La gravedad hizo el resto.

La caída al vacío es una sensación liberadora. En su último viaje, observó la pintura amarilla esparcida junto a la máquina alemana. Del número uno, ni noticias. El Cero estaba todo borroneado, apenas se adivinaba la curvita inferior, casi una sonrisa socarrona.

–Ya no hay 10 –pensó–: fatiga de material.


El texto pertence al ebook Cuentos atravesados

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