Voy a hablar de México. Y no voy a hablar de Venezuela. Aunque en mi país no se haga otra cosa que hablar de Venezuela, y, últimamente hasta de Grecia. Incluso se ha llegado a decir, por boca de un destacado cachorro de la derecha que teme, con razón, ser desalojada del poder, que se han multiplicado los delitos en Grecia a causa de su ahogamiento económico. Una falsedad. Lo de la inseguridad de Venezuela es cierto, pero siempre la hubo, como la hay en Guatemala, Honduras, Nicaragua, Colombia… En Venezuela, según los medios de comunicación, hay una dictadura, aunque haya elecciones democráticas que han ido ganando en los últimos años los chavistas. En México, una democracia, aunque la sombra del fraude ha estado presente en las últimas consultas electorales. La violencia, en Venezuela, se ha convertido en endémica. Como la de México. Pero se habla más de Venezuela, porque el poco ejemplar gobierno que hay es, teóricamente, de izquierdas, que de México, con un gobierno claramente de derechas. Así es que voy a hablar de México porque estuve cenando hace poco con una amiga que vive allí y me narró un cuento de horror, sólo que era real. Y porque me duele México, y porque creo que ya es, no solo un estado fallido, sino un país perdido para generaciones. Y me duele por los amigos mexicanos, que tengo, y por ese país hermoso que se ahoga con su sangre.
Voy a hablar de México y de su violencia retorcida. De esa hidra asesina que avanza por el país y ya cerca DF. De esa mancha de sangre que se extiende por buena parte del territorio porque el gobierno es incapaz de proteger a sus ciudadanos, o es cómplice de lo que les está sucediendo porque las instituciones están podridas. Las bandas de asesinos campan a sus anchas, matan, torturan, descuartizan, porque pueden. Construyen su particular lenguaje a base de cabezas cortadas o cuerpos quemados con los que sustituyen las palabras. Las bandas exigen la cuota a los empresarios, pero también a los comerciantes, a los pequeños negocios. No pagar la cuota lleva implícita la destrucción del comercio o, bastante peor, que el comerciante sea baleado o torturado antes para que la muerte no sea un simple trámite. Las bandas de asesinos no sólo extorsionan a los comerciantes que tienen locales sino que extienden su reinado de terror a los modestísimos vendedores ambulantes, a los que no tienen nada más que un pedazo de acera para subsistir.
El cuento de terror que me contaron tiene como protagonista a una de estas vendedoras. Una mujer que tiene en una esquina de DF una olla en la que prepara sopa para venderla a los viandantes: pozole. Los dueños de las calles y del país le piden cuota. Y ella, que no tiene ni para malvivir, se niega, porque es pobre. Los dueños de la calle advierten a la mujer. Y ésta se sigue negando hasta dos veces porque no puede conseguir plata. Pero un día los extorsionadores se presentan sonrientes y le dicen que prepare un caldero de pozole para veinte personas. Y la mujer acepta el reto, compra maíz suficiente. Cuando está listo el caldero de sopa, los amos de la calle lanzan a la olla unos pedazos de carne sangrienta. La carne para el cocido, le dicen. La carne del hijo descuartizado de la pozolera.
Eso pasa en México. Y las autoridades o no lo evitan, porque no pueden, o simplemente son cómplices y se lucran con ese estado de terror instaurado que parece hijo directo de los ritos sangrientos de sus antepasados aztecas. La sociedad mexicana salta por los aires y la protesta tiene eco cuando el crimen es múltiple: los cuarenta estudiantes desaparecidos. Pero nadie repara en la pozolera que perdió a su hijo. La degradación social llega a todos los ámbitos. El ideal de chico que buscan las chicas es un criminal que salga de la cárcel, la universidad de la maldad, y que sea violento, para atemorizar a los demás, y que la proteja a ella. Los chicos sólo quieren el dinero fácil que les da el narco, con el que se compran buenos coches, y si para ello tienen que serrar brazos, piernas y cabezas, lo harán sin titubear, porque la maldad se ha banalizado. Hace un año vi una excelente película mexicana que retrataba esa cotidianidad insoportable: un padre torturaba a su preso en presencia de sus hijos, que seguían jugando, y de su mujer que preparaba un guiso en la cocina, sorda a los gritos de dolor de la víctima. Pero ya no se habla de México porque la noticia es que no haya torturados, violadas y asesinados, y eso parece ciencia ficción. Y cuando se habla, no se critica a ese gobierno indigno que no hace nada para evitar que sus ciudadanos sean asesinados de la forma más salvaje posible. Así es que yo hablo de México, pero lo hago desde la cómoda distancia, porque si viviera en México callaría o ya habría hecho las maletas, o me pasearía con una 38 dispuesto a vender cara mi vida y a dejar la última bala para mí mismo.
*El último libro de José Luis Muñoz es Marero (Ediciones Contrabando, 2015)