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Voto

Se reúnen las sonrisas

alrededor de brazos estirados hacia el centro,

con un pie listo para escapar

y otro para el impulso de la huida.

 

Somos, ahí

uno al lado de otro,

un mar agitado de latidos,

ola a punto de romperse por la roca del grito:

“¡Voto, voto por…!” estruenda el nombre

de quien te gusta, del más lento, del más popular

y una naranja se desgaja en cítrico alarido.

 

El nombre designado

empieza la persecución de cachorros retozando,

el refugio es el poste de luz de siempre

o todo lo que sea de color

azul o rojo o púrpura, amarillo,

cualquier color que abrazara todos esos años

y toda aquella infancia.

 

El juego, como todo niño aún

lo sabe, puede jugarse de dos formas: solo

o en familia. En esta última, cada que a otro niño

lo tocan los ya alcanzados por el primero,

a la tarde se le añade

la misma profecía,       acaso despechada,

de que ya nos llegará el contagio.

 

Hasta que al final

sólo queda uno, el último,

un niño cuyo grito es el silencio

y que luego es un fantasma

entre autos, hogares repletos de armas y murmullos,

objetos descompuestos (algunos invisibles y otros imaginarios),

árboles con columpios chuecos,

tienditas despintadas del alcohol vespertino de los viejos,

el portón abierto

de la casa abandonada que está en la esquina.

 

Pero ya no puede huir más,

son demasiados contra él y ser como los otros

es un juguete maldoso que los demás ya poseen.

 

Este último es quien vota por el primer perseguidor

en el nuevo círculo donde otra vez nos congregamos,

con sonrisas un poco diferentes

y brazos estirados hacia el centro,

un pie listo para escapar,

otro para el impulso de la huida.

Somos un mar agitado de latidos,

ola a punto de romperse en la roca del grito,

“¡Voto, voto, voto por…!” estruenda

el nombre y cruzamos calles, casas, países,

años jugando a no jugar

mas para siempre fragmentados.

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