La majestuosa arquitectura de los rascacielos, un dinamismo extraordinario a toda hora y sus contrastes sociales marcan a la ciudad que nunca duerme.
Razones familiares me llevaron recientemente a Nueva York, la ciudad donde viví y trabajé varios años, y que desde que me mudé a Miami he vuelto a visitar con relativa frecuencia, porque yo amo a Nueva York, I love New York.
Gracias a la pericia que me dieron los años que pasé recorriendo la Gran Manzana de punta a punta, mi familia y yo nos movimos rápidamente, en el eficaz sistema de tren subterráneo, el subway, que cubre toda la ciudad, desde la calle 242 en el límite norte del Bronx hasta South Ferry, en la punta sur de Manhattan, muy cerca de Battery Park, donde se toma el trasbordador hacia la Estatua de la Libertad y Ellis Island; desde la enorme estación multimodal de Penn Station, en la calle 34 de Manhattan y la Séptima Avenida, hasta la avenida Flatbush en Brooklyn, un distrito que alberga a la célebre universidad llamada Brooklyn College y a Dumbo, un barrio bohemio que se ha puesto de moda.
En los días que pasamos en Nueva York, visitamos, por supuesto, Times Square, la icónica plaza en el centro de Manhattan, famosa por los gigantescos anuncios publicitarios de neón que adornan las fachadas de los rascacielos, un abigarrado centro de restaurantes, tiendas y entretenimiento, siempre lleno de multitudes y que es el lugar más visitado de Estados Unidos, con más de 50 millones de visitantes al año. Allí tomamos el shuttle, el tren de enlace entre Times Square y la famosa estación de Grand Central Terminal, en el este de Manhattan, un centro de imponente y majestuosa arquitectura donde se filmó la icónica escena de la escalera en el filme Los intocables, de 1987.
Cuando uno se hospeda en uno de los hoteles históricos del centro de la ciudad, como The New Yorker, que está muy cerca de Penn Station, y que ofrece un precio más bajo de lo que se podría esperar, en cuanto uno sale a la calle por la mañana cae en medio de la dinámica actividad de la ciudad, con un gran número de personas yendo y viniendo, casi siempre de prisa; los autos pugnando por avanzar en medio del tráfico incesante, y los negocios, muchos abiertos las 24 horas o hasta muy tarde en la noche, anunciando sus mercancías, mientras un ejército de repartidores de empresas de entregas como Uber Eats y Door Dash entran y salen con premura de tiendas, mercados y restaurantes para ir a toda velocidad a llevar los pedidos a oficinas o domicilios.
La presencia de personas sin hogar en todas partes, en las calles, en el subway, en restaurantes de comida rápida donde entran a descansar por unos minutos, es un penoso recordatorio de que la meca de la bolsa de valores y las grandes empresas internacionales es una urbe de contrastes intolerables.
Para muchos, los homeless son individuos que han caído en el abismo de las drogas y por eso han perdido la posibilidad de vivir con dignidad. Pero los estudios apuntan a que la crisis de la vivienda asequible y la gentrificación son la causa principal de que más de 130.000 personas en Nueva York no tengan un techo. El desamparo es un tema pendiente que el gobierno municipal y el federal deben resolver de una vez, destinando fondos y ayudas donde realmente hacen falta.
Entretanto, Nueva York sigue exhibiendo su imponente perfil de rascacielos, su dinamismo urbano y sus contrastes sociales como una muestra singular de la ciudad de nuestro tiempo, la ciudad que nunca duerme, la ciudad que amamos.