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En su casa los espejos estaban vedados, pero él sospechaba que había uno antiguo en el ático. La historia estaba un poco desdibujada, pero Jimmy finalmente supo del día en que su abuelo se miró al espejo. La vieja abuela callaba al respecto y su mirada se perdía en la ventana que daba al ralo jardín. Jimmy siempre había sufrido tentaciones pero se controlaba por respeto y porque tenía miedo de eso que reproduciría su imagen, miedo de descubrir quién era. Un acompañante protegía siempre a Jimmy de cualquier encuentro fortuito con el espejo al acecho. Pero el día llegó, y su curiosidad todo lo pudo. Sus padres se habían ido de compras y Jimmy, a propósito, le leyó a la abuela una novela aburrida. Al poco rato, la vieja roncaba. Se dirigió al ático con una linterna. Con el pulso acelerado, reconoció la forma ovalada envuelta en papel negro. Allí estaba: el secreto de su vida, el momento de enfrentarse con su identidad, con la tiranía de su defecto. Desgarró el papel y la superficie lisa y suave del cristal lo obnubiló.

Vio a un muchacho rubio, de dos ojos claros como los de su abuelo, con una cabeza, dos brazos y dos piernas y un lunar en el pómulo derecho. No sintió rencor porque ya no tenía más miedo. Entendía. Pero el horror invadió la casa cuando sus padres entraron. El padre y su joroba y sus tres bocas, la madre y su calva y sus treinta y cinco dedos. El espejo era implacable. Antes de que hicieran pedazos el cristal, Cobi, su perro, había alcanzado a cruzarse enfrente de él. Al ver algo de seis patas y un ojo, había salido corriendo, como Jimmy.

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