Voy a empezar por la conclusión: este libro no me ha gustado. Aunque no dudo que guste a los que no hayan vivido en Miami, o al menos no hayan vivido en el Miami de la década del ochenta. Estamos frente a un reportaje en el que la experiencia directa de los lectores respecto a lo narrado será proporcionalmente inversa al aprecio que suscitará. Habiendo llegado a Miami en tiempos del Mariel, que es el hito con el que empieza Miami Babylon, no reconozco la que fue mi ciudad en muchas de estas páginas.
Las líneas finales del libro dicen literalmente: “this schizophrenic town [Miami Beach] is a maddening combination of Third World Ethics and New World aesthetics and consumerism. Miami Beach is the last frontier, both utopia and dystopia.” Sin embargo, las 384 páginas anteriores no me han contado una historia tercermundista sino una historia inequívocamente norteamericana. La historia de Miami Beach es la de un proceso que en Norteamérica llaman “gentrificación”, y por encima de sus detalles locales es tan aburrida, repetitiva y estándar que cualquiera que haya vivido en algunos barrios de Nueva York, Los Angeles o San Francisco la reconocerá sin problemas.
La repaso, en líneas generales. Érase una vez una ciudad construida, literalmente, sobre la arena. Primero fue una ciudad cara pero después, por culpa de una Depresión y una Guerra Mundial, sus casas pasaron de ser el refugio de todo lo que era bonito y brillante a convertirse en la última residencia de muchos viejitos procedentes de climas mas fríos —que esperaban allí a que Dios los llamase. Así flotaba la “sala de espera de Dios” cuando un buen día se vio inundada de inmigrantes oscuros y siniestros llegados del Caribe, que acabaron por rebajar los alquileres y hundir el valor de las propiedades. Hundieron tanto ese valor que los alquileres cayeron por el suelo y hasta los artistas muertos de hambre pudieron alquilar estudios. A los artistas muertos de hambre vivir rodeados de marginales les molestaba menos que al resto de la gente, que de todas maneras seguía muriéndose, y se instalaron por todo el lugar. Con los artistas muertos de hambre vinieron sus agentes, bastante mejor alimentados, y una larga serie de restaurantes para la gente que visitaba las galerías. Y con los restaurantes, las galerías y los artistas llegó una amplia comunidad gay, que desplazó lentamente a los marginales que a su vez habían desplazado a los viejitos. Los gays convirtieron aquel lugar en un sitio maravilloso y hip, lleno de colores y sabores nuevos, con artistas cada vez mejor alimentados. Entonces llegaron las grandes revistas y hubo cinco o seis mil modelos en sólo veinte manzanas a la redonda y llegaron los fotógrafos de moda y el sitio ya no fue hip sino superhip… Y lo hicieron tan deslumbrante que pronto los yuppies y las grandes cadenas desplazaron a los gays (o al menos a los gays pobres) y a las galerías de artistas (o al menos a las que no vendían tan caro), porque vistos de cerca ni gays ni galerías eran tan interesantes para los yuppies y lo que necesitaban los nuevos ocupantes era un mall. Por eso un buen día (en realidad un mal día) aquel lugar dejó de ser especial pero volvió a ser lo que era originalmente: un sitio caro para gente cara y dorada… aunque gracias al paso de los años y a los cambios de legislación, lo que en tiempos fue un sitio de anglosajones con dinero ahora es un sitio para gente con dinero, incluso si no es anglosajona. Y esa es la historia de cómo una tienda de viejitos judíos a finales de los setenta era ya una galería a mediados de los ochenta, un club gay a finales de los ochenta, y ahora una tienda GAP.
El sitio del que hablo es Miami Beach y algunos de los acentos con que se cuenta esta historia pueden ser extraños para el oído norteamericano, pero todas esas historias de zonificaciones cambiadas, contratistas inescrupulosos, caseros cabrones y especuladores de todo tipo enfrentados con sus realquilados y con los conservacionistas que tratan de mantener aquellos edificios que merecen la pena ser mantenidos, es intercambiable con la de otras muchas ciudades de Estados Unidos. Nada hay especialmente tercermundista en la ética de unos señores que en Miami pueden, aunque no siempre, apellidarse Pérez y haber venido de la Habana, pero que igualmente podrían haber llegado de Irlanda y vivido en el Nueva York de Tammamy Hall el siglo antepasado; o haber nacido en Nueva York y emigrar luego a la California de la postguerra, cuando Los Angeles pasó de ser un ciudad pequeña y provinciana, en la que aun sobrevivían cultivos de naranjos, a convertirse en una gran metrópoli.
Cientos de páginas de enfrentamientos entre constructores y alcaldes, entre fiscales anticorrupción y contratistas y empleados municipales, sin más héroes que algunos conservacionistas honrados, ni más truhanes que algunos caseros abusivos terminarían siendo aburridas, tópicas y repetitivas. Posner tiene, sin embargo, la suerte de encontrarse con un montón de latinos malencarados, derechistas cubanos, gangsters colombianos. Y por eso el libro me gustó aún menos.
Hay dos modos de abordar una historia. Una es haberla vivido y la otra es documentarse sobre ella. Posner tiene algunos problemas en su documentación, o eso he leído, y además llegó tarde al Mariel, a la marimba, a Miami Vice, a los cocaine cowboys y a Griselda, la viuda negra Blanco. Su experiencia con todos esos temas es vicaria. Como también lo es su experiencia con la playa de hace veinte años, y con la forma en que se gentrificó. Es cierto que la gentrificación de Miami Beach es una historia que puede contarse a golpe de archivo, y que sus principales testigos solían estar sobrios en el momento de vivir lo que ahora cuentan. Pero no pasa lo mismo con las historias de la coca. Esas otras historias paralelas de la coca y los malvados latinos que recoge Posner en su libro no están muy bien documentadas y los supervivientes que las recuerdan no tienen motivos para ser ahora más honestos o veraces que hace veinte o treinta años. Entonces se entregaron a los mayores excesos y ahora a las mayores exageraciones. Hace veinte o treinta años vendían coca y ahora le toman el pelo a un periodista americano con ganas de historias sórdidas. Algo hemos ganado, supongo.
Una última queja: en un libro en el que muchos de los malos son hispanos, sobre todo cubanos —aunque no todos los malos sean hispanos ni todos los hispanos sean malos— y en el que todos los conservacionistas son inequívocamente buenos, un libro que además acaba con el débil rayito de esperanza que significa la elección de una conservacionista a la alcaldía de Miami Beach, ¿hay algún motivo para que el autor se refiera siempre a ella, a la alcaldesa de la playa, como Matti Bower en vez de con su nombre completo de Matti Herrera Bower?
Miami Babylon. Crime, Wealth, and Power–A Dispatch from the Beach
Gerald Posner
Simon & Schuster, 2009, 464 págs.