“Poseo pinturas y dibujos, arte en general, que me obsequian mis amigos artistas; pero no los atesoro. Regalo mucho, y mis libros están todos maltratados y subrayados. En todo caso, lo único que colecciono son vicios”, me había contestado Guillermo Fadanelli, cuando le pregunté acerca de lo que coleccionaba.
Me he convertido —sin darme cuenta—, en un acumulador sucio, un enfermo más del Síndrome de Diógenes, un aquejado ente que deambula por los mercados de pulgas en busca del vinyl pretérito, el cachivache más deseado por la minoría más cutre, el libro incunable, el juguete anómalo, la pieza excéntrica, el fanzine, las pinturas, los dibujos, los DVDs; baldosas, pedazos de un todo que reconstruyen las ruinas del hombre, fragmentos de existencia que extraviamos en el camino algún día y que necesitamos recuperar para seguir andando, transitando entre la impureza, con la mirada puesta en el siguiente cascajo obsceno que debemos comprar y atesorar; pues aquél coleccionista que deja de acumular se muere, no existe más, se pierde en la nada de objetos idénticos.
Irónicamente, Diógenes de Sinope —a quien refiere este síndrome, el trastorno por la acumulación de objetos, basura o desperdicios domésticos— no fue un engreído filósofo que gustara de la recolección de bienes, sino un cínico vagabundo que hacía de la pobreza extrema una virtud. Se dice que vivía dentro de un barril y que sus únicas pertenencias fueron una cobija, una bolsa pellejuda, un bastón y un vaso, hasta que vio a un niño tomar agua con las manos y decidió despojarse de éstas. Ustedes conocerán mejor la historia; hechos completamente opuestos al hábito de atesorar la bazofia; el Síndrome de Diógenes es un concepto que no refiere al coleccionismo en sí, sino al estilo de vida de este tipo de enfermos: el aislamiento y el abandono.
Cada vez me abandono más en mí, y no sé cuándo dejaré de atesorar basura; quedan de ese consumo desmedido de objetos inútiles, raudales de tickets, papeles con el registro, la hora exacta, la fecha y los detalles mínimos de la compra; esquelas que a su vez, almaceno en encrespadas cajas de cartón.
Comprobantes de pago, lisa y llanamente, curiosos papelillos emitidos por todo tipo de máquinas registradoras; por lo general, las personas sólo conservan éstos por cierto periodo determinado, para comprobar —a su favor— la compra, en caso de que deban reclamar por algún defecto en el producto adquirido; pero para mí son una especie de diario, o más que eso, una biografía, la narración mercantil de mis experiencias personales, y deben estar siempre conmigo. Tickets por la adquisición de libros de Efraím Medina, Andrés Salgado y Dany Salvatierra, de DVDs de John Waters, recibos de comidas con amigos en restaurantes de diferentes ciudades de México, entradas del cine y de conciertos, tickets de hoteles, tintorerías, jugueterías, librerías, cantinas, compras del supermercado: frágiles memorias del importe desmedido.
La obsesión acompañada de sensibilidades extremas genera monstruos, y yo siento una profunda obsesión por registrar la inmundicia de los días. Insalubre monstruo condensador, reciclador y pepenador de la carroña, capaz de clasificar una piedra fecal si esta fue cagada por Kathy Acker, para después buscarle un lugar en el desconcierto de mi departamento, verdadero panteón de formas y trastos, de música rancia y libros enmohecidos, carcomidos por los bichos; esos son mis referentes biológicos y debo aún encontrar el objeto protozoario, el eslabón perdido en la cadena genética de mi enferma vida. Al no localizar este vínculo, seguiré siendo un coleccionista implacable, acumulador compulsivo, un abandonado, enfermo del Síndrome de Diógenes, alguien que hace de su casa un estercolero.