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#Underground: El pan de cada día

 

 

Pero el trigo y el centeno no fueron destruidos,

por ser tardíos.

Éxodo 9:32

 

“Y tú toma trigo, cebada, habas, lentejas, millo y centeno; ponlos en una vasija y hazte con ellos pan; conforme al número de días que estés acostado sobre tu lado, trescientos noventa días, lo comerás”, dice Ezequiel (4:9) en una de las primeras recetas de comida “documentadas”. ¡Incluso la biblia dice cómo llenarse la panza! Religión y gastronomía: dos cosas que detesto.

No me gusta viajar y no me gusta la comida. Preferiría ser un hombre sedentario en estado de inanición a un turista fofo que no puede recorrer las ciudades. No me gustan los platillos exóticos, mucho menos como para hacer alarde de ellos; comida que en unas cuantas horas será sólo mierda, pero que en estos instantes engalana diversas historias de Instagram alrededor del mundo. Niñas fresas que convierten la mierda en lujo.

Me alimento poco y viajo mucho. Las personas que no comen se mueren, las que viajan en exceso también; supongo que eso me convierte en un cadáver en potencia.

Debo confesar que la imagen del chef o cocinero profesional me parece completamente irrisoria. Un tipo delicado y fino que se engalana de blanco, con ese ridículo gorro de pliegues que indica su jerarquía frente a los demás. Hombrecillos de la cocina que tratan de llevar la práctica culinaria al conocimiento comprobable, a la ciencia, con el término aquél de “gastronomía molecular”. ¡Al carajo! Cuando yo estoy comiendo en una fonda, merezco que se me especifiquen en el menú los ingredientes que voy a ingerir, no en una tabla periódica, y que al menos se me presente un bocado que el mismo chef se atreva a comer.

Sin embargo, hay personas que te salvan el pellejo: un cocinero cano que prepara estofado de carne con verduras y salsa de tomate a 3359 kilómetros de la Ciudad de México. ¿Qué es lo que hacía diferente a Anthony Bourdain?, ¿qué diablos tenía que ver conmigo?: las adicciones, el punk, la literatura, los viajes y un paladar curtido por platillos cocinados en agua podrida. Bourdain era la abreviatura del punk rocker e hizo lo mismo que los anarquistas en la Nueva York de los años setenta: desmenuzar tabúes, abrirse brecha en un medio henchido de mamonería y encanto. Bourdain proponía más gusto y menos especulación, más comida de la calle y menos delantales blancos. Pensaba en un mundo de chefs equívocos en restaurantes donde la carne hiede, donde los vasos tienen cercos de otras bocas y los cuchillos están mellados, donde se come con cubiertos que en los bordes y entre las púas conservan restos amarillentos de comida ingerida por otros comensales, todo con un Hey! Ho! Let’s Go! que no cesa de corearse nunca, ni aún con la boca llena. Ahí es donde se cocina el verdadero pan, el único que hay: la gastronomía a la deriva.

Anthony Bourdain se alejó de los sabores y alimentos caros, como la trufa, el caviar, los hortelanos y las becadas, todos esos nuevos inventos culinarios que exacerban y mezclan sabores, aguardientes y licores para la delectación de los sentidos. “Cada sentido puede ser objeto de una delectación para el refinamiento. El lujo proporciona esos placeres de los sentidos, ya sea de la forma más adulterada (el “salmón” de piscifactoría, el champán malo) o de la forma más rebuscada”, como escribe Yves Michaud en ‘El nuevo Lujo’ (Taurus, 2015). Bourdain sabía que los cocineros profesionales que no perciben más que las apariencias de los platillos y que se dejan vislumbrar por ellos, no pueden imaginar lo que la alta gastronomía tiene de sucio y podrido; así que se alejó de ello y recorrió el mundo en busca de la cocina esencial, la que apesta a escasez y pobreza, comida sazonada por gente real.

De no ser por las nueve temporadas de ‘Sin Reservas’, yo ahora pesaría treinta kilos, y habría desarrollado una cinofobia (miedo a los alimentos). Cuando me encontraba solo en casa, presa de los nervios, la ansiedad y el alcohol, bastaba con sincronizar la serie de Bourdain para que se hiciera la magia, el hambre, concedida por imágenes de platillos como la iguana, los tacos, el mofongo, los cuyos o la morcilla, comida auténtica y apetitosa, sencilla, que podía ser preparada en la cocina de un treintañero que ha valorado más a las botellas que a las verduras; con elementos sobrevivientes en mi refrigerador de clasemediero en caída libre, potingues que podían convertirse en comida, pitanza que el mismísimo rockstar de la gastronomía podría degustar: “Definitivamente disfruto mis sándwiches. Soy un hombre muy afortunado. Disfruto de mi comida y presento las piezas desconocidas”, ya lo dijo el Ramone de los cocineros rebeldes. Pero si a Anthony Bourdain no lo salvaron la comida, el dios de la cocina ni el disfrute, entonces no lloren por mí… porque yo ya estoy muerto.

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Muela

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