Hace unas semanas estuve en Marrakech, una ciudad donde occidente queda al margen. Para una chilena que está acostumbrada al orden, a los semáforos y a mantener distancia entre un cuerpo y otro, donde es más fácil comprar un Mc Donald’s que comer una empanada de pino, no deja de ser un desafío extraviarse por las callejuelas sin un teléfono con wifi. En esta tierra donde convivieron judíos, musulmanes y cristianos, donde existe un rey Mohammed VI y no una democracia, donde en la oficina de correos esperando cerca de dos horas, todo es nuevo.
Los viernes, antes del inicio del día santo, los musulmanes observantes acostumbran a ir a un hamán, donde limpian su cuerpo para alcanzar la purificación del alma. Es un baño público que sintetiza la influencia romana, otomana y también la contemporánea. Su nombre en árabe significa “que expulsa calor”. Es común toparse con uno en ciudades antiguas como Marrakech y Fez, pero si te diriges a los sectores más nuevos y modernos, es más difícil ver uno. Yo no me atreví a ir uno cualquiera y por eso reservé el servicio en mi hotel que es un Riad, una casa tradicional marroquí, con patios interiores construida por un juez en la década de los treinta. Los mosaicos te envuelven en su armonía, digna de sultán. Y como yo no quería ser menos, decidí transfórmame en una Sherezade. Lo primero que hice al salir del hamán fue escribir en mi cuaderno de viaje:
«Soy consciente de que viví una aventura. No averigüé mucho, la sorpresa aumentó al no poder comunicarme con la joven que está encargada del tratamiento. Ahora sé que es una kasalá. Pagué sesenta dólares ($48.215 aproximadamente en Chile) para ser princesa por cincuenta minutos. El recinto es de mármol blanco. Al centro hay una especie de cuadrado que está más alto que el piso, como un cuadrilátero de boxeo, el que está enmarcado por cuatro pilares con un techo de arcos. Estoy entregada a las órdenes de mi kasalá y en la ducha, ella me jabona. Lo único que me cubre es un pequeño calzón triangular. Me conduce al baño húmedo, más caliente que la sala central. Supongo que pasan diez minutos cuando ella regresa por mí. Vuelvo a la ducha y me va me embetunando el cuerpo con una pasta color oliva, muy oscura, huele a eucalipto. Con señas y una sonrisa en su rostro descubierto, vestida con un uniforme negro, me indica el cuadrilátero central (ahora sé que todos los hamán los calefaccionan con “fornaces” o hornos de leña) donde me espera una toalla tibia. Me recuesto sobre mi estómago, la temperatura es perfecta. Escucho un ruido distinto, mi kasalá está abriendo un envoltorio de papel celofán. Me muestra un guante de kessa -vi varios de ese tipo en el shuk – y me va frotando la espalda. Duele. Es como una lija sobre la piel. Recorre todo mi cuerpo, las piernas, los brazos, las axilas. No la miro a los ojos, ella vestida, yo, desnuda. Me dejo conducir por tercera vez a la ducha y me limpia lo que ha quedado del betún. También me lava el pelo y vuelvo al cuadrilátero. Otra vez sobre el estómago, algo recorre mis piernas. Levanto la cabeza y observo la torre de burbujas, recuerdo lo que escribí sobre ellas hace un tiempo atrás. Esto debe sentir una princesa. La terapeuta tiene una especie de paño de tela que a medida que lo estruja, van naciendo las pompas milagrosas, de espuma de azahar. El pudor, el guante (casi lija eliminando mis impurezas) queda soterrado en un suspiro de liviandad. Es una tina de burbujas sin agua, es la magia flotar en el espacio, pero con los pies en la tierra. Me quedo unos minutos más allí, cierro los ojos y me sumerjo en este rincón de sensaciones nóveles. Ya estoy otra vez en la ducha y ella me limpia los restos del azahar. Regreso a la toalla y me dejo embetunar con gasshoul, una crema humectante con aroma a rosas. Estoy entregada. No miro, ni a mi cuerpo ni a ella. Fijo mis ojos pardos en el infinito. Última ducha, la kasalá vierte acondicionador en mi cabello y con un paño de lino me lo cubre, me viste con una bata. Mi viaje de Scherezade, finaliza, en una sala donde me espera un vaso de té de menta. Otra vez sola. Observo la pintura al óleo del tamaño de la pared. Unas mujeres están en la ribera, supongo que el mar Mediterráneo, lavando ropa. Solo una, con los brazos igual de contorneados que las otras, pero con el pelo negro descubierto, observa el infinito. Intento practicar una meditación ocupando la técnica de contar del uno al diez y del diez al uno. No pensar.»
Quisiera creer que volveré a convertirme en Sherezade, solo que desde mi pequeño país occidental veo difícil recrear tal aventura.