Una niña guatemalteca de siete años murió hace unos días mientras estaba bajo custodia de la Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos.
La niña había cruzado la frontera con su padre y un gran grupo de inmigrantes en una región apartada del desierto de Nuevo México. Los arrestaron en la noche del pasado 6 de diciembre, cuando el grupo de más de 150 migrantes se entregó a las autoridades norteamericanas.
La menor había estado días sin ingerir alimentos ni beber agua. Más de ocho horas después del arresto, tuvo ataques de fiebre y la llevaron en un helicóptero a un hospital en la ciudad tejana de El Paso, donde no se recuperó de la deshidratación y de un ataque cardíaco y falleció.
La Patrulla Fronteriza aseguró que sus agentes hicieron todo lo posible por salvar la vida de la niña. Pero la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), una organización sin fines de lucro que defiende los derechos y libertades individuales garantizados por la Constitución, dijo que una “falta de rendición de cuentas y una cultura de crueldad en la Patrulla Fronteriza” tienen la culpa de la tragedia.
Si el gobierno norteamericano no hubiera desatado una histeria contra los migrantes procedentes de Centroamérica, los migrantes pobres que tratan de cruzar la frontera con México, posiblemente la niña estaría viva.
Las caravanas de migrantes que heroicamente han cruzado medio continente para chocar contra la valla fronteriza y contra el muro de intolerancia levantado por el presidente Donald Trump vienen de Estados fallidos. La mayoría procede de Honduras, un país socavado por el crimen y la desesperanza económica desde el golpe de Estado que la derecha le dio al presidente izquierdista Manuel Zelaya en 2009. Huyen porque corren un peligro mortal bajo la amenaza de las maras, las temibles pandillas que extorsionan, esclavizan y matan a los humildes si no se pliegan a sus designios. Otros vienen de Guatemala y de El Salvador.
Y qué curioso: no vienen de Nicaragua, un país demonizado por la derecha regional y por el gobierno de los Estados Unidos, que en su afán por derrocar al presidente Daniel Ortega, electo democráticamente, aprueban medidas para estrangular económicamente a la nación centroamericana, porque no le perdonan que haya progresado sin seguir el modelo de desigualdad social que Washington quiere imponer en todas partes.
Los migrantes no son criminales ni aprovechados que vienen a los Estados Unidos a vivir de una supuesta ayuda estatal que en realidad no se les concede. Son trabajadores que vienen a llenar los puestos de trabajo que los norteamericanos no están interesados en ocupar. Son gente desesperada que huye de la violencia y de la desesperanza en Centroamérica, una región devastada por las guerras civiles propiciadas por los Estados Unidos en su cruzada contra el comunismo, y azotada por las maras.
Si el Congreso y la Casa Blanca reconocieran esa verdad y, siguiendo las mejores tradiciones de la nación, abrieran las puertas a los fugitivos del desastre, una niña no habría muerto en la frontera después de atravesar un calvario. Su tragedia es una afrenta contra nuestra humanidad, contra valores que decimos defender pero que, en realidad, ignoramos mientras la frontera es un testimonio de nuestra hipocresía, de nuestra insolidaridad.