Siempre me intrigó ese nexo que hubo entre Raúl Ruiz y Marcello Mastroianni. El primero, genio de la cinematografía chilena y universal, que dirigió en Chile hasta 1973, para luego radicarse en Francia hasta su muerte el 19 de agosto de 2011, fecha desde la cual se ha incrementado su nombre en la cultura audiovisual, gracias a publicaciones, retrospectivas y artículos de prensa que siguen recordándole al público su legado. El segundo, tal vez uno de los tres mejores actores de la historia del cine, junto a Marlon Brando y Anthony Quinn; protagonista de títulos inmortales como «La dolce vita» (Federico Fellini, 1960); «La noche» (Michelangelo Antonioni, 1961) y «El extranjero» (Luchino Visconti, 1967); entre tantos otros, y definido por el escritor Donald Dewey como «la estrella italiana que más tiempo permaneció reinando el panorama cinematográfico internacional», lo que no es poco considerando que su primer filme en Hollywood fue recién en 1991.
En el año 1996, Raúl Ruiz dirigió a Marcello Mastroianni en la película de producción franco-portuguesa «Tres vidas y una sola muerte», logrando uno de los grandes papeles de su filmografía, y que también se convertiría en uno de los últimos, ya que el actor italiano falleció en diciembre de ese año. De hecho, la última aparición pública de Mastroianni fue justamente cuando la cinta se presentó en el Festival de Cannes, como parte de la selección oficial.
Si hay algo que diferencia a Mastroianni de Marlon Brando y Anthony Quinn es que sus últimos papeles fueron de calidad y hechos por algo más que agrandar su cuenta bancaria. Se suele decir que el italiano escogía con pinzas sus personajes. Por eso es que esta película, una de mis favoritas de Ruiz, tiene ese valor. Ver a un veterano Mastroianni (tenía 72 años) como en sus mejores tiempos, interpretando nada menos que a cuatro personajes, con el talento y la versatilidad que tuvo desde sus primeras películas en Italia en la década del cuarenta.
Como cinéfilo curioso, me provoca extrañeza que Mastroianni no se haya referido a su trabajo con Ruiz en sus memorias, publicadas en 1997 bajo el título «Mi ricordo, sì, io mi ricordo» por la editorial Baldini & Castoldi. Quizás se debió a lo actual que le resultaba esta película a la hora de recordar su extensa trayectoria: más de 160 títulos que incluyen películas realizadas en Italia, Francia, Grecia, Brasil, Estados Unidos y Argentina.
En el verano del 2011, junto al arquitecto Andrés Daly, tuvimos la fortuna de entrevistar a Raúl Ruiz para uno de los capítulos del programa «El mundo sin Brando» de Radio Santo Tomás. Fue una de las últimas entrevistas que dio el cineasta en extenso —duró 75 minutos— antes de su fallecimiento. Obviamente nos animamos a preguntarle por su trabajo con Marcello Mastroianni. Por la escasez de información al respecto, teníamos que recurrir a la fuente directa.
Esto fue lo que nos dijo:
«Fue muy simpático, sobre todo muy profesional. Una cosa que puede ser un modelo para cualquier actor de cine es que siempre antes de hacer una toma decía ‘¿acá qué es lo que soy? ¿Soy un mueble o actúo?’ No todos los actores son como los americanos que creen que hay que actuar hasta cuando dicen buenos días. La actuación hay que gestionarla. A veces no hay que hacer nada. Los viejos actores americanos sabían muy bien eso. Si yo le decía a Mastroianni, ‘no, aquí eres un ropero’, él se cerraba y no hacía ni un gesto. Y si no, actuaba y se ponía a llorar, hacía todas las cosas que saben hacer los italianos».
La precisión y síntesis de la respuesta que nos dio Ruiz sobre el protagonista de «La dolce vita», si bien en un principio me siguió pareciendo información precaria —mal acostumbrado quizás a sus generosas reflexiones—, con el paso del tiempo comencé a pensar en los alcances e interpretaciones de aquella idea inmersa en la pregunta de Marcello. Y es que ser un mueble como metáfora de no hacer nada, es algo que rechaza y se antepone a lo que muchas veces pasa con los personajes que uno ve en películas y series de televisión actuales, donde la actuación no descansa; pareciera ser que la gestualidad excesiva es una tentación difícil de evitar.
En una declaración realizada en marzo del 2001 en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Ruiz resumió lo anterior así: «El actor no puede estar toda la película actuando tan bien que no deje ver la película». Esto se enlaza directamente con un aforismo del cineasta francés Robert Bresson (reconocida influencia de Ruiz), que en sus «Notas del Cinematógrafo» de 1975 dice: «Lo importante no es lo que me muestran sino lo que me esconden, y sobre todo aquello que no sospechan que está en ellos». La performance de Mastroianni en la cinta del realizador chileno resume un estilo, su estilo: la normalidad en la actuación, lo que viene a contradecir el famoso método Stanislavski, escuela de nombres ilustres como Paul Newman, Al Pacino y Robert de Niro, y aquella consigna de meterse en la piel del personaje. El italiano no creía en el método, porque no creía que ser actor fuera la gran cosa. Polémicas son sus declaraciones sobre De Niro y su Jake LaMotta en «Toro Salvaje» de Martin Scorsese, para el cual este tuvo que someterse a bruscos cambios de peso. Para Mastroianni esto era «absurdo, ridículo y peligroso».
La relación entre Ruiz y Mastroianni es enigmática y probablemente lo seguirá siendo, pero en la lección de cine que según el cineasta chileno está dando el actor italiano, también está el inmenso legado teórico del vínculo entre ambos, que se puede reforzar con el visionado de la película, incluso dos décadas después. Es un filme que, indudablemente, ha envejecido de buena forma.
La única fotografía que he visto de Raúl Ruiz y Marcello Mastroianni juntos, es la del estreno en Cannes de «Tres vidas y una sola muerte, en mayo de 1996. Adelante, Mastroianni junto a su hija Chiara, que actúa también en la cinta. Atrás, Ruiz junto a la actriz española Marisa Paredes y el resto del elenco. Si se me permite la exageración: fue un momento histórico.